Hugo Lindo

Nocturno con espera

 

 

 

 

La Anunciación
(de Poema Eucarístico)

Dios te salve, Mujer: tu vientre anida
el soplo del Espíritu y la Vida:
eres como un jarrón en que el Señor
ha dejado el perfume de su amor.
Dios te salve, Mujer, porque tú eres
la bendita entre todas las mujeres,
porque no tienes mancha, porque El mismo
bajará por tu sangre a nuestro abismo.

 

  

Dejad, pues, que sucumba

Todo el dolor te navegaba por la sangre.
Un río largo descendía por la historia
hasta llegar a tu lugar preciso.

La sombra iba nadando sobre el río.
El aire
le pasaba la mano suavemente.

Y los sauces lloraban siglo a siglo
sus hojas,
su rocío,
su ternura,
para amparar la soledad del hombre.

Pero era menester que te agobiara
la carga de los días.

Que la noche
se te echara en el alma y te mordiera.

Que la razón del mundo y su pregunta
se te enroscaran en la voz.
Que el vino fuera
vinagre ya en las comisuras.

Y era
indispensable el fuego de los ojos
la sal atroz,
madrina de su brillo.

Y la espina del paso.
Y la aterida
mordida del invierno en la piel tensa.

Sin eso
no serías el hallazgo,
la flor abierta al ámbito del día,
la mano recia
ni la mano dulce.

Sin eso, simplemente, te hallarías
mineral,
vegetal,
seco,
vacío,
rondando apenas el envés del mundo.

La rosa se te dio,
gloria en la vista,
miel del olfato,
levedad del tacto,
porque lloraste encima de sus brotes.

La luz se te otorgó
porque venías
silencioso y sangrante
por el túnel.

La vida misma circuló en tus venas
porque es rojo el color de los suplicios.

Y el amor llegó a ti,
quedó en tu casa,
echó raíces y engendró milagros,
porque venía ya de otras edades
en tu propio dolor,
tu propio tiempo,
tu propio río,
en fin,
tu propia historia.

 

 

Dormiremos aquí

Dormiremos aquí
donde la hormiga
acumula su sórdida riqueza.

Aquí, donde el verano no se atreve
a hincar la azada
ni a plantar la flecha.

Aquí donde el festón de las raíces
se agazapa y enreda.

Dormiremos.

Donde el agua inefable del invierno
se filtra,
leve, queda,
hasta mojar los párpados
y la sonrisa yerta.

Aquí,
taller sombrío en que se forjan
las cosechas.

Dormiremos aquí.

Cerrad la puerta.

 

 

De la poesía

I

Bien: es lo que decíamos ahora.
Encenderse de lámparas sin motivo aparente.
Alzar copas maduras
y beber los colores de la nieve
como quien bebe alas de paloma
o brinda con angélicas especies.

II

Claro: lo que decíamos ahora.
¿Para qué detener en las palabras
lo que se va por ellas, y revierte
en el propio minuto del encanto
a su silencio tenue?
¿Para qué definir lo que pudiera
relatarse jeroglíficamente?

III

Exactamente: de eso hablábamos.
De no decir el nombre de las cosas
ni aquella calidad de las aprieta,
sino sólo su sombra,
mejor dicho, el milagro
sonoro de su aroma.
Dejar que las palabras
por sí solas,
tomen hacia el prodigio
la ruta aérea de las hojas.

 

 

Última fuga

Era volviendo la emoción arriba,
Trasponiendo la leche de los astros
Hasta llegar al corazón del día
Por nuestro propio corazón de barro…

Era olvidando el grito y la sonrisa,
La móvil trayectoria del gusano,
La dimensión y el fuego de la herida
Que nos convierte en huéspedes del llanto

Era yéndome a patrias imprevistas
Por caminos de amor, cilicio y canto:
Como San Juan, como Fray Luis solían
Vagar en la neblina de los páramos:
Como Teresa fuerte, dulce y fina
Se iba en la miel de sus silencios altos…

Era así, renunciando a nuestra ínfima
Condición de pupilos del espacio,
La posesión exacta de la huida
Y el inefable beso del milagro.

 

 

Figura y alabanza de don Miguel de Cervantes Saavedra Lepanto

Lepanto. Las galeras venecianas
Tremolan sus pendones. Hay un surco
De fuego entre las áncoras cristianas
Y las quillas del turco.

Ruge la mar, ahíta de pavores.
Se alzan las medias lunas y las cruces
Y el aire se ensordece de tambores
Al trueno rojo de los arcabuces.

El jefe veneciano, Barbarigo,
Tiene un velo de sangre sobre el ojo;
Pero aún está de pie, y el enemigo
No ha logrado templar su fiero arrojo.

Don Juan, el Serenísimo, avizora
La galera cristiana en donde está,
Clavada en una pica vengadora,
La cabeza feroz de Alí Bajá.

Al frente de la nave “La Marquesa”
—viva estatua de carne, humano cedro—
Alienta a los titanes de la empresa
El Capitán Francisco de San Pedro,

Cuando del fondo del navío, advierte
Surgir una figura desolada
Cuya color es de amarillo-muerte,
Que sólo tiene vida en la mirada.

 

 

Nocturno con espera

Ha de llegar. Se ignora todavía
Quién habrá de llegar. Y aunque se ignora,
Nos lo está repitiendo hora tras hora
El corazón, maduro de alegría.

Ya sucumbió el horóscopo del día.
Ha de llegar precisamente ahora
Que una indecisa luz baña y decora
El cielo, estremecido de poesía.

Ha de llegar… y en esta vana espera
Desmaya la ilusión… ¡Si alguien supiera
Quién o qué llegará!… Pero se ignora

Su línea y su color y su estatura…
Solamente adivina la locura
Que ha de llegar, ¡precisamente ahora!

 

 

Casi de vuelta

Casi de vuelta. Casi
en el preciso punto de partida.

¡Y volver a empezar, porque la rueda
se detiene un instante, y luego gira!

¿Cuándo será el reposo verdadero,
sin sombra de inquietud ni de fatiga?
¿Cuándo el cerrar los ojos, y con ellos
abandonar el llanto y la sonrisa?
¿Cuándo pasar definitivamente
a un aire sin orillas?

Aún los duendes del viento
cruzan entre los árboles y vibran:
aún hay sombras clavadas como lanzas
en el pecho del día
y puñales de luz en el espacio
en que soñaba la tiniebla misma.

Y yo sé que es fugaz la luz que canta
como es fugaz la noche que agoniza.
Sé que es fugaz la imagen del silencio
como es fugaz la voz que lo ilumina.

Debo viajar entonces hacia donde
ni la luz ni la voz se contradigan:
al lugar en que estuve, y no recuerdo,
al polen, al estambre, a la semilla.

Hugo Lindo Fue un poeta, novelista, diplomático, político y abogado salvadoreño nacido en el Puerto de La Unión (El Salvador), el 13 de octubre de ... LEER MÁS DEL AUTOR