Héctor Pedro Blomberg

Las almas son buques que pasan

 

 

 

-Poesía reunida (1908-1939) / Barnacle, 2025 / 432 páginas

 

Por Santiago Sylvester

 

      El caso de Héctor Pedro Blomberg es particularmente llamativo. Nacido en 1889, fue en vida “el más leído de los poetas argentinos contemporáneos; pero hoy, y desde hace años (murió en 1955), cayó en un olvido feroz, como si nunca hubiera hecho nada perdurable.

De ahí la importancia de una decisión, como la de Barnacle, de rescatar a este poeta que ocupó el centro de la vida cultural de casi medio siglo en el país; hasta que la amnesia habitual entre nosotros se hizo cargo de él.

     Con una temática variada fue celebrando las bases de Buenos Aires. Los barrios, las costumbres, los dramas y los vientos de una ciudad portuaria, están dibujados con una sensibilidad callejera que colinda con el tango, con los valses criollos, con el aporte popular de muchas partes, que fue llegando a estas costas y construyeron la vida de la ciudad. Incluso el rescate de aspectos del siglo XIX, especialmente el período de Rozas, instala al modo de un Alejandro Dumas porteño y rimador una versión muchas veces dura, pero siempre atractiva, del costumbrismo.

     Al leer estos poemas se está leyendo a un solitario que se explica por su resultado: el interés que produce y la huella que deja. Estoy seguro de que la lectura de muchos de sus poemas provocará en el lector la convicción de que volverá a leerlos, y esta relectura a puro agrado será la prueba más evidente de que es una poesía que, como tantas otras, merece ser salvada de ese páramo sin remedio que es el olvido.

 

 

 

 

Poemas de Héctor Pedro Blomberg

 

 

 

 

La irlandesa del bar

 

Es un café pequeño, un bar triste y obscuro,

Incrustado en la Dársena. Una vieja irlandesa

Sirve a los pocos clientes una mala cerveza.

Hay un violento cromo del rey Jorge en el muro.

 

Entre los humos acres de aquel alcohol impuro

Adorméceme el opio sutil de mi tristeza;

Un mono de los trópicos chilla bajo una mesa,

Y un ebrio canturrea con acento inseguro.

 

Una tragedia humilde, misteriosa, se siente

En aquel bar… Y cuando se va el último cliente,

Con los brazos sobre una mesa, se oye llorar

 

A la vieja irlandesa, que todavía sueña

Con los ojos azules de aquella su pequeña

Que se fue para siempre, una noche, del bar…

 

 

 

 

El chino del “Aurora”

 

¿Por qué maté aquel chino a bordo del “Aurora”?

No me había hecho nada; de una humildad sin fin,

Limpiaba mi cabina; de noche, a toda hora,

Me llevaba a la guardia los sandwiches y el gin.

 

Y cayó a la primera puñalada, en el puente,

Cuando ya comenzaba la Osa a palidecer;

Al arrojarlo al agua se hundió pesadamente,

Y tres veces seguidas volvió a reaparecer.

 

Lo maté por el pájaro negro que lo seguía

Riendo siniestramente durante todo el día.

Desventurado chino, nada me había hecho.

 

En las guardias del alba, en las horas más solas,

Lo veo claramente surgiendo de las olas

Con el sombrío pájaro posado sobre el pecho.

 

 

 

 

El buque en la botella

 

Diminuto navío preso en una botella,

Con tus velas tendidas, tu puente y tu bauprés,

¿Sueñas los anchos mares y la polar estrella

Entre el ruido y el humo de este figón inglés?

 

Diminuto navío, ¿qué manos marineras,

Rugosas y pacientes, en los ocios del mar

Con amor trabajaron tus pequeñas maderas

E izaron esas velas que el viento no ha de hinchar?

 

¿Qué viejo navegante en tus maderas grises

Esculpió esta minúscula figura de mujer,

Y al grabar en tu popa esta palabra: “Ulysses”

De la Odisea el genio te transmitió al nacer?

 

Diminuto navío perdido entre la bruma

Del humo de las pipas, nunca, jamás, los dos

Oiremos las canciones lejanas de la espuma,

Ni soplará en nuestra alma el gran viento de Dios.

