Otoño en Nueva York
OTOÑO EN NUEVA YORK
(Visiones de 1983)
1.-El Espíritu Mayor de Nueva Guinea
Es fálico el Espíritu Mayor de Nueva Guinea en el Metropolitan Museum:
es demencial el color de los ojos en el vientre amarillo, sólo amarillo,
donde lo más profundo del ombligo es la boca,
el ombligo siempre es la boca de una figura
que acaba por parecerse demasiado a sí misma,
como aquellos pájaros que sólo pueden volar entre las nubes de Nueva Guinea
y cubren los ojos del ombligo, los ojos del primer vértigo
y del último, al modo del Dios de los Espíritus:
todo es ocular y umbilical en Nueva Guinea.
Oscuridad en el ritmo, amarillo en las líneas
que se curvan, muy cerca del azul, hacia el fondo de sus límites
donde cada figura termina por esfumarse en círculos concéntricos:
el Espíritu Mayor tiene tres metros de altura,
boca en forma de ombligo múltiple, la boca siempre es el ombligo
que acaba en una trompa, costillas como espátulas,
rótulas divertidísimas, como de espectro antediluviano,
y el sexo transfigurándose poco a poco en nebulosa.
Ocres, negros, amarillos en el azul de unos labios
cuya única virtud es extraviarse como aquellos pájaros que todavía cantan
y sólo pueden volar entre las nubes de Nueva Guinea:
qué fuerza centrífuga en los círculos concéntricos
donde los ojos del Espíritu Mayor agonizan y resucitan para siempre.
2.-Desnudos en el sótano
Elisabeth se desnuda en el sótano del Aberdeen Hotel:
tiene la cabeza chica, como de tórtola,
y nació durante el invierno en un sótano de Hamburgo,
diez años después de la última guerra.
Su cabeza es erótica, como de tórtola ensimismada por el miedo,
y a menudo se burla de sí misma
sin que nadie pueda saber en qué momento
se burlará de los huéspedes que se burlan de ella.
Sigmund, el único nieto de la señora Helen,
se desnuda con entusiasmo en el rincón más húmedo del Aberdeen Hotel:
su cabeza es un fenómeno sutil, ni muy grande ni muy chica,
y nació durante aquel otoño, diez años
después de la última guerra, en una clínica de Salzburgo.
Su lengua es muy confusa, como de gran filósofo
ensimismado por el espíritu burlón y el miedo de su tórtola.
De pronto se abrazan y bailan desnudos entre botellas vacías
como si recién hubiese terminado la última guerra.
3.-El Puente de Brooklyn cumple 100 años
No hubiéramos perdido el equilibrio bajo estos arcos góticos,
pero el frío del otoño es inclemente:
fiestas del centenario en el humo de las torres de granito,
la calzada y la cestería en los cables del Puente de Brooklyn
donde la pirotecnia de John Roebling, el ilusionista,
acabó por convertirse en esta arquitectura de espirales de hierro.
Fuegos de artificio donde la piedad casi no existe
y al fin se eleva, como sombra de un espacio vacío,
la taumaturgia de los nuevos colonos.
Otoño de 1883 en el Puente de los Desamparados
donde esta nueva Edad Media
–en lo que al enjambre del hierro se refiere–
es una estructura construida por hombres,
más que por máquinas:
delirio levantado a mano, tejedura
por tejedura, hilo por hilo, y no importa
que Montgomery Schuyler, el crítico principal de la época,
se muerda los labios en señal de angustia
y manifieste al fin su absoluta desconfianza.
Catedral tendida como un esqueleto
en su propia hamaca, un esqueleto que tiembla
sobre el precipicio de la noche:
cama o columpio, cama o trapecio,
hipertrofia del gótico en el espíritu de los inmigrantes,
y la inquietud o el júbilo de la piedra
que en la aguja más alta de los rascacielos
descubre la naturaleza fluvial de los dioses.
