La estación destructora
La calaca
En la danza
el cordel, la gritería;
de azúcar es tu hueso
y en tu frente
la burla de la vida.
La carcajada reina en el mercado
con curvada alegría;
la flor de la casa de los muertos,
el duro sempasúchitl,
decora las cazuelas de la ofrenda;
las mujeres lloran embozadas
—en este sitio hay que ocultar las lágrimas,
sólo se admite el pálido sollozo,
el discreto aletear de las entrañas—
y el macho grita en su guitarra oscura
las coplas retadoras:
¿”en qué quedamos pelona,
me llevas o no me llevas”?
Los cerros inclinan la cabeza
y alguien dice en la noche creciente:
“viene la muerte cantando
detrás de la nopalera”.
La luna de noviembre es un gran cráneo
y el país entero llora de risa.
La emperatriz
Un paisaje de minaretes,
pájaros,
aguas violáceas,
callejuelas torcidas
con gatos y palomas,
turbantes,
las palabras llamando,
la oración en la alfombra,
el pórtico que enmarca
la claridad rabiosa.
La emperatriz desnuda
se acuesta con la luna.
—El poeta oculto mira
la luna de sus nalgas—.
Deslumbrado agoniza
el buitre del profeta.
La emperatriz sonríe
y envejece de pronto;
cuelgan las tetas mustias
y en su cruel calavera,
como en la noche muerta,
la luna derrotada.
La fuerza
Aterido, sobre la acera húmeda
—en su cara la sombra del miedo acumulado—,
busca el hombre su fuente de alegría.
He conocido tres o cuatro hombres felices
que decían sus cálidas canciones
con sólo andar,
con estrechar las manos,
sonreír,
cumplir cada jornada
con naturalidad de girasoles.
Tenían la plenitud
en su jornal discreto,
las calles sucias,
la inaudita naranja
en medio del invierno,
una flor en el viento,
la sopa compartida.
Gozaban su pan, el lecho,
la compañía y la espera,
el sol, la lluvia,
la soledad en calma
y el principio de todos sus trabajos.
Tres o cuatro hombres simples,
fuertes y temerosos,
parados en la acera,
bajo el cielo de todas las ciudades,
cuando suenan las alas
del ángel sin memoria.
El juicio
Esta carta aparece al lado del espejo.
Se reflejan los símbolos usuales
y una guirnalda rota
se enrosca en las paredes.
“No soy el primer hombre que va a morir”,
y sin embargo sobrecoge
este fracaso natural.
Hay que cubrir el papel
con la dignidad de un cómico viejo,
hacer el mutis sin aspavientos
para no robarnos la escena;
pedir que no nos sobrevenga
el sentimiento de dejar huérfano al mundo;
evitar las declaraciones finales,
los testamentos sacros,
la efusión de moralina
y la escena de “la muerte del justo”.
Irse como todos los seres humildes
y pequeños de la naturaleza:
los perros callejeros,
las flores silvestres
y los elegantes paquidermos
que se ocultan en el bosque.
Tal vez una mueca ante el dolor;
todo debe recordar al cine mudo
y homenajear en silencio
a Buster Keaton.
La estación destructora
¿Dónde te esconden,
oh consuelo del mundo?
Novalis
Agitando las manos hasta llegar
a la agonía perfecta.
Con los ojos abiertos
a las pequeñas cosas,
presintiendo la llegada
de la estación destructora.
El miedo en el jardín
acongoja
al frío de la estatua.
Tendidos en la hierba
esperamos el momento
de la siega.
No hay más realidad
que esta pálida espera
no hay más voces
que las del miedo oculto
tras la sombra
de esta noche interminable
que se desploma
sobre el jardín.