Retrato de ausentes
Tragedia de los caballos locos
A Marc Granell
Dentro de los oídos,
ametralladamente,
escucho los tendidos galopes de caballos,
de almifores perdidos
en la noche.
Levantan polvo y viento,
al golpear el suelo
sus patas encendidas,
al herir el aire
sus crines despeinadas,
al tender como sábanas
sus alientos de fuego.
Lejanos, muy lejanos,
ni la muerte los cubre,
desesperan de furia
hundiéndose en el mar
y atravesándolo como delfines vulnerados de tristeza.
Van manchados de espuma
con sudores de sal enamorada,
ganando las distancias
y llegan a otra playa
y al punto ya la dejan,
luego de revolcarse, gimientes,
después de desnudarse las espumas
y vestirse con arena.
De pronto se detienen. Otra pasión los cerca.
El paso es sosegado
y no obstante inquieto,
los ojos coruscantes, previniendo emboscadas.
El líquido sudor que los cubría
se ha vuelto de repente escarcha gélida.
Arpegian sus cascos al frenar el suelo que a su pie se desintegra.
Ahora han encontrado de siempre, sí, esperándoles
las yeguas que los miran.
Ya no existe más furia ni llama que el amor, la dicha de la sangre,
las burbujas amorosas que resoplan
al tiempo que montan a las hembras.
Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de cornamusas,
el musical estrépito
que anuncia de la muerte la llegada.
Todos callan. Los dientes de golpean quedándose
soldados.
Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan
y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho
un desplomarse patas rabiosas, una nueva de polvo levantado por crines,
un cataclismo de huesos que la noche se encarga
de enviar hacia el olvido.
(De Génesis de la luz, 1969)
La tierra de la noche
La noche te escribe,
te transcribe,
te inventa.
Así,
sobre el papel,
lienzo tan sólo,
tiempo:
papel donde la noche
abriera sólo
la tierra de su efigie,
la figura,
el cuerpo del que brotan
los invisibles signos.
La
Tierra de la noche
la Terra della Notte,
terracota o destino
o escritura que inventa
lo distante de ti,
lo más allá de ti:
alfabeto nocturno de la nada.
(De Música de agua, 1983)
Propileo
A ti, idioma de agua derrotado,
a ti, río de tinta detenido,
a ti, signo del signo más borrado,
a ti, lápiz del texto más temido,
a ti, voz de lo siempre más negado,
a ti, lento silencio perseguido,
a ti, este paisaje convocado,
a ti, este edificio sugerido,
a ti, estas columnas levantadas,
a ti, los arquitrabes reflexivos,
a ti, arquivoltas consagradas,
a ti, los arbotantes disyuntivos,
a ti, mar de las sílabas contadas,
esta suma de sones sucesivos.
(De Columnae, 1987)
Acis y Galatea
Ese cuerpo labrado como plata,
ese oro, esa túnica, esa piel,
ese color que tiñe la escarlata
corola del pistilo de un clavel;
ese cielo de cárdenos espacios,
esa carne que tiembla en el vaivén
de las rodillas y de los topacios
nos dicen que este cuadro es de Poussin.
El resplandor del sol en los minutos
del gris del agua sobre el gouache del gres,
el césped de corales diminutos
que puntean las puntas de sus pies;
el placer de los vicios absolutos,
el maquillado estambre, el cascabel
de sus tacones, los ojos resolutos
disueltos en vidrieras de bisel;
las dunas de su cuerpo y esas manos
que la luz difumina en el papel
de este poema dicen que eran vanos
ese oro, esa túnica, esa piel.
La chica que los mira aquí a mi lado
es más real que el lienzo y que el pincel:
hace un gesto de geisha emocionado,
más certero, más cierto, más rimado
de rímel que la estrofa del clavel.
El cuadro del museo que miramos
no está en la sala, ni en el Louvre, ni en
la Tate Gallery, el Ermitage o Samos,
y no es –ni por asomo- de Poussin.
El cuadro del museo que miramos,
Acis y Galatea, ella y él,
somos nosotros mismos mientras vamos
-ojo, labio, boca, lengua, mano-
sobre la carne del amor humano
ensortijando flores, cuerpos, ramos
de un verano mejor que el del pincel.
(De Semáforos, semáforos, 1990)
El lugar del poema
No está el poema
en las oscuridades del lenguaje
sino en las de la vida.
No está en las perfecciones de su cuerpo
sino en las hemorragias de su herida.
No está donde creíamos que estaba
ni es una imagen única ni fija.
Está por donde huye lo que amamos:
está en su despedida.
Es decirnos adiós nosotros mismos
al cruzar cada vez la misma esquina.
Es la página que mueve sólo el tiempo
con su tinta igual pero distinta.
No está el poema, no, en el lenguaje
sino en el alfabeto de la vida.
(De Himnos tardíos, 1999)
Retrato de ausentes
A Gaetano Chiappini
Cómo eran, Dios mío, las sesiones de cine
improvisadas dentro de las casas
con películas “del Gordo y del Flaco”,
de “Jaimito” y de aquel pobre idiota
llamado “Tomasín”.
Padres, tíos y abuelos rememoraban
ideales momentos de infancia o juventud,
mientras un aire turbio, de triste blanco y negro,
llenaba el espacio, no menos triste acaso,
de aquella habitación.
A las seis o las siete
los domingos de las tardes de invierno
el cine era un minúsculo zoo
donde un tiempo irreal superaba el histórico
con las nostalgias, en los mayores irredentas,
de un pasado más puro, más pleno o más feliz.
Yo no tenía los suficientes años aún para saberlo,
pero ya entonces me aburrían
aquellas carcajadas proferidas
por el insulso pretil de tantas bocas
que, con restos aún
de la merienda entre los dientes,
intentaban combatir a cualquier precio
la miseria de la mentira, el silencio y la desolación.
