Jarl Babot

Poemas de la calle Gorki

 

 

 

 

 

POEMAS DE LA CALLE GORKI

 

Los primeros cien días fueron los más difíciles. Como en la guerra,

seguramente.

 

Uno apenas conoce de bayonetas y fusiles. Es un lío encender un fuego.

Armarse de valor para decir me gustas.  Pero pasados esos cien días,

uno empieza a tener la osadía del halcón.

Ve desde lejos la amplitud de la plaza con todas sus figuras,

que no esperan el ataque;

toma altura y se lanza sobre un cuerpo delgado y grácil,

cuya única protección es un pañuelo rojo

en la cabeza.

 

Entre las cosas pequeñas, cosas muy grandes, hay un pecho

y también una casa.

 

Huele a tabaco barato de Bielorrusia

de algún viejo que fuma sus últimos recuerdos.

 

Abajo, la gente pasa: es poca, si son las dos de la madrugada.

 

En la calle Gorki, desfilan otra vez los soldados;

mientras cae la primera nevada…

 

 

***

 

 

Hubo alegría en mi corazón esta tarde:

entré al cinematógrafo a ver Guerra y Paz;

y al salir,

nevaba.

 

El calendario estiraba el año 67,

más allá del subterráneo

y del estudiante de teatro.

 

(Entendía tres fases del idioma ruso,

pero en la pantalla Napoleón huía;

y no hacía falta intérprete, que los descifrara.)

 

En el intermedio,

bebí cervezas y comí pescado.

 

Salí del cine,

cerca de las ocho;

y como ya lo dije,

nevaba.

 

(Pensé seriamente coger un puñado de nieve,}

Y enviarlo a casa…)

 

 

***

 

 

Como estudiante que era, contaba a menudo las monedas de la pobreza.

Un altar silencioso sobre las papas y la sopa de coles.

También un pedazo de pan de centeno, viejo como las hojas desenterradas

por la primavera.

Contaba, igualmente, la lejanía del salmón en días alegres; afortunados

al cobrar la beca; duraba poco,

luego, los kópecks desfilaban con un brillo poco celestial.

Era el momento para detener cualquier intento de una cerveza,

por llegar a la mesa.

Era un lujo el rayo de sol en una tarde de octubre.  Y era para no gastar

otras energías,

una sola sábana nos arropaba, guareciéndonos de alguna maldición adicional.

También la pobreza tenía su lado gordo: la lluvia era gratuita y generosa.

Entraba al centro de los huesos y ladraba con la mansedumbre del perro.

 

(Nos vencía.)

 

Y echábamos, como quien hace en buenos tiempos, la casa por la ventana:

cenando el maravilloso plato del amor.

 

En su eterna lucha contra los botones del abrigo el invierno ruso,

finalmente, se hizo mi gran amigo.

 

Entraba libre al pecho y hacía gloriosas piruetas como si practicase para algún concurso.

Al principio le amedrentaba con mi tos.  (Eso creía.)  Luego, lo regañaba

abiertamente; amenazándolo con no llorar

al momento de su partida en marzo.

 

Nada.

 

Ganaba mi delgado cuerpo y ni siquiera parecía ser considerado

cuando entraba al subterráneo.

 

Me hacía temblar bajo la plaza de la Revolución.  En Maiakovski era

aún más feroz: del monumento bajaba con todas sus fuerzas

y se lanzaba sobre mi cuerpo.

 

 

***

 

 

Bien, le dije serenamente una mañana; andaré con el abrigo abierto,

entra, haz lo que quieras, quitándole el último botón que le quedaba.

 

Esa mañana me trató de manera diferente: dejó sus bromas y se fue tras un borracho.

 

Y un día llegó marzo.  Y con marzo llegó la primavera.

 

Pero para el primero de mayo nevó, recordándome una promesa.

 

Sonreí con nostalgia, recordando nuestras guerras, mientras tomaba el té

consagrándolo a su memoria.

 

Tuve un cuarto pequeño.

Yo no sé de medidas, pero era tan pequeño que apenas cabíamos los dos;

y algunos versos de Blok, de Esenin, de Pasternak.

Hicimos espacio para Repin.  A Dostoievski le asignamos la ventana:

él sabe de frio y vicisitudes.

(No le permitimos, eso sí, cartas ni dados.)

 

Chéjov fue nuestro gran problema.  Le dimos espacio, ciertamente, pero

tuvimos que mudarnos.

 

 

***

 

 

Colmada de riquezas, con un boleto de entrada para encontrarte

con las tres hermanas, allá en la última fila,

tan lejos de Olga, tan cerca de ese fuego que es la libertad, susurrabas algo.

(Una antigua canción, pensé.)

 

Otra vez llega mayo.  Hace un año que murió mi padre y cuando lo enterraban caía la nieve.

Ahora brilla el sol y no lloramos.

 

Eso susurrabas.  Eso cantabas.  Sabías las palabras de Chéjov.

Todos los rusos conocen a Chejov de memoria, me dijiste; con una seriedad

digna de vencer la muerte.

 

Todos los panameños, respondí, conocen a Miró.  Y a Korsi.

 

Me miraste asustada.  Y empezaste a llorar. Allí mismo, por mí,

por ti, por las tres hermanas que nunca irían a Moscú.

 

En aquel momento vislumbraste mi partida.  Y el boleto de entrada

cayó al suelo, a un abismo, que no alcanzaría a llenarse jamás

con todas nuestras lágrimas.

 

 

***

 

 

Al soldado desconocido:

El que perdió sus huesos, pero sembró patria.

El que fue un segundo en los ojos de la amada.

El que abrazó a su compañero, para quitarse de encima a la muerte.

El que nunca se adelantó, pero tampoco quedó atrás.

El que se detuvo un instante en una calle, para escuchar un violín.

El que remaba y remaba sobre un gran espejo.

El que tuvo una familia de tierra y heladas.

El que durmió a sus hermanos, con cuentos muy simples.

El que nunca pronunció un discurso: ni breve ni extenso.

El que disgustó en la esquina, por una tontería.

El que tomó el fusil y fue a combatir.

El que nunca regresó.

Y el que con nosotros está.

 

 

***

 

 

Vamos, plaza roja, a soñar con nieves y abedules.

Por aquí, desfilaron, hueso a hueso, y hace siglos, los hombres

de Iván, el terrible.

 

Cada piedra es una gota de sangre.  Y cada gota es una historia.

Millones de estrellas rotas,

en los labios del camino…

millones de huesos vivos,

construyeron Rusia.

 

Somos esta plaza.  Somos esta calle.  Esta casa.

Estas distancias.  Estos tiempos

del mar que busca su barco.

 

Somos llanto y pesar, y sobre todo,

simples hombres que pasarán.

Con la esperanza de vivir,

cinco mil años más.

 

Jarl Babot Nació en Panamá, en 1945. Egresado de la Universidad de Panamá, Maestría en Artes en el Instituto Anatoly Lunacharsky, Moscú, URSS, 197 ... LEER MÁS DEL AUTOR