

7 lecciones que un joven aprendiz escribe en su cuaderno y en las esquinas de las páginas de un libro de Emilio Coco
Por Juan Suárez Proaño
Iban y venían, riendo, hablando, los poetas que se reunían a celebrar la séptima edición de Paralelo Cero. Era el año 2015. Entonces, yo pensaba que un poema lo purificaba todo. Yo pensaba, tímidamente, que la poesía estaba hecha para aterciopelar las cosas, para despojarlas de su dureza, para afeitar la piel de los erizos y ablandar las colas de los alacranes, para convertir en circo los hospitales y las casas abandonadas. Yo pensaba, y quién no, quién no lo pensó alguna vez en su vida, que en el poema no existía un callejón para las duras verdades. Pero nada o muy poco importa lo que uno piense cuando de entre las sillas se levanta el poeta Emilio Coco, con rasgos y pasos latinos, y toma el micrófono con su voz queda y entonces todo es la música de un soneto, todo es el ritmo y el canto de un poema pulido y abrillantado con la herramienta que más prefiere: el perfecto metro italiano, el mismo idioma de Dante, ese lenguaje que parece ser un claro superviviente de los más estrechos pasillos del inframundo. Aquel soneto cantado por el poeta –que luego repitió en español para la audiencia fascinada la voz de Marco Antonio Campos– rezaba la historia de un amor vencido por los años, por la quietud, por las rutinas, pero vivo. Le bastó un poema a Emilio Coco para incinerar a la poesía aquella tarde de un verano en el año 2015. Ahora, 5 años más tarde, después de leer y releer y buscar y repetir ese soneto que titulaste La nostra casa, me confieso un aprendiz que se atreve a hacer rayones a los pies de tus poemas; un lector tomándose la osadía de subrayar tus versos que son una lección de sencillez y de oleaje, de cataclismo, de huracán poético. Ahora que, cinco años más tarde, con la misma timidez poética de aquel 2015, tengo la dicha de estar sentado aquí, en este Paralelo Cero que te entrega un homenaje, siento frescas e insistentes tus lecciones, esos consejos de sabio sobreviviente que tus poemas dejan caer sobre los ojos asombrados de tus lectores. Voy a recordarlas, a forma de gratitud.
1. La poesía es tocar la navaja de la vida sin usar guantes que nos protejan. Emilio Coco no se viste con disfraces; el poema no es una excusa para librarse del dolor, no usa al arte como una manta protectora ante los metales ardientes de la angustia. ¿Para qué querría el poeta mentir? La poesía muestra la desnudez de las cosas: de lo más simple y de lo más herido, de lo agónico y de lo que palpita en existencia. En la poesía no tiene por qué haber una enfermedad romantizada, no tiene porque haber un escombro glorificado. No hay espacio para dolores mártires, sino para dolores reales. En la poesía no existe aquel extraño dios que inmortaliza lo bello: los amores también envejecen, también se llenan de úlceras; los cuerpos se agotan, los cuerpos se hartan de esperar por el cuerpo inútilmente soñado. Así nos dicen los poemas de Emilio Coco escritos, por ejemplo, en El don de la noche y en El amor tardío: obras máximas de la honestidad poética.
2. Todo poeta —o quien se precie de serlo— debe tener cuidado con la honestidad. Es verdad: no sirve de nada ponerse guantes para tocar la vida, pero nuestras manos desnudas deben hacerse con la piel de un lenguaje poético, de un idioma lírico que multiplique la intensidad del corte, pero que nos permita resistir. Emilio Coco es un poeta de lirismo fino y minucioso. Sin las palabras correctas, sin los tiempos precisos en los silencios, sin las metáforas colocadas en su sitio exacto, la honestidad sería solamente un atisbo de crueldad, una crónica, prosa, un aburrido espejo, un abominable recordatorio. En un mediocre o irrespetuoso oficiante del verso, la honestidad –tan luminosa en Emilio– puede resultar un acto peligroso, una guillotina al cuello, una burla hacia el lirismo, una trampa.
3. La poesía es, ante todo, ritmo y música. Como le enseñó el hermano, como lo recuerda Emilio en sus versos, la poesía debe tener su música propia. Gustoso del endecasílabo y su danza silábica, Emilio sabe que un poema es una composición donde cada acorde ocupa su espacio y su tiempo preciso, donde cada acento es un baile, una barca que se arrulla, rítmica, en el oleaje del idioma. Traductor incansable de poesía, Emilio invierte las horas en su estudio buscando una forma precisa de conservar las sílabas sonoras y las pausas, las violentas carreras de las palabras a lo largo de un poema. Ritmo y música, la poesía es un eco de los padres griegos, de nuestras musicales lenguas latinas y nuestros ancestros de maíz; la poesía es un pacífico y emocionante retorno a esa lírica que llegó alguna vez a este mundo para ser cantada junto a un tambor, una cítara o un estremecedor acompañamiento de palmas y maderas crepitantes. Un poema que no cante es un poema estéril.