Ahora que aquellas viejas máquinas de cine
han desaparecido de las casas,
como casi todos mis mayores
que hacían posible aquella proyección,
me ha venido a la mente su memoria
al ver una de ellas en una de esas salas de subastas
que renuevan el tiempo
y, con él, la simultaneidad de ejes del dolor.
Vuelvo a ver las películas
y, más que a ellas, veo la oscuridad
de cuanto funda todo tiempo presente
mientras la nada de las cosas teje
una no menos falsa claridad:
ésta con la que miro
aquel tiempo pasado hecho presente ahora
por una concreta coincidencia
basada en una fugaz asociación.
Tal vez lo que ahora pienso
de aquellas tristes tardes de domingo de invierno
no era del todo así, y soy víctima
de otra más de las trampas del tiempo
que añade a lo ya sido
el óxido también de lo que no pasó.
Tal vez sólo por eso recuerdo hoy
las tristes tardes de domingo de invierno
que duraban acaso demasiado
o, al menos, tanto como todavía las recuerdo
en el espacio mudo e irreal del péndulo
en el que la memoria las proyecta
sobre el débil lienzo de la imaginación.
Lo que hay en la memoria es la nada del mundo.
Lo que somos no conoce otra voz.
Su música nos llama, pero no nos responde:
cuando llega a nosotros aquel no es nuestro yo.
Ya no nos pertenecen
aquellas tristes tardes de domingo de invierno
en las que el cine improvisado dentro de las casas
era un subterfugio
para huir del monótono ritmo de los días
y conjurar otra realidad,
que no era exactamente la del cine
sino la que imaginábamos nosotros
bajo el torpe correr del celuloide
a la luz de unas lámparas de cristal color plata
que encendían dentro de nosotros
una multiforme y difusa ilusión
de que algo nuevo y distinto
iba allí de pronto a suceder.
Pero nunca pasaba nada,
nunca pasa nada
salvo las ilusiones que ponemos
en eso que se supone va a pasar.
Por razones que ignoro y no vienen al caso
aquellas viejas máquinas de cine
fueron siendo sustituidas poco a poco
por la televisión
y se inició así la decadencia
de aquella infancia mía
antes de convertirse en juventud.
No sé por qué recuerdo esto
esta mañana, cerca de Florencia,
donde todo es de oro
y millones de ángeles
alancean el aire
con un sinfín de alas
que hieren la visión.
Ignoro qué registro tenemos de las cosas,
pero algunas perduran en nosotros
como, en el verano,
los fáciles compases de una trivial canción.
Las conservamos
Y en un momento dado afloran de su pecio
desde el olvido en el que permanecen
como tantos objetos de la vida
y como las vivencias que les dieron
su antiguo resplandor.
Todo está vivo y muerto al mismo tiempo.
Todo fluye por un río sin fin.
Nada comienza:
lo que digo y yo ya estamos muertos
como lo están estas tardes de cine
que, a la luz de aquellas viejas máquinas
que nos lo proyectaban,
esta mañana, cerca de Florencia,
he vuelto no sé por qué a recordar.
Será que la memoria tiene su vida propia
y que la nuestra se pliega a sus caprichos
que, a su imagen, componen nuestra realidad.
Nos pueblan los fantasmas
como sombras de un cuadro imaginario
en el que se refleja
lo único real que nos pasó.
Aquellas largas tardes de domingo de invierno
en las que vimos proyectadas
en las cómicas figuras de otro tiempo
la pantalla perdida para siempre
de la única vida que merece vivirse:
la de los dulces días de la imaginación.
El resto es calderilla y en muy poco consiste,
pero esa otra vida, de la que ahora hablamos,
¿dónde transcurre, dónde
si no es en el yo,
ese lugar vacío donde no vive nadie,
nunca ha vivido nadie
sino sólo el dolor?
¿A qué lugares muertos
su olor nos aproxima?
¿Qué perfume de tiempo
hay dentro de su olor?
Como una tumba etrusca transcurre la existencia,
aunque su desarrollo es más bien al revés.
Las figuras sedentes que nos miran, no hablan:
comen el oro de los días
y se beben de un trago su difícil color.
Nada los turba sino un sol de bronce
que divide las horas
según su inútil resplandor.
Lo que queda de ellas lo baten
los muertos en la fragua
y cocinan con ello un líquido fulgor
donde las piedras sin idioma hablan.
Nosotros asistimos a su conversación:
los oímos hablar en la distancia
y creemos que somos nosotros,
pero son ellos quienes hablan y hablan sin parar.
Los escuchamos como en el cine mudo
se escuchaba la inexistencia misma de las voces
que estaban, como éstas, sonando sin cesar,
que seguían sonando,
que siguen todavía sonando
como éstas.
Por eso las oímos
las tardes de domingo de invierno
como un coro de ánimas
que sonara y sonara sin cesar.
¿Y qué es el yo sino un coro de ánimas?
¿Qué es el yo sino las voces de un vacío lugar
en el que nunca ha sucedido nada?
Yo he estado en él
algunas tardes de invierno en los domingos
en las que el cine de otro tiempo añadía
a la lenta miseria de las cosas
un raro y tibio resplandor: una
inespecífica nostalgia
que es tal vez la que siento
mientras escribo este extraño poema
en el que vuelvo a estar,
acaso para siempre,
dentro y fuera de mí
como en las tardes de cine
los domingos de invierno
cuando aún ignoraba
la existencia del tiempo
y no tenía idea de que existiera el yo.
Exactamente igual que hoy
que he vuelto a estar fuera del yo
porque he vuelto a estar también fuera del tiempo.
(De Actos de habla, 2009)