Corriente de agua sencilla
FRONTERIZOS (18)
Néstor Mendoza
Lo que traza Jáder Rivera Monje está más cerca del retorno que de los tiempos por venir. Esto define buena parte de su poesía, que nace, básicamente, del acto de escudriñar el pasado rural, de campo, y que prefiere hacer casa en esas áreas del recuerdo. Por ende, los territorios de Jáder no se vinculan del todo con la problemática urbana, metropolitana, de cualquier ciudad moderna. No hay luz roja, verde ni amarilla, ciclovías, calina, edificios en obra gris y transporte público que no respeta las señalizaciones. Con esta escritura regresamos a las costumbres del pueblo, a los paisajes verdes y a la naturaleza recobrada. El tiempo para Jáder se mide con las dimensiones de los árboles y la maduración de las frutas, y en su caso, con la maduración de una papaya, y no con la exactitud temporal de los relojes. El riesgo de este poeta colombiano no recae en el ámbito de lo formal ni en los espacios de la inventiva o del experimentalismo textual. Su riesgo se inserta en los hallazgos que provienen de la experiencia narrada y que evocan ciertos atributos de la tradición española: la manera de describir, las figuras literarias explícitas (como el hipérbaton) y la comunicabilidad de su discurso poético. Rivera Monje no rechaza las grandes estampas de su región natal: el fluir ancho del río Magdalena y el poderoso sol de Neiva, menos aún las amplias cicatrices heredadas.
LA GUERRA
…Y entonces se inicia la guerra.
La hierba emerge de las grietas de la casa
ronda sigilosa la humedad de las paredes
y hecha abajo sus cimientos.
Mas, en los jardines,
en donde el capullo de la dalia engrosa,
pequeñas y dulces mujeres
sacan de sus senos los cuchillos
y derraman su sangre sobre la tierra.
Pero he aquí que la hierba ataca de nuevo.
Silba en lo alto de la loma,
baja ciega y brutal como un suicida
y ahoga con sus hojas los sembrados.
Para entonces,
ya robustos y oscuros hombres
armados de rencor y de metales
han cruzado veloces las distancias
y peleado a muerte con la invasora.
Yo miro impaciente.
De pie, en mitad de los campos, me pregunto:
¿Cuándo terminará definitivamente esta guerra
y se cerrarán confiados los ojos de los hombres?
“¡Nunca! ¡Nunca!”, maldice la hierba.
Y la hierba se levanta después de su muerte
en las noches más frías y lluviosas
para ahogar en verde todo ojo humano.
DOS VISIONES SOBRE EL GRAN RÍO
DE LA MAGDALENA
I
Huele el río en esta tarde,
huele a valle por la lluvia lavado,
a pasto de raíz arrancado,
a parcelas de sol, de arroz y veneno.
Huele a vaca,
a ojo, a piel, a leche,
a pata de vaca en la orilla.
Y huele a canoa delgada,
a corriente de agua sencilla.
Huele a mujer sentada en la arena,
los pies hundidos en el cauce,
los párpados cerrados,
la piel, para el deseo, morena.
Huele, huele a soledad y a calma,
a viento reventado entre las hojas
y a un querer irse entre las aguas,
a un querer no ser,
diluir en el río nuestra alma.
II
Sácame los ojos, córtame la lengua,
amárrame los pies y las manos
con alambre de las cercas caídas,
mas déjame arrullar en el fondo de tu cauce
al niño ahogado cubierto de escamas,
y al hombre sin ojos, sin dedos ni boca.
Déjame acomodarle sus cabellos de medusa,
hablar de su dolor bajo el agua,
montar mi brazo por el brazo de sus padres
y decirles al oído que aún los esperan.
Haz que ascienda desde el fondo
este olor a raíz profunda arrancada con la mano,
este olor a pez y a barro podridos,
este grito de tortura y cráneo relamido.
Sácame los ojos, córtame la lengua,
amárrame los pies y las manos
con alambre de las cercas caídas,
mas déjame llorar siglos, eternidades,
déjame que descanse un poquito,
déjame sangrar, un instante, por la herida.
LISTA DE HOMBRES
Esta es la lista de los hombres que fueron a la guerra
y nunca jamás regresaron.
Esta es la lista de los que aún yacen en los campos de batalla
mientras el tiempo del olvido gira redondo en el cielo.
Julio, el boticario, delgado como una vara;
el que oyó, en una noche silente y sin luna,
pasar la muerte pronunciando todos los nombres,
gritando su nombre al borde del delirio.
Pedro, el carpintero, que murió pensando en su casa:
blancas paredes, umbrales de labrada piedra
y un portal de fortísimo roble que debería mirar al oriente;
y una ventana, por igual, con geranios,
por la que entraran el sol y el canto de los toches.
Miller, el dulce amante que cantaba en las tabernas:
“¡Oh mujeres, mujeres, todas las mujeres!
¡Tan bellas, tan bellas!
