Ignacio Aru

El sol nocturno

 

 

 

 

Ana´s Poem

 

Los rayos han destruido tu cuerpo.

La luz trastocó tus órganos y dejó una grieta negra

desde donde puedo ver

la figura de un caballo

galopando sobre la pradera del veneno.

Madre, tiro de un carruaje sobre las flores

que vi soplar en la figura de tu rostro.

Dejaste a la muerte sentarse en mi cama.

nunca me leíste nada y antes de nacer

regalaste tus pechos.

 

De pequeño decidí no tocar tus huesos

ni dejarme cargar en ellos,

cuando supe que eran las empuñadura

de las primeras rosas de Asia.

Los muertos dicen cosas, desde mi primer recuerdo

se ocultan en tu vientre y te peinan

y te buscan en secreto.

Debo confesarte que no veré mi rostro de viejo,

la belleza y fuerza de mis diecinueve años

han encontrado su gloria en el virgen mes de Junio.

Y ahora que me has olvidado

he venido a mojar tus manos

en el río que se abre

junto a mi casa.

 

 

 

Tekbir

 

Es entonces cuando escuchamos la explosión,

los órganos magnéticos

derrumban el muro de nuestras casas

y la carne se reduce a un movimiento en los rostros

y la lápida del último Sheikh

reúne nuestros nombres en el aire.

 

Al final de la tarde,

una madre conversa con  los restos de su hija

mientras un animal devora sus ojos en otro muerto;

los quemados al levantarse de entre las piedras

adivinan el canto de la madera.

 

 

 

Los Contentos

 

No hay donde saborear nuestras migas,

los bárbaros han  husmeado el fondo de nuestros vasos,

beben de las cañerías rojas, agitan la sangre.

Al fin, la Asamblea, la choza Presidencial,

no son diferentes a las tiendas mongolas de Xanadú

y su civismo salvaje.

Todo el que ande sombrero lo puede usar de vasenilla,

los culos en el colegio

y los niños que juegan a los funerales;

la niñez es un juguete de plástico mordisqueado.

Tarde será pedir perdón

cuando el semen de la sórdida cogida

nos queme los labios.

País de muertos.

Hombres, somos un retrato en una pared de ciegos,

mujeres, campos vírgenes somos en una noche de monstruos,

un poema salido del disparo de una pistola.

No podemos caer al cielo ni ascender al infierno,

clase media,

El Carcelero San Pedro se tragó la llave.

La cárcel es más cómoda,

ingenuos, invisibles, ángeles morenos.

Cuando muramos: ¿Quién nacerá para pagar nuestra deuda?

 

 

 

El sol nocturno

A Juan Carlos Olivas

 

Salta del último tren,

atraviesa los pasillos subterráneos

de la luna de concreto,

camina por las vías que se mueven en la corriente

como los remos de un cuerpo que abraza el burogh.

Lleva una sombrilla

para la tormenta que aguarda en los rayos disecados

cuando tocan  las nubes.

Dice que su cuerpo es una planta

y nuestra piel es de nylon;

dice que primero fue ella y después la lluvia.

Ve dos muchachos entrar a un camino sin nombre,

él lleva un cuchillo en el pantalón,

ella la mano en el pecho;

caminan a través de las arenas de nieve

para no volver a casa

y de algún modo él tampoco regresa.

 

Sube a los cometas que transportan leña,

hipnotizado por las pupilas de los niños

en las que se juntan los astros temblorosos

y se abre la encrucijada de los planetas hechos carne.

Sobre el hombro ve un ángel

sobrevolar con su propulsor,

dejando una estela por las calles vacías

como una brújula suspendida para sus pasos.

Se apresura a seguirlo y es tomado por sus grandes manos

que robó de un cuadro que contempla en Ecuador,

hay una niña colgando en la mente de su cuarto,

oculta de rodillas en la maleza,

mientras crece una navaja de su lengua.

