Javier Bello

Las jaulas y otros textos

 

 

 

 

V

 

Yo no creo en las estatuas,

las estatuas son dioses que nunca he conocido,

que nunca han padecido frente al mar al mirarse el corazón.

 

Yo no creo en el filo que hay detrás de algunos huecos

ni creo en la oración que esas vidas tan largas nos provocan

ni en las filas que orinan una enorme ave frente al amanecer

de la piedra.

 

Es que hay paisajes que me hieren las manos,

su ruido de alas mojadas, su ruido de semillas que arden,

y yo no quiero hablar de los reinos donde está encendida siempre

la lengua de mi madre,

yo quiero hablar como habla el manzano,

preciar un labio más que oír el relámpago

y en la algarabía de la música saber la estrofa de los vientres

como un parlamento conocido,

poseer la ceguera de la nieve, de sus bestias gemelas y enterrarlas.

 

Yo no creo en las estatuas y aguardo en mitad de mi lengua

el oficio de los nigromantes,

su ópalo gastado en los desiertos contra el hueso del hambre.

 

Yo no creo en los dioses que tienen un olor a ceniza

ni en los ojos redondos que la lluvia conoce,

que la lluvia fermenta despacio con su negra corona,

dueña de la flor, de la piedra y del agua.

 

Yo no creo en las estatuas ni en sus labios que arden poseídos

de pájaros rojos,

no creo, yo no creo sino hasta que mis manos hayan bebido

cada muslo que quema.

 

(De La rosa del mundo)

 

 

 

 

LA JAULA DE LA SENTENCIA

 

I

 

Cuídate de los viajes, hijo mío,

cuídate de los viajes y de los trenes

y del tambaleo de los barcos en la batalla del amanecer.

 

Cuídate de los trenes

y de la tierra donde baila sepultada una llama,

cuídate de los barcos y de los fuegos fatuos

como escondes tus rodillas del tormento de la tempestad.

 

Nunca entenderás el recorrido de los animales

por las veredas y los parques,

los animales malos que se comen la sed.

Nunca entenderás los ojos de los perros

que desaparecen tras el silbido de los cazadores.

No me digas que no has visto

los animales negros que tienen cara de anciano.

No me digas que no has visto

los caballos cansados que cruzan con sus patas la verdad.

 

Ten cuidado de los viajes,

ten cuidado de los trenes y de las potencias malignas

y de perderte entre tus propias aguas.

 

No dejes tu sombrero fuera de la casa,

no dejes tus guantes lejos del amanecer,

porque las hormigas te golpearán con sus antenas hasta

causarte daño,

porque las piedras arderán en tus zapatos negros,

para que aprendas a no jugar con las líneas de tus manos,

para que recuerdes, hijo mío,

que el norte de las brújulas se come la cabeza de tu propio animal.

 

Cuídate de los viajes,

cuídate de los viajes y de los trenes

y del tambaleo de los barcos en los mares sin ley,

porque en los viajes va la muerte hablándote al oído,

porque en los trenes va la muerte sentada

y en los barcos va la muerte de pie.

 

 

 

II

 

Sólo miras el cielo,

conoces la intemperie,

las pedradas del sol.

Conoces lo que dices,

el olfato del perro

vuelve a ver las piedras que pisó.

 

Animal de la lluvia,

bestia de hielo y flores,

puro cuando el invierno te llamaba

a abandonar tu cuerpo, a obedecer

a la flechas calientes,

a los cepos quemados en las salas de piedra.

 

Tan soberbia es el águila en tu voz,

tan altiva la noche donde giran estrellas,

los nombres más hermosos de la yerba

que te incitan a huir, a rebelarte.

 

Miras el cielo,

es engañoso el mundo,

separas tus palabras de las demás herencias,

te rozas con la muerte

pero no puedes verla.

 

De nada servirá tu memoria,

animal parado en un rayo de sol,

tigre sin sentido que me preguntas sólo

por las leyes inciertas de la luz,

el día y su insistencia de caballo perdido.

 

De nada servirá tu memoria

contra el canto de un dios,

de nada servirá tu memoria

cuando clamen las aguas

su fervor de asesino.

 

Bestia de hielo y flores,

animal parado en un rayo de sol,

sólo miras el cielo,

y el cielo, el alto cielo, es siempre la condena de un dios.

 

 

 

III

 

Los que marcan los libros mueren jóvenes,

lo invisible quema nuestros actos con la fuerza del sol.

No hay libertad en la transparencia de las partituras,

no hay libertad a la hora confiscada por el cielo,

tatuamos nuestros días con el dedo de un dios.

 

Hijo de la paz y las decapitaciones,

hijo de la semilla que derrama el ahorcado,

no hay libertad en los ladrillos rojos,

no hay pureza en la palabra que dicta la noche a los patios.

Escondes tus libros del amanecer,

no pones en ellos tu nombre,

sólo tu luz de animal,

sólo tu caballo en la casa del padre.

No estás a resguardo,

no estás a resguardo.