Se me llena la boca al pronunciar sus nombres:
Laura, María, Azucena, Beatriz, Violeta.
Ustedes me matan si con esos labios me besan en la boca
si con esos brazos me anudan el alma.”
Esteban, el orfebre, el pequeño dios artesano,
leve como la brisa,
atormentado por los presagios y los espíritus.
El que aún dormido tomaba a su esposa de la mano
para que no se lo llevaran las sombras.
Y Gabriel, el de bello torso,
el hombre por el que cantaban y lloraban las muchachas,
triste entre corazones rotos,
desmadejado por el agua de los ríos,
pálido bajo la sombra móvil de las ramas de los carboneros.
Antonio, el pajarero,
el que solía subirse sobre la techumbre de los bosques,
plantado en mitad de la batalla, desnudo el pecho,
empañados sus ojos por el hondo dolor y la sangre.
Y los gemelos Gutiérrez,
como un reflejo en el agua, uno mirándose en el otro,
confundidos entre el fuego y los metales,
las frentes sangrantes
y sus gritos atorados en la garganta.
Y los primos del otro lado de la loma, ¿te acuerdas?
Los que venían en las noches a cantarnos sus canciones,
los que vinieron una noche
y les cambiaron por fusiles sus guitarras.
Y los señores Fernández que aportaron las armas,
los oscuros cañones por los cuales saldrían dando gritos
sus propias muertes.
Y todos los soldados enemigos, ¿cuáles enemigos?
Mis hermanos, miles entre miles,
temblando como los nuestros de este lado;
sin vida sobre los sordos cauces de los ríos,
sobre los caminos soleados por donde solo pasan las bestias,
boquiabiertos como en mitad de una palabra.
Y también los que murieron de regreso a casa,
los que fueron abandonados en mitad de los caminos,
o sepultados, como hombres sin honor y sin patria;
los que aún son hoy piedra sobre piedra,
polvo sobre polvo, viento, solo viento y olvido.
Y también debo hablar de las mujeres,
porque ellas también murieron en la espera.
Las mujeres de aquí y de todas las regiones de Colombia,
todas y cada una de las mujeres que esperaron
el regreso de sus hombres, que esperaron,
que aún esperan.
LOS MANGOS
Madre,
voy a colgar mi corazón
en una de esas ramas,
para que madure como las frutas
y se lo coman las aves.
Dichoso yo si mi corazón
entra en la sangre de esos seres,
o si una muchacha morena
hunde sus dientes en mi carne.
¿Pero qué pájaro,
qué muchacha morena
querrá mi corazón
para verter en su boca mi vida?
Madre,
voy a colgar mi corazón
en una de esas ramas,
para que madure como las frutas
y se lo coman las aves.
LLANTO POR LA MUERTE DE ESTEBAN
Los hermanos se han reunido para llorar a ese otro hermano ausente. Es octubre. Madre decía que en octubre, cuando el papayo se estirara otro metro, madurarían sus frutos. Mas hoy aún están verdes. Solo hemos tenido noticia de la desgracia. Un rumor muy vago, como un oleaje de voces. ¿Quién lo ha matado? ¿Por qué tierras lejanas un amor o un amigo han limpiado la sangre de su pecho?
La madre viene y abraza los hijos y los hijos lloran con ella. Lloran un llanto de años, porque hace años, muchos años era muerto. ¡Y solo ahora traen la noticia! Todos estamos tristes y hasta duele en el alma escuchar el canto del gallo. Los hermanos ahora se miran y no hablan. Alguien vio el gesto del hermano muerto en el movimiento de una mano y ocultó el rostro para no dejar ver las lágrimas.
Los hermanos se han reunido para llorar a ese otro hermano muerto. Al Esteban que cantaba en la plaza de los pueblos. Es octubre. Madre decía que en octubre madurarían las papayas; pero solo la muerte ha madurado sus frutos.
INFANCIA
Venía la lluvia, despacio, sobre los tejados. Y bajo el chorro de los canales, por las acequias, descalzos y riendo venían los niños. Los niños de los hombres pobres, mientras los otros miraban por la ventana, sonrosados, tristes, bajo enormes sacos de lana. Llovía y era una fiesta allá fuera, sobre las hierbas, sobre los charcos, sobre los altos almendros, quejumbrosos bajo el peso del viento y del agua.
Y yo miraba, niño de rico, a través de la ventana, el juego del agua y el chapoteo de los pies descalzos, pequeñitos de edad y de frío. Yo miraba escurrir el agua de los rostros y empapar toda la ropa, mientras solícita, mi madre, me apartaba de la corriente de viento. Allá afuera quedaba la lluvia sobre la cabeza de los niños pobres, alegrándoles la vida de privaciones, haciéndoles olvidar el hambre y los vestidos rotos. Y los niños pobres sabían de mi tristeza y se acercaban a la ventana, colocaban su rostro contra los vidrios pañosos y conmigo sonreían.