Jaime Siles

Retrato de ausentes

 

 

 

Tragedia de los caballos locos

A Marc Granell

 

Dentro de los oídos,

ametralladamente,

escucho los tendidos galopes de caballos,

de almifores perdidos

en la noche.

Levantan polvo y viento,

al golpear el suelo

sus patas encendidas,

al herir el aire

sus crines despeinadas,

al tender como sábanas

sus alientos de fuego.

Lejanos, muy lejanos,

ni la muerte los cubre,

desesperan de furia

hundiéndose en el mar

y atravesándolo como delfines vulnerados de tristeza.

Van manchados de espuma

con sudores de sal enamorada,

ganando las distancias

y llegan a otra playa

y al punto ya la dejan,

luego de revolcarse, gimientes,

después de desnudarse las espumas

y vestirse con arena.

De pronto se detienen. Otra pasión los cerca.

El paso es sosegado

y no obstante inquieto,

los ojos coruscantes, previniendo emboscadas.

El líquido sudor que los cubría

se ha vuelto de repente escarcha gélida.

Arpegian sus cascos al frenar el suelo que a su pie se desintegra.

Ahora han encontrado de siempre, sí, esperándoles

las yeguas que los miran.

Ya no existe más furia ni llama que el amor, la dicha de la sangre,

las burbujas amorosas que resoplan

al tiempo que montan a las hembras.

Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de cornamusas,

el musical estrépito

que anuncia de la muerte la llegada.

Todos callan. Los dientes de golpean quedándose

soldados.

Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan

y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho

un desplomarse patas rabiosas, una nueva de polvo levantado por crines,

un cataclismo de huesos que la noche se encarga

de enviar hacia el olvido.

 

(De Génesis de la luz, 1969)

 

 

 

 

La tierra de la noche

 

La noche te escribe,

te transcribe,

te inventa.

Así,

sobre el papel,

lienzo tan sólo,

tiempo:

papel donde la noche

abriera sólo

la tierra de su efigie,

la figura,

el cuerpo del que brotan

los invisibles signos.

La

Tierra de la noche

la Terra della Notte,

terracota o destino

o escritura que inventa

lo distante de ti,

lo más allá de ti:

alfabeto nocturno de la nada.

 

(De Música de agua, 1983)

 

 

 

 

Propileo

 

A ti, idioma de agua derrotado,

a ti, río de tinta detenido,

a ti, signo del signo más borrado,

a ti, lápiz del texto más temido,

 

a ti, voz de lo siempre más negado,

a ti, lento silencio perseguido,

a ti, este paisaje convocado,

a ti, este edificio sugerido,

 

a ti, estas columnas levantadas,

a ti, los arquitrabes reflexivos,

a ti, arquivoltas consagradas,

 

a ti, los arbotantes disyuntivos,

a ti, mar de las sílabas contadas,

esta suma de sones sucesivos.

 

(De Columnae, 1987)

 

 

 

 

Acis y Galatea

 

Ese cuerpo labrado como plata,

ese oro, esa túnica, esa piel,

ese color que tiñe la escarlata

corola del pistilo de un clavel;

 

ese cielo de cárdenos espacios,

esa carne que tiembla en el vaivén

de las rodillas y de los topacios

nos dicen que este cuadro es de Poussin.

 

El resplandor del sol en los minutos

del gris del agua sobre el gouache del gres,

el césped de corales diminutos

que puntean las puntas de sus pies;

 

el placer de los vicios absolutos,

el maquillado estambre, el cascabel

de sus tacones, los ojos resolutos

disueltos en vidrieras de bisel;

 

las dunas de su cuerpo y esas manos

que la luz difumina en el papel

de este poema dicen que eran vanos

ese oro, esa túnica, esa piel.

 

La chica que los mira aquí a mi lado

es más real que el lienzo y que el pincel:

hace un gesto de geisha emocionado,

más certero, más cierto, más rimado

de rímel que la estrofa del clavel.