Aterriza en la cueva del bosque

a encender un cilindro de dióxido

Mágnum Adoum, Dum, Dum, Dum.

 

Los cuerpos giran en espirales,

siente un volcán invertido bajo sus pies,

habla de una mujer que sale de su tina con las manos azules

y lo hace beber su muerte en un cuerno,

justo como los dioses acabaron con la sal del mundo.

Se dibujan frente a él sombras de animales que no existen,

el rostro danza en la pared

y frota una piedra en cada mano

y crea el fuego de los altares de zinc

donde los vagabundos cocinan los restos del día.

 

El ángel cabeza de saxofón

lo toma de nuevo en sus llaves afiladas,

desde el cielo ve los lobos arrastrarse como hombres en los techos,

las raíces de los árboles se iluminan

y la tierra es morada desde el espacio.

El sol nocturno apaga los callejones

para las funciones que se proyectan

en los departamentos robóticos.

La Torre Goldman Sachs se pronuncia en un solo idioma

y todos ascienden a Dios en naves de humo.

De sus fauces brota una granada de oro

para destruir la casa de los libros que incendió su madre,

las estatuas a las que reclama

se elevan de sus pedestales

y bailan para él a la orilla del Cooper River.

 

El ángel, se evapora en su espalda,

los botes de los caños transportan  los budas desnudos,

las garzas, los ciclistas y los tigres desnudos

a sus palcos de tierra.

Ha llegado al Castillo de los Muertos,

los arqueros en sus torres,

disparan una flecha a su corazón

y entre las estrellas

crece una constelación  nueva.

Camina hasta llegar a una casa gris

que parece hundirse en la colina,

el esqueleto que duerme dentro

estira su mano tras las rejas

y le regala una hoja

que se transformará en un niño.

 

 

 

Attila

 

Venderé mis diecisiete años

al mejor postor

como Attila se los vendió al diablo.

Que Dios me cuelgue

y me entierre si quiere

como Attila se hundió en su corazón.

El polvo suspira el agua fresca,

el hambre se reclina tranquila sobre mi ropa

y si me estorba, me quitaré la corbata

y me arrancaré el cuello como Attila.

Algún día me iré a pasear en la rueda de un tren

por la noche.

 

 

 

Lupercal

 

El sacerdote trae un perro entre sus manos,

abre su lomo para ver las runas de carne

predecir una constelación

junto al estómago del lobo

y el corazón del hombre.

Coloca los ojos del animal sobre los nuestros,

adhiere su piel a nuestros huesos,

hace resonar el aullido como el eco de los pechos

que reconocen por primera vez el hambre.

Petrifica un águila en su mano

y bendice nuestras frentes

con la marca dorada del vuelo.

Las antorchas giran alrededor del lago

y bebemos de rodillas el agua negra,

y la cueva donde descansa el Fauno

brilla como una galaxia sobre la roca.

Nos dice que la iglesia está en las palabras

que nombraron  a los elementos del mundo,

su piedra se erige en nuestra muerte invertida

para recibir al mes de la nueva edad

con los rostros ocultos en los rostros.

 

Las mujeres aguardan en el monte

entrelazadas por un hilo rojo,

a que brille la estrella de Ulnar

que guía el mar de sangre

por el que navegamos desnudos.

Llegamos como olas que se lanzan

sin reconocer el fin de sus cuerpos,

traemos tiras para azotar los vientres y las espaldas

y nacen niños que nos muestran sus dientes.

Los Gemelos Vendados queman la casa de la infancia

en la que vive un anfibio,

para desflorar la vida entre las higueras

donde las mujeres cuelgan sus cabezas de ciervo

y nos entregan la luna que inviste a la diosa cazadora.

 

 

portada

 

Ignacio Aru (Costa Rica, 1999). Estudiante de Derecho de la Universidad Hispanoamericana. Ganador del Festival Estudiantil de las Artes (2017), en la ra ... LEER MÁS DEL AUTOR