

Presentamos tres textos claves del gran poeta argentino.
Horacio Castillo
Bosque en llamas
Esta intrincada red de ramas y reflejos es nuestro hábitat.
Aquí edificamos, en el fuego. Y una ola más pura que el aire,
más clara que el agua, socava los cimientos.
Abre la ventana: el bosque en llamas.
Pisa el umbral: la vida camina sobre las brasas.
Aquí edificamos, en el fuego. Y alrededor,
un orden nuevo condenado a morir,
un orden viejo condenado a nacer.
Abre la ventana: la vida al rojo.
Pisa el umbral: ceniza celeste.
Aquí edificamos, en el fuego. Y el alma,
como un pavo real, abre su cola en el incendio.
Alaska
El ojo de la foca –mi amuleto– me llevará hasta el oso blanco.
¿Hay algo más bello que perseguir al oso blanco en el océano blanco?
Hace muchos sueños que sigo sus rastros, estas pisadas
en la nieve que el viento borra y no llevan a ninguna parte;
y los ojos, de tanto mirar, ya han dejado de ver.
Pero a veces, en la inmensa blancura, he creído escuchar una especie de lamento,
un bostezo no parecido al de ninguna otra criatura viviente;
y cuando aparecen los primeros pelos de la sombra
y el sol sangra cada vez más hasta desaparecer,
alguien ha visto una silueta sobre la ladera
convirtiendo la noche en día, la oscuridad en luz.
Ahora se ha agotado el aceite de la lámpara,
las estrellas emigran hacia la tierra del caribú
y los hombres, excitados, colocan las trampas,
esperan la presa que se oculta para mostrarse.
¿Qué es ese resplandor en la escarpada colina?
Tres veces he frotado el ojo de la muerte,
tres veces prometí las vísceras a los hombres y los perros,
tres veces ofrecí como cebo mi corazón.
Y un día temblarán los cielos y la tierra,
un día la vara mortal atravesará su cuerpo,
y entonces colgaremos de un asta su vejiga
para ahuyentar la sombra y el espíritu de la sombra
Luego arrastraremos sus restos cuesta abajo, hacia el mar
y envueltos para siempre en la piel inmaculada,
seguiremos la marcha riendo clamorosamente
y dándonos los unos a los otros grandes palmadas en la espalda.
Tren de ganado
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos el nombre de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.