Horacio Castillo

Croar del alma

 

 

 

CROAR DEL ALMA

Cuando mi alma, como una rana, salte a la nada,
la oirán croar, croar toda la noche,
croar arriba y abajo, al este y al oeste,
hasta que el ojo monótono de la luna llore en los pantanos,
hasta que cese el espanto y empiece la eternidad.

 

 

TUERTO REY

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.

 

 

HICE UN HOYO

Hice un hoyo en la tierra
y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.

 

 

PARA SER RECITADO EN LA BARCA DE CARONTE

El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

 

 

LA TOMA DE CONSTANTINOPLA

Las naves, colocadas sobre rodillos y tiradas
por bueyes, descendían por las laderas
con las velas desplegadas y cada remero
en su puesto. Así, con esa visión —porque
creímos que era una visión— comenzó nuestro fin.
A la noche sacamos los íconos, los huesos
de los santos, cruces y pedrería, las reliquias
—el diente del loco que habló con su caballo,
el dedo meñique del pastor de lobos,
el centímetro de piel que jabonó la muerte—
y recorrimos la ciudad entonando himnos.
En vano: el tiempo se había cerrado detrás de nosotros
y una fuerza irresistible cortó por lo sano
lo que estaba sano o por lo enfermo lo que estaba enfermo.
Habíamos vivido en el interior de un huevo
(el huevo sin salar de la Creación —decía)
y nunca pensamos que fuera del mismo existiera algo
y menos un poder suficiente para cascarlo.
«Han puesto una cuña en mitad del sueño
y ahora tendremos que soportar de nuevo el destino:
si esto o lo otro, hacia aquí o hacia allá, qué, dónde,
nosotros que conocimos la gracia de la verdad
y de su mano habíamos llegado hasta el cielo».
«Es el fin, my only friend, el fin —contesté.
De los planes que elaboramos, el fin; de todo
lo que perdura, el fin; sin sorpresa, el fin.
Toma, pues, la autopista del desierto,
cruza conmigo el lado salvaje del dolor.
Starfucker, starfucker, este es el fin».
«Quiero bailar al compás de los salmos,
bailar frenéticamente al ritmo de la pena madre.
Déjame olvidarme del hoy hasta mañana
¿o ya es mañana y hoy es el fin de todo?
Sálvate solo, ya que yo no te he podido salvar»
Habíamos comenzado a escapar, las llamas
bloqueaban rápidamente todos los caminos
y volvíamos una y otra vez la cabeza
Para ver cómo nacía una nueva civilización.
«No quiero morir en el lecho de una euménide —grité.
Espérame en la tierra del sueño más azul».
Pero ya había crecido la maleza en la Historia y en sus ojos.

 

 

EVA REVISITED

¿Cómo pudo recaer sobre mí semejante infamia,
propagada automáticamente de boca en boca,
generación tras generación? Yo madre de la culpa,
yo responsable de la Caída, yo arrastrando
a la humanidad hacia la condenación y la muerte.
Hasta proclamaron que el primer Mesías era insuficiente,
que hacía falta otro para borrar mis rastros.
¿Pero alguien se preguntó por qué, si el hombre necesitaba compañía,
no crearon otro hombre, por qué no hicieron hablar
a una planta o un mono? No, me creó a mí,
lo que implica el designio de involucrarme
en la trama siniestra: la culpa de las culpas.
A mí, que no estaba en el proyecto original,
y por eso mismo exenta de toda coerción.
Huesos de mis huesos, sí, carne de tu carne, sí,
pero el alma absolutamente mía.
Eso me sedujo: la libertad, y al oír el suave
susurro sabio —la instigación— corrí en tu ayuda,
al fin y al cabo para eso había sido creada.
¿No fui también yo la primera en hablar?
Porque no puede decirse que haya hablado
Dios en el acto de crear, ni tú al nombrar
los animales del campo y las aves del cielo,
ni tampoco el silabeo de la serpiente.
Yo hablé, yo traje al mundo la palabra
para ti, para mí, porque hablar es desear.
Sin mí hubieras sido lo mismo que un árbol
o una piedra: simplemente naturaleza. Por eso
te di a probar el fruto —toda yo fui fruto en tu boca—
y la mordedura que rasgó mis entrañas
nos hizo conocer lo que se nos quería escamotear.
Y qué alegría al descubrir nuestra desnudez,
reconocerse el uno en el otro, el rasgo de pudor
que nos separó para siempre de la bestia.
Habíamos roto el orden prescrito,
la materia se había expandido hacia adentro
hasta negarse a sí misma y liberar una fuerza
tan poderosa que dio sentido a lo creado.
Pero ven otra vez como en la noche aciaga,
vuelve a tomarme por primera vez,
hiende, cava, arranca de cuajo todo
todo nada muerte vida más ahora sí.

 

 

LA CASA DEL AHORCADO

Las puertas estaban abiertas, las ventanas estaban abiertas,
las paredes horadadas como por un trépano,
y donde había estado el techo ahora sólo se veían
vigas rotas y hierros retorcidos.
La luz entraba violentamente por todas partes,
descubría frescos obscenos en la mancha de humedad,
doraba las hornacinas donde dormían las paloma.
En el centro de la sala, junto al brasero apagado,
una mujer vestida de rojo devanaba en la rueca un hilo negro,
como un cordón umbilical que salía del fondo de la tierra.
En otra habitación, mascando restos de tul,
una niña miraba las hormigas que subían al lecho
y oscurecían el lado izquierdo de la almohada.
Y en el patio, donde triscaban las cabras,
un niño recogía ojos multicolores,
hasta encontrar su propio par de ojos
con los que veía por primera vez la oscuridad.
Detrás del limonero, junto al pozo ciego,
dos jóvenes se vendaban los ojos,
mientras la gente iba y venía, recorría
en silencio las habitaciones, tomaba fotografías,
caminaba hasta el fondo donde una muchacha con cabello de azafrán
vendía escapularios y souvenirs: madera del árbol nefando,
fragmentos de la cuerda que había entibiado el cuello,
el ojo al fin azul del prisionero.

 

 

DICE EURÍDICE

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
«No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia».
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: «Lo lejano, sólo lo más lejano perdura»

 

  

TREN DE GANADO

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.

 

 

EL FOSO

Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos
y pasé bajo el arco donde estaba escrito: Aquí termina el mundo.
¿Dónde estamos? —preguntó el niño que todavía no había nacido.
En ninguna parte —contestó el hombre que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? —preguntó el hombre escondiendo los ojos en el bolsillo de la chaqueta.
En ninguna parte —contestó la mujer plegando su cabellera como un mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada, y la jornada siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? —preguntó el hijo templando las cuerdas de las alambradas.
En ninguna parte —contestó el padre pasando una esponja sobre los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.
¿Dónde estamos? —preguntó el muchacho con el cordero sobre los hombros.
En ninguna parte —contestó la muchacha con el ramo de nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? —preguntó el niño con el rayo de sol entre los dientes.
En ninguna parte —contestó el anciano revolviendo el caldo negro de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? —preguntó la niña que dormía con el ave fénix en sus brazos.
En ninguna parte —contestó la madre con el balde de olvido sobre la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.

 

Horacio Castillo (Ensenada, Provincia de Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010). Poeta, ensayista y traductor argentino. Fue también miembro de número de l ... LEER MÁS DEL AUTOR