4. Hay que honrar a los maestros, reconocerlos con humildad, darles el beneficio de la gratitud. Cada verso de Emilio Coco es un antiguo homenaje a los maestros clásicos que tanto leyó y releyó. No teme reconocer en sus poemas la compañía de Catulo, el consuelo generoso de Safo en los momentos de desolación, la dura piedad que le ofrecen las palabras de Lorca. No hay que negar la tradición y tampoco hay que renegar de los que vienen después de nosotros. Emilio lee a los grandes maestros, pero también entrega su tiempo a las lecturas de la poesía más joven, de los poetas neonatos, de aquellos obreros del verso cuyo trabajo es más un acto de fe, un aprendizaje. La poesía de Emilio Coco no le debe favores a nadie, pero jamás se atreve a desconocer o a descreer de los poetas que ocupan su lado más amplio del corazón. Así es también su labor de traductor: le apuesta a los poetas de una lengua que adopta y ama como suya. Coco demuestra que la poesía —ya sea creada o traducida— es una labor de reconocimiento, de lectura y de altruismo.
5. No hay que fingir desprecio por los grandes temas universales. No hay que pretender inventar las aguas pantanosas, no hay que hay rendirse ante las falacias de los que dicen enamorarse de la novedad, de lo efímero, de lo moderno, de lo nuevo, de lo brillante, de lo desconocido. Nada es misterioso para la poesía, y todo lo es al mismo tiempo. La honestidad siempre será innovadora, ella dará nuevos aires a los grandes significados universales. Emilio es la prueba de que la sinceridad es ciertamente novedosa: un poeta que habla con honestidad de su amor, de sus debilidades amorosas, de sus flaquezas y sus desengaños, es más creador, más moderno que el poeta que finge no conocer la palabra deseo y pretende ignorar el vocabulario amoroso.
6. Para escribir poesía no es necesario huir de la cotidianidad. Lo cotidiano es un concepto peligroso, banalizado, despreciado en nuestros tiempos poéticos; y valiente es el poeta que se atreve a retratarlo con minucioso entusiasmo. La poesía de Emilio Coco no camina por los lugares de la impostura: su ser poético no está hecho para fingir ser más o menos joven, más o menos valiente, más o menos entregado al llanto, más o menos digno, más o menos loable, más o menos merecedor de nuestra empatía. La poesía no exige que neguemos las huellas y los escupitajos que el tiempo nos va dejando. Los poemas de Emilio no le exigen abandonar el mundo de lo cotidiano en donde una pequeña fisura en la rutina puede ser verdaderamente asombrosa. Pero el monstruo de la poesía es capaz de crear las composiciones más bellas con los elementos más comunes y cercanos: una mesa, un celular, una muchacha que cruza y despierta el sueño vespertino del deseo, un libro que está ahí día tras día; un camión, una necesaria utopía diurna, una nocturna e infalible decepción.
7. Debemos, es imperativo, recordar a los otros, pensar en los humillados, apostar por los derrotados, acercarnos a lo más sencillo. La poesía es algo que no tiene singularidad, algo que no tiene un solo cuerpo: los poemas de Emilio Coco son cantos a esos seres que pueblan el mundo junto a él, que habitan los libros a su lado o que se sientan en una banca, en una plaza helada por el invierno, y con sus gestos vencidos le cuentan, pacientemente, su historia. La poesía de Emilio es una lección de quién aprendió la gratitud: una gratitud pícara muchas veces –cuando reconoce la bendición que son las cajeras de los supermercados y sus blusas holgadas que recuerdan sueños de profundos erotismos–; y una gratitud otras veces humilde, casi religiosa, casi beata, Franciscana y apostólica cuando —con el corazón expuesto al abandono— el poeta agradece «desde el alma» por la compañía minúscula de una paloma que picotea migajas a sus pies. Emilio Coco lo sabe: las compañías, esas son las que hacen el verdadero poema. Bien, desde 2015 hasta este extraño, insípido 2020, estas lecciones se han hecho sangre en nuestras arterias poéticas. Emilio, también tu labor de traductor que no conoce la fatiga, tus manos que se tienden al fuego en favor de nuestra poesía, de darle voz, de darle un lugar justo, se ha convertido en un ejemplo para todos los que tratamos de defender al poema. A la literatura y a su historia no podemos engañarlas. Y a pesar de que tu corazón, querido Emilio, prefiera la humildad y el silencio donde es posible oír la música de los poemas aprendidos y repasados junto a tu hermano Michele, aunque prefieras los que haceres simples y los libros de pastas duras que solo miran y no hacen preguntas dolorosas, aunque prefieras la oración callada, tu voz, Emilio, es una promesa, un llamado, un huerto de honestidades. Por eso y por mucho más, te debemos nuestra gratitud.