 

Mueren jóvenes aquellos que se van,

los viejos mueren viejos en sus camas,

los que marcan los libros y los que no los marcan,

los que cantan plegarias,

también los que maldicen,

los que esperan en la paz del señor,

los que van a la guerra con traje,

todos, todos.

 

Sólo tú cuando comes el fuego,

sólo tu caballo en la casa del padre,

sólo tu luz de animal,

hijo proscrito contra mi abecedario,

hijo cojo ante el ramo del sol.

 

Los que marcan los libros mueren jóvenes,

también los que les rezan,

también los que les ladran.

Cualquier otra verdad es ominosa,

cualquier otra mentira es un campo de alambres:

la palabra que viene, va descalza.

 

 

 

 

 

JAULA DEL PADRE

 

De todos los que comen de esta mesa

el único que vive de su fuego es el padre.

Yo no sé de donde vienen estas piedras

ni tampoco conozco a quien las trajo,

pero aquí las comemos, pero aquí las mascamos.

Salvaje padre sorprendido en tu error,

enemigo caliente de mirada amarilla,

me refiero a tu casa quemada por los bárbaros,

me refiero a tu lecho marcado por un nudo,

me refiero a tu alma que sale a predicar a la calle

el domingo volcánico de los evangelios,

palabra medio rota que envenena el suburbio

coronado por la lengua de un ángel,

coronado por la lengua que has de obedecer,

el decimal que te dará la muerte.

Padre en silencio, eliges el peso de tu voz,

el exacto calibre que arma tu vergüenza,

el bastón de la rabia, el cristal de la sed

cuando el cáncer congela tu garganta

y te deja alucinar en su hueco.

Padre furioso contra un sol de neón

padre furioso contra un grito de fuego,

encerrado con la luz que no entiendes,

encerrado en la jaula del mal,

perseguido por tus bestias de piedra

ofendes la raíz de los árboles.

Las hormigas se comen un perro,

el perro se come la cara de un hombre,

el hombre el excremento de un buey.

Bajo las mantas están tus hermanos

agazapados en la lágrima de su propio calor.

Este fuego es su fuego, y es mi fuego también,

este fuego es su hambre con las alas de mosca.

Un hombre se come la cara de un hombre.

Yo, mi padre, el padre de mi padre.

 

(De Las jaulas)

 

 

 

 

De algo tenemos que hablar tú y yo, viejo ojo sin ley,

ven aquí, visión con fuego,

yo tengo una piedra en la luz que es propiedad de la estrella furtiva,

la estrella errante que baila en el ojo de todos los perros que ha citado el día,

yo tengo un cormorán en la niebla que abre la boca para pedir pan duro,

los cantos tercos pide, las lenguas para arder, su leche triste pide,

yo tengo un niño que no es él sino su amigo dormido,

un caballo cuya mentira se arrodilla para entrar a los tubos,

al hueso del ave, a la hija del número,

la hija del gran pez con las branquias de hule,

hija del mar que teje barbas para su objeto enfermo,

hija vendida por un litro de escamas,

hija teorema del salto y del abismo.

 

De algo tenemos que hablar,

de algo tenemos que hablar tú y yo, oreja del incendio,

de algo con el abecedario que se pudre de noche,

algo tenemos que hablar ante los túmulos que al vernos nos conocen,

algo tenemos, algo tenemos tú y yo con el humo, señor de los volcanes,

algo, algo que hablar con mi frente perdida en las mareas,

de algo tenemos que hablar, de la hora sexta, de la caligrafía magnética del

viento,

de los ovarios fúnebres que cuelgan del alambre de los telegramas,

de algo tenemos que hablar con la novia intraducible del insecto del

estambre,

de algo tenemos que hablar con la lengua que musita en el vaso negro de

los continentes,

de algo tenemos que hablar tú y yo con la oscuridad de las glándulas.

 

Pido fin del acecho para la úvula táctil de los leopardos que llueve el mal

del cielo,

fin para las criaturas que se comen las manos,

muerte para la lumbre que induce en la silueta enferma de los trajes,

muerte para los que se untan en la tibia mortaja del desvelo,

muerte para el álamo triple en la visión del ebrio,

muerte con fuego a la madeja del seguimiento de almas,

muerte a la luz quebrada que esconde a los que cantan con fiebre,

fin del acecho pido, ojo enterrado,

pido fin de tu muerte y mi muerte sin tierra,

la arena saciada de la especie, el recurso de amparo que festeja en la

sangre,

pido fin del acecho,

viejo ojo sin número que vas a vencer al cielo,

viejo ojo sin ley contra el estuario de los sacramentos,

ven aquí, vamos a hablar tú y yo, dime cómo te llamas.

 

                                                                                  para Alejandra del Río

 

(De Los pobladores del entresueño)

 

Javier Bello (Concepción, 1972). Licenciado en Literatura Hispánica por la Universidad de Chile y egresado del Doctorado de Literatura Española Modern ... LEER MÁS DEL AUTOR