 

En las obscuras albas del bar, en los instantes

En que los viejos astros comienzan a morir,

Vi correr por tus puentes pequeños tripulantes,

Como si al alba fueras tú también a partir.

 

Oí como cantaban, dentro de tu botella,

Tus vagos hombrecitos, una vieja canción

Al recoger el ancla, bajo la turbia estrella

Que alumbraba la sucia miseria del figón.

 

Diminuto navío, sigue tu inmóvil sueño:

Los muelles del Oriente, del alisio el cantar,

Del Gulf Stream las baladas, el Caribe risueño,

Los extraños paisajes ahogándose en el mar…

 

Dile a tus diminutos y vagos marineros

Que recojan las velas, pues nunca has de partir

Del mar por los inmensos y azules derroteros

A las claras riberas donde el sol va a morir.

 

Aquí nos quedaremos, diminuto navío,

Anclados en la tierra, para siempre, los dos;

Ni en tu pequeño puente ni en el corazón mío

Volverá a soplar nunca el gran viento de Dios.

 

 

 

 

Las almas son buques que pasan

 

Las almas son buques, son buques de ensueños,

Navíos lejanos bajo el cielo azul,

Que pasan buscando los puertos risueños,

Los puertos eternos de amor y de luz.

 

Las almas son barcos que pasan. Navíos

Que buscan los climas lejanos del sol:

¿Dónde van tus sueños? ¿Dónde van los míos?

¿Dónde van las naves de nuestra ilusión?

 

Las almas son naves fantasmas. En ellas,

En noches de luna se suele sentir

Un canto que suena bajo las estrellas,

Un canto que dice: “vivir y morir”.

 

Las almas son buques, errantes veleros

Que al soplo del viento de la vida van,

Y nuestros ensueños son los pasajeros:

Cuando uno se muere lo arrojan al mar.

 

Las almas son barcos. Algunos naufragan

En medio del viaje, bajo el cielo azul;

Otros, destrozados y perdidos, vagan

Por los anchos mares, muertos y sin luz.

 

Las almas son buques que encienden sus fuegos

Y van a los puertos de nuestra ilusión,

Y nosotros somos los pilotos ciegos

Que vamos a tientas a la luz del sol…

 

Las almas son buques que pasan. Navíos

Que al soplo del viento de la vida van;

¿Dónde van tus sueños? ¿Dónde van los míos?

Cuando uno se muere lo arrojan al mar.

 

 

 

 

Drama de pobre

 

Al salir de la cárcel fue a buscarla,

Allá, en el conventillo,

En la calleja familiar del barrio.

Pero ella se había ido.

 

Anduvo largo tiempo dando vueltas

Por el cuarto vacío,

Y estuvo preguntando… Pero nada

Sabían los vecinos.

 

Solamente una vieja recordaba

Que en un día muy frío

La vio subir a un coche, en compañía

De un señor bien vestido.

 

“Lloraba un poco”, le informó la vieja,

El hombre nada dijo,

Y con paso inseguro, vacilante,

Salió del conventillo.

 

Esa noche, muy ebrio, el miserable

Cometió otro homicidio,

Y pensó el mismo juez, al condenarlo:

“Nació para asesino”.

 

 

 

 

El cazador de orquídeas

 

¿No ven que está viva? La traje de lejos…

Esta mano sola me dejó un caimán,

La arranqué con ella de entre los reflejos

Del pantano donde las serpientes van.

 

La busqué en las selvas, entre las legiones

De diablos, sintiendo la muerte sutil.

De noche, el misterio, la luna y los leones…

¡Ah, cómo quemaba el sol del Brasil!

 

Los verdes infiernos del trópico ardían,

Los ríos cantaban su mortal canción,

La flor me llamaba… Sus voces venían

A encender la fiebre de mi corazón.

 

En la verde entraña de la selva estaba,

La arranqué con mano sangrienta y febril,

Maté la serpiente que a ella se enroscaba.

¡Ah, cómo quemaba el sol del Brasil!

 

La traje conmigo, solo y moribundo…

¡Oh flor de las selvas malditas del Sud!

Me muero y la dejo aún viva en el mundo:

Quiero que la pongan sobre mi ataúd.