 

El cuadro del museo que miramos

no está en la sala, ni en el Louvre, ni en

la Tate Gallery, el Ermitage o Samos,

y no es –ni por asomo- de Poussin.

 

El cuadro del museo que miramos,

Acis y Galatea, ella y él,

somos nosotros mismos mientras vamos

-ojo, labio, boca, lengua, mano-

sobre la carne del amor humano

ensortijando flores, cuerpos, ramos

de un verano mejor que el del pincel.

 

(De Semáforos, semáforos, 1990)

 

 

 

 

El lugar del poema

 

No está el poema

en las oscuridades del lenguaje

sino en las de la vida.

No está en las perfecciones de su cuerpo

sino en las hemorragias de su herida.

No está donde creíamos que estaba

ni es una imagen única ni fija.

Está por donde huye lo que amamos:

está en su despedida.

Es decirnos adiós nosotros mismos

al cruzar cada vez la misma esquina.

Es la página que mueve sólo el tiempo

con su tinta igual pero distinta.

No está el poema, no, en el lenguaje

sino en el alfabeto de la vida.

 

(De Himnos tardíos, 1999)

 

 

 

 

Retrato de ausentes

A Gaetano Chiappini

 

Cómo eran, Dios mío, las sesiones de cine

improvisadas dentro de las casas

con películas “del Gordo y del Flaco”,

de “Jaimito” y de aquel pobre idiota

llamado “Tomasín”.

Padres, tíos y abuelos rememoraban

ideales momentos de infancia o juventud,

mientras un aire turbio, de triste blanco y negro,

llenaba el espacio, no menos triste acaso,

de aquella habitación.

A las seis o las siete

los domingos de las tardes de invierno

el cine era un minúsculo zoo

donde un tiempo irreal superaba el histórico

con las nostalgias, en los mayores irredentas,

de un pasado más puro, más pleno o más feliz.

Yo no tenía los suficientes años aún para saberlo,

pero ya entonces me aburrían

aquellas carcajadas proferidas

por el insulso pretil de tantas bocas

que, con restos aún

de la merienda entre los dientes,

intentaban combatir a cualquier precio

la miseria de la mentira, el silencio y la desolación.

Ahora que aquellas viejas máquinas de cine

han desaparecido de las casas,

como casi todos mis mayores

que hacían posible aquella proyección,

me ha venido a la mente su memoria

al ver una de ellas en una de esas salas de subastas

que renuevan el tiempo

y, con él, la simultaneidad de ejes del dolor.

Vuelvo a ver las películas

y, más que a ellas, veo la oscuridad

de cuanto funda todo tiempo presente

mientras la nada de las cosas teje

una no menos falsa claridad:

ésta con la que miro

aquel tiempo pasado  hecho presente ahora

por una concreta coincidencia

basada en una fugaz asociación.

Tal vez lo que ahora pienso

de aquellas tristes tardes de domingo de invierno

no era del todo así, y soy víctima

de otra más de las trampas del tiempo

que añade a lo ya sido

el óxido también de lo que no pasó.

Tal vez sólo por eso recuerdo hoy

las tristes tardes de domingo de invierno

que duraban acaso demasiado

o, al menos, tanto  como todavía las recuerdo

en el espacio mudo e irreal del péndulo

en el que la memoria las proyecta

sobre el débil lienzo de la imaginación.

Lo que hay  en la memoria es la nada del mundo.

Lo que somos no conoce otra voz.

Su música nos llama, pero no nos responde:

cuando llega a nosotros aquel no es nuestro yo.

Ya no nos pertenecen

aquellas tristes tardes de domingo de invierno

en las que el cine improvisado dentro de las casas

era un subterfugio

para huir del monótono ritmo de los días

y conjurar otra realidad,

que no era exactamente la del cine

sino la que imaginábamos nosotros

bajo el torpe correr del celuloide

a la luz de unas lámparas de cristal color plata

que  encendían dentro de nosotros

una  multiforme y difusa ilusión

de que algo nuevo y distinto

iba allí de pronto a suceder.