Tal vez hubiéramos perdido el equilibrio, más allá del otoño,
si triunfa el criterio de Montgomery Schuyler
–“Esas torres de piedra son retrógradas…”–,
pero finalmente el humo se convierte en el acero de las torres
que suben al cielo y fundan la época de la transfiguración virtual.
Última visión del siglo XIX en medio de la lluvia:
desde el Puente de Brooklyn alcanzamos a ver a Groucho Marx corriendo
bajo la pirotecnia de John Roebling, el gran ilusionista,
el taumaturgo que al fin nos hizo perder el juicio
y ganar toda la gracia en el tejido de esta catedral de espirales
donde el gótico es la primera y la última imagen
de la naturaleza fluvial de los dioses
extraviándose en el Puente de los Desamparados.
4.-Mundo de caricaturas
Lo patético y burlón, lo muy burlesco de esta comedia
donde la travesura y el asombro son una luna de miel
en los rincones del Aberdeen Hotel, muy cerca de los hindúes
que balbucean el español junto a los saltimbanquis
cuyas sombras se deslizan, noche a noche, por la Avenida Broadway.
Un mundo de caricaturas
encima de la cama de nuestra habitación donde los cuerpos
con sus narices muy largas, apenas se reconocen en medio del espectáculo.
Cuna y tumba de los amantes que desconocen
las buenas o malas arte de la carne transfigurada en música
de fin de siglo, como en un ritual que purifica.
Ellos sólo devoran palomitas de maíz
mientras observan a Michael Jackson en su movimiento
sinuoso y recurrente, la peristalsis
en la pantalla casi líquida del televisor:
hipnosis, cuna y tumba de los amantes, hipnosis
como en un acto de eucaristía, descubriendo el latido de Rhapsody in blue
con la Filarmónica de Nueva York, y Gary Graffman al piano.
Un tobillo iluminado por otro, un violín deslizándose
a través de las nubes como la sombra de un perro bajo la lluvia,
una rodilla que de pronto pierde su equilibrio.
–Déjame hundir esta lengua en tus labios–
sonríe el aprendiz cuya memoria es un elogio de la melancolía.
–Sería como hundirnos en la solemnidad–
sonríe la novia del aprendiz cuya memoria
es un espectáculo sinuoso, pendular, de ritmo intermitente.
De pronto suena el teléfono y Michael Jackson
es una serpiente bajo el poder de la hipnosis.
Alguien grita, se oye un disparo, un tobillo se descuelga
del tobillo que aún lo sostiene y lo acaricia, lo cubre, una rodilla
tiembla y al fin cae como si fuese el cráneo de un conejo
sobre la alfombra azul con círculos, triángulos,
rectas que se confunden y curvas que se disparan
como la más lamentable imitación del estilo mudéjar.
Nuevamente suena el teléfono y un muslo casi de pájaro,
gracioso y leve, desaparece del escenario con ligereza
en medio de la incertidumbre de otros muslos
que quisieran huir de este cuarto con olor a ciruelas agridulces.
No hay más remedio que volver a los hindúes de Broadway,
hundir el ojo en la cerradura del Aberdeen Hotel
y regresar de inmediato, mañana, siempre a lo mismo.
5.-Memorias de Alberto Giacometti
Del final del zoológico son estas carnes moribundas:
diremos que sólo es posible el impulso de la muerte
en el último rincón de aquella jaula
donde todos los animales se confunden
como si se ahogaran de pronto en una fiesta de disfraces
que puede celebrarse de un momento a otro, mañana, esta noche,
mañana por la noche o durante los días del Juicio Final.
Subway del último rincón del zoológico
y su lengua de víbora enredándose en los vagones
de aquella jaula donde los animales
no podrán escapar de sus propios colmillos.
A pesar de los residuos de un tono azul, todo es gris
en estas carnes donde hasta la fosa palpita
con las gesticulaciones de Alberto Giacometti
hundiéndose en el túnel del tren subterráneo
encadenado al desliz demencial de sí mismo:
–Sólo recuerdo que por las noches
yo estrangulaba la arcilla, el tejido sensible de la arcilla,
y brotaban de mis manos unos espectros filiformes
y asexuados, atraídos por el cosmos,
que yo arraigaba en unos pedestales sólidos, de pies inmensos,
para que no pudieran huir en medio de la sombra.