 

 

 

 

La muerte de Schneider

 

A Schneider lo mataron una noche,

En el boliche de la Paraguaya;

Tenía los ojos azules

Y la cara muy pálida.

 

Schneider oía el canto de la alondra

Del viejo Rhin en las mañanas claras:

Soñaba con países

De sol, y con tierras lejanas.

 

Se embarcó en un velero, allá en Hamburgo;

Partió en la niebla de una madrugada;

Schneider fue por los cinco océanos

Con sus ojos azules y su cara muy pálida.

 

Se enamoró una noche, muy ebrio y muy romántico,

De aquella camarera valenciana,

Que volvía locos a los marineros

En aquella taberna del Río de la Plata,

Y un hombre lo mató de un navajazo

En una vuelta de la calle Australia.

 

¿Dónde estará el alma de Schneider?

¿Oyendo las alondras del Rhin en las mañanas?

 

Yo he llorado por Schneider, una noche de lluvia,

En el boliche de la Paraguaya.

 

 

 

 

Versos en un muro de San Juan

 

Crece la hiedra sobre el muro

En esta iglesia de San Juan:

Dónde se fueron las monjitas

Que aquí venían a rezar.

 

Sueñan, inmóviles, los santos;

Y a la derecha del altar

Está durmiendo el sueño eterno

Don Pedro Melo y Portugal.

 

En la penumbra de la nave,

Adormecido de quietud,

Oigo tus versos inmortales,

Santa Teresa de Jesús.

 

Crece la hiedra sobre el muro

(No tengo miedo de morir

Cuando solloza una campana

Sobre la calle Potosí).

 

Entra la sombra del crepúsculo;

Ya se empezó a desvanecer

El gobelino del pirata

Sobre la tumba del Virrey…

 

 

 

 

La pulpera de Santa Lucía

 

(1840)

 

Era rubia y sus ojos celestes

Reflejaban la gloria del día,

Y cantaba como una calandria

La pulpera de Santa Lucía.

 

Era flor de la vieja parroquia,

¿Quién fue el gaucho que no la quería?

Los soldados de cuatro cuarteles

Suspiraban en la pulpería.

 

Le cantó el payador mazorquero

Con un dulce gemir de vihuelas,

En la reja que olía a jazmines,

En el patio que olía a diamelas:

 

“Con el alma te quiero pulpera,

Y algún día tendrás que ser mía,

Mientras lloran por ti las guitarras,

Las guitarras de Santa Lucía”.

 

La llevó un payador de Lavalle

Cuando el año cuarenta moría:

Ya no alumbran sus ojos celestes

La parroquia de Santa Lucía.

 

Y volvió el payador mazorquero

A cantar en el patio vacío

La doliente y postrer serenata

Que llevábase el viento del río:

 

“¿Dónde estás con tus ojos de cielo

Oh pulpera que no fuiste mía?

Como lloran por ti las guitarras,

Las guitarras de Santa Lucía…

 

 

 

 

Los negros de la goleta “Río”

 

Treinta marineros llevaba la “Río”

Del bravo Rosales bajo el pabellón

Y eran diecisiete valientes morenos

Los que completaban la tripulación.

 

La luna de sangre los vio en La Colonia:

Seis de ellos cayeron al fuego infernal

Que sobre los buques de Brown vomitaba

Con saña el ardiente cañón imperial.

 

El sol de Los Pozos, la estrella de Quilmes

En el puente vieron morir otros diez:

Humilde y heroica, su sangre corría

Sobre la cubierta, mojaba el bauprés.

 

Y cuando las dianas del triunfo se oyeron

Y huyó la postrera fragata imperial,

Quedaba uno solo, de pie, moribundo,

Tocando el glorioso clarín del Juncal.

 

Diez y siete Negros llevaba Rosales

A bordo del barco que nunca rindió

Sobre las arenas ni sobre las aguas;

Diez y siete negros. Ninguno volvió.

 

BLOMBERG-Tapa-Ilustración de Merlina H Cisnero-

Héctor Pedro Blomberg Nació en Buenos Aires en marzo de 1890, en el histórico barrio de Monserrat que evocaría y cantaría treinta años después. Conoció el ... LEER MÁS DEL AUTOR