Horacio Castillo

Generación

 

 

 

 

Culto

 

Cada vez que llega ante la sepultura

besa la cruz, mueve desconsolada

la cabeza de un lado al otro

y se pone a ordenar silenciosamente las flores.

 

Va y viene a la canilla cercana,

cambia el agua del cántaro,

y cuida que las hormigas no avancen

sobre la tierra todavía removida.

 

Luego recoge lentamente sus cosas,

besa de nuevo hasta mañana la piedra,

y regresa por la soleada avenida

donde siempre canta uno de esos pájaros

que cantan en los cementerios.

 

 

 

 

Arriba y abajo

a Holderlin

 

Arriba nada ha cambiado en todos estos años:

la luna sobre el álamo,

la cresta de los techos,

el altillo donde el señor Scardanelli

reverencia cada día a sus huéspedes.

 

Abajo crecieron y tuvieron hijos,

van y vienen por vituallas y noticias,

o vuelven como ahora de enterrar algún muerto

y saludan de paso al carpintero vecino

que tiene como inquilino a un dios.

 

 

 

 

Micenas

 

Las nubes pasan sombrías sobre la piedra

donde en vano se buscan rastros de la sangre

que enjugó para siempre la tierra

rica alguna vez en caballos.

 

Por donde pasaron los enseres

hacia el mar y la guerra

ahora una bocanada como de tumba recién abierta

sale al encuentro del viajero.

 

Y desde la terraza, si se mira

la ocre y áspera llanura,

todavía se escucha el luciente bronce

y resplandece el rostro de oro.

 

Pura ilusión, nostalgia de los hombres

a quienes la inteligencia sosegó el corazón

y no saben ya tensar el arco de la vida.

 

 

 

 

El gran cacique Watchtaker hace llover

 

El gran cacique Watchtaker danzó frente a los automóviles,

escupió al norte, al sur, al este y al oeste,

y levantando las manos exorcizó las nubes.

 

Sea porque los meteorólogos lo habían anunciado

o porque tenía ciertamente poder sobre la atmósfera,

cayeron varias gotas y luego otras

hasta desencadenar un diluvio sobre la región.

 

Incrédulos, algunos trataban de salvarse

y miraban subir el nivel del agua

que Watchtaker no podía devolver a los cielos

llena de residuos, cadáveres y perros ahogados con los grandes ojos abiertos.

 

 

 

 

Un caballo canta sobre la tierra

 

No es necesario atarse a un árbol.

Hay que abrir los oídos, preparar la visión,

inhalar el vapor que sube del abismo.

Entonces aparece bajo la noche azul,

ensaya su escorzo contra los astros

y clava el canto en nuestra carne

que se desangra dócilmente hacia la oscuridad.

Una vez a cada hombre es dado este prodigio.

 

 

 

 

Generación

 

Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable en los ojos,

a veces nos creíamos criaturas heroicas

y corríamos a las plazas. Escuchábamos

bellísimas palabras, las voces se otorgaban idéntico calor

y sentíamos el placer de la acción.

Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente,

comprendíamos. Y al salir el sol,

mientras los escarabajos emergían de las piedras,

avivábamos el fuego para ahuyentar la peste

y llorábamos por la siguiente generación.

 

 

 

 

Dice el escriba

 

Me cortaron la lengua, las orejas y la nariz,

hicieron con mi piel un gong y con los músculos un hato,

sembraron las vísceras las carreteras,

y aun dejaron los huesos en las cornisas y los árboles,

colgados de los postes telefónicos,

expuestos para siempre a los perros de la madrugada.

 

 

(De Materia Acre, 1974)

Horacio Castillo (Ensenada, Provincia de Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010). Poeta, ensayista y traductor argentino. Fue también miembro de número de l ... LEER MÁS DEL AUTOR