Obsesionado por el rostro de las figuras, con el lápiz
y el pincel convertidos en estiletes, como si fuese un verdugo,
me encarnizaba entre los pliegues del papel y la tela.
Ansiedad de conferir un soplo antropomórfico
a la materia ríspida, convulsa y llena de humor,
desde los espasmos de una visión muy profunda.
Visceralidad irónicamente alada, desgarradura casi monstruosa,
desvarío digital huyendo sobre el barro, tragicomedia
en los dedos y en las uñas que la arcilla jamás olvidaría:
dedos del demonio, uñas del demonio, zozobra como un tropel de ratas
con el arte de Dios escondido en las fragilidades del barro.
Espectros, flacura casi mística, parodia, cadavérico
signo, parodia de la arcilla y de los dedos
cuyas uñas al fin se convierten en otro fenómeno filiforme:
la arcilla y los dedos de Giacometti se derriten en su viaje al infinito,
y sólo aparece en el espíritu del barro esa nariz, el dibujo
de ese cuello, esa nariz tan solitaria,
y una vez más la locura en la filigrana de esas piernas
con el temblor de los ángeles, con el mismo temblor de los ángeles ocultos
en aquella jaula donde el subway es diariamente un gusano
que sólo tiembla en su locura:
multitud de ojos que ya no ven, labios
que ya no hablan, y al fondo el aleteo de las manillas
o el rumor de un enjambre de sordomudos.
Qué zarpazo en este zoológico donde aún está lloviendo
y cada uno puede cebarse con opulencia
en el río, en el abismo, en el río abismal de las carnes moribundas:
aquí la vida es como el vuelo subterráneo de la lombriz
en el asombro de la muerte que nos confunde desde aquella jaula
cuyas ondulaciones son las del subway
perdiéndose en la noche más larga y más lluviosa de Nueva York.
6.-Extracción de la muela del juicio
Casi a punto de que te vuelen el juicio,
tu dentista de nariz lanceolada, Leonardo D’Ambrosio,
sufre y sonríe como una parturienta.
De repente pone ojos de cuervo, más bien de lechuza,
y de tu calavera escapan las mandíbulas
cuando tu cráneo acaba por escaparse del cráneo.
La ceremonia se ha vuelto infernal en una calle
del Soho, no muy lejos de Chinatown.
–Por favor, sufra usted conmigo– parece decir el dentista
con sus ojos más de cuervo que de lechuza, y en un lapsus filosófico.
De cabeza muy grande, orejas caídas
y hocico más bien cilíndrico, la víctima no sabe
qué hacer con su verdugo, y sólo se atreve a poner ojos de lechuza
cuando están a punto de volarle la muela del juicio.
–Por favor, ríase usted conmigo– parece decir la calavera
del dentista, una calavera que también huye
de sus mandíbulas hacia la medianoche,
la sonrisa de una calavera
que tal vez desearía hundirse para siempre
con ojos de cuervo, más bien de lechuza, en otro lapsus filosófico.
La ceremonia se ha vuelto irreal, casi, por tanto patetismo:
el dolor es como una lengua que sube
desde el foso donde no hay nadie, una lengua
de vaca muy vieja y moribunda,
o la más antigua imagen del calvario
que ha sido inaugurada por Leonardo D’Ambrosio
con sus juegos malabares.
–Por favor, muérase usted conmigo,
pero siga inmóvil– parece decir el dentista
desde el precipicio donde nuestras calaveras
ponen ojos de lechuza, de cuervo, de lechuza,
y los cráneos, al fin, más allá del asombro
de un nuevo lapsus filosófico, acaban por escaparse de los cráneos.
7.-Carnaval en Park Avenue
Cada treinta minutos, el extranjero
se convierte en la víctima de una aguja hipodérmica
cuyo zumbido es más intenso que el de un moscardón con hambre.