Pero nunca pasaba nada,

nunca pasa nada

salvo las ilusiones que ponemos

en eso que se supone va a pasar.

Por razones que ignoro y no vienen al caso

aquellas viejas máquinas de cine

fueron siendo sustituidas poco a poco

por la televisión

y se inició así la decadencia

de aquella infancia mía

antes de convertirse en juventud.

No sé por qué recuerdo esto

esta mañana,  cerca de Florencia,

donde todo es de oro

y millones de ángeles

alancean el aire

con un sinfín de alas

que hieren la visión.

Ignoro qué registro tenemos de las cosas,

pero algunas perduran en nosotros

como, en el verano,

los fáciles compases de una trivial canción.

Las conservamos

Y en un momento dado afloran de su pecio

desde el olvido en el que permanecen

como tantos objetos de la vida

y como las vivencias que les dieron

su antiguo resplandor.

Todo está vivo y muerto al mismo tiempo.

Todo fluye por un río sin fin.

Nada comienza:

lo que digo y yo ya estamos muertos

como lo están estas tardes de cine

que, a la luz de aquellas viejas máquinas

que nos lo proyectaban,

esta mañana, cerca de Florencia,

he vuelto no sé  por qué  a  recordar.

Será que la memoria tiene su vida propia

y que la nuestra se pliega a sus caprichos

que, a su imagen, componen nuestra realidad.

Nos pueblan los fantasmas

como sombras de un cuadro imaginario

en el que se refleja

lo único real que nos pasó.

Aquellas largas tardes de domingo de invierno

en las que vimos proyectadas

en las cómicas figuras de otro tiempo

la pantalla perdida para siempre

de la única vida que merece vivirse:

la de los dulces días de la imaginación.

El resto es calderilla y en muy poco consiste,

pero esa otra vida, de la que ahora hablamos,

¿dónde transcurre, dónde

si no es en el yo,

ese lugar vacío donde no vive nadie,

nunca ha vivido nadie

sino sólo el dolor?

¿A qué lugares muertos

su olor nos aproxima?

¿Qué perfume de tiempo

hay dentro de su olor?

Como una tumba etrusca transcurre la existencia,

aunque su desarrollo es más bien al revés.

Las figuras sedentes que nos miran, no hablan:

comen el oro de los días

y se beben de un trago su difícil color.

Nada los turba sino un sol de bronce

que divide las horas

según su inútil resplandor.

Lo que queda de ellas lo baten

los muertos en la  fragua

y cocinan con ello un líquido fulgor

donde las piedras sin idioma hablan.

Nosotros asistimos a su conversación:

los oímos hablar en la distancia

y creemos que somos nosotros,

pero son ellos quienes hablan y hablan sin parar.

Los escuchamos como en el cine mudo

se escuchaba  la inexistencia misma de las voces

que estaban, como éstas,  sonando sin cesar,

que seguían sonando,

que siguen todavía sonando

como éstas.

Por eso las oímos

las tardes de domingo de invierno

como un coro de ánimas

que sonara y sonara sin cesar.

¿Y qué es el yo sino un coro de ánimas?

¿Qué es el yo sino las voces de un vacío lugar

en el que nunca ha sucedido nada?

Yo he estado en él

algunas tardes de invierno en los domingos

en las que el cine de otro tiempo añadía

a la lenta miseria de las cosas

un raro y tibio resplandor: una

inespecífica nostalgia

que es tal vez la que siento

mientras escribo este extraño poema

en el que vuelvo a estar,

acaso para siempre,

dentro y fuera de mí

como en las tardes de  cine

los domingos de invierno

cuando aún ignoraba

la existencia del tiempo

y no tenía idea de que existiera el yo.

Exactamente igual que hoy

que he vuelto a  estar  fuera del yo

porque he vuelto a estar también  fuera del tiempo.

 

(De Actos de habla, 2009)

Jaime Siles Es catedrático emérito de Filología Latina de la Universidad de Valencia. Ha sido director del Instituto Español de Cultura en Viena y p ... LEER MÁS DEL AUTOR