Cada treinta minutos, la aguja cultiva en nuestra piel
las artes no siempre benignas del tábano,
aquel zumbido que aún nos atormenta.
Al fondo de una clínica escondida en Park Avenue,
junto al centelleo de algodones y jeringas,
se efectúa el baile de máscaras de la sangre,
la orgía del vampirismo que nunca se interrumpe.
Sufren y gozan, casi nunca locuaces, más o menos vírgenes
de ojos y labios, estas enfermeras con sus cofias monjiles:
de pronto el destello de sus muslos, la gracia en el colmillo
y ese rictus de antropófagas más o menos vírgenes
bajo aquella luz un tanto enrarecida de la Diosa Hipodérmica.
Después de todo, tal vez de casi todo, fue locura del cuerpo
la puesta en escena, cada treinta minutos,
de una transfiguración de la sangre que a nadie dignifica:
compra y venta en el túnel de la clínica donde el plasma
no es una simulación dentro del carnaval de las jeringas
que abruman al extranjero en este lugar oculto de Park Avenue.
8.-La camisa de fuerza
Todos te miran de reojo en la Catedral de San Patricio
y descubren con desencanto, sin descuido,
tu perfil antediluviano que trata de ocultarse
inútilmente bajo un sombrero calañés de color caoba.
“Reumático, pero con dignidad,
queriendo ocultarme bajo el peso de esta cabeza
ligeramente inclinada como un caballo de circo”,
piensa el extranjero que alguna vez navegó del sur de Italia
hasta Buenos Aires, y desde allí al cielo de Manhattan:
–Algunos dicen que sufro de sonambulismo, migraña
casi mortuoria, y que estuve loco de remate,
pero no sé, nunca se sabe, ¿quién puede saberlo?
Fui profesor de dibujo a mano libre
en la Escuela Nocturna del Sagrado Corazón de Jesús.
Otros dicen que todavía estoy loco
y soy un insecto nauseabundo,
¡la camisa de fuerza o nada, los piojos en el abismo
de la camisa de fuerza, la única, la última!
Nadie abandona su lugar bajo estas bóvedas
donde incluso la muerte ha perdido su naturaleza de carnaval
o fiesta de disfraces, y el esqueleto
de los seglares, los clérigos, los feligreses,
no es más que un tubo sin médula, sin luz, sin oxígeno,
un inmenso tubo con gérmenes patógenos.
“Sólo pepinos alargados entre los ojos de la multitud
que me observa con su mirada de alcornoque
–¡la camisa de fuerza, la única, la última camisa!–
y de gaznápiro, de imbécil y de superalcornoque.
Nuestra memoria se debilita, los dioses se angustian,
la herida va cerrándose penosamente y la realidad es un engaño.
Ya no salgas de tu casa, me digo, pienso,
algunos creen que todavía pienso,
ya no salgas de tu casa, los árboles del jardín
fueron abandonados por sus mariposas de cabezas transparentes
y por sus ardillas de colas casi blancas:
vuélvete solitario y con la lengua como un coleóptero.
Escuchemos, no, mejor no escuches
porque nada se oirá nunca, nada se oye, ¿quién oyó alguna vez algo?
El mundo está por desenmascararse, aunque no, nadie, tal vez
no, nunca, nadie sería capaz de permanecer de rodillas
y sin el vértigo de su máscara de carnaval nocturno.
Bóvedas casi azules en el incienso de San Patricio
donde la realidad, aquel mito olvidado, es todavía una luz ilusoria.
Por lo que sabemos, nuestra memoria se debilita
pero hay esperanza, habrá mucha esperanza, aunque no para nosotros”.
Ahora todos vigilan tus aspavientos, dibujan
el signo de la cruz en el aire, te saludan, sonríen,
agitan el cuello, y como pepinos muy alargados
abandonan su espacio bajo estas bóvedas
sin que nadie pueda descifrar, después de todo,
lo que está sucediendo más allá de la camisa de fuerza.