Héctor Carreto. Las tentaciones de san Héctor

 

Presentamos tres textos claves del reconocido autor mexicano.

 

 

 

Héctor Carreto

 

 

Las tentaciones de san Héctor
(1977)

 

Oh Señor

yo pecador

me confieso:

Todo comenzó aquella noche:

en un cajón de mi cerebro

apareció esa señora

con sus pezuñas, tan finas,

pintadas de rojo

quitándose

los pechos

de tela.

Pero oh Señor Señor Señor:

No pude cerrar los ojos

y mis dedos

hechizados

acariciaron

pies de tacón

y escalaron

las piernas de seda

hasta llegar

a los labios

no los carmines,

sino aquellos que se dejaron

crecer la barba

muy espesa

en medio de las piernas.

 

Pero oh Señor Señor Señor,

yo babeaba

babeaba.

Señor:

no merezco tu paraíso purísimo;

expúlsame

condéname

a los hornos

de una casa de citas.

 

 

 

 

Tentaciones de san Héctor
(1980)

 

Señor:

He pecado.

La culpa la tiene Santa Dionisia,

la secretaria de mi devoción,

quien día a día

me exhibía sus piernas

–la más fina cristalería–

tras la vitrina de seda.

Pero cierta vez

Santa Dionisia llegó sin medias,

dejando el vivo cristal al alcance de la mano.

Entonces las niñas de mis ojos

–desobedeciendo la ley divina–

tomaron una copa,

quedando ebrias en el acto.

¡Qué ardor sentí

al beber

con la mirada

el vino de esas piernas!

Por eso, Señor,

no merezco tu paraíso.

Castígame; ordena que me ahogue

en el fondo de una copa.

 

 

 

 

Respuesta de Dios a la confesión de San Héctor

 

San Héctor, hijo:

tu pecado es grande

pero no tan grave como el mío.

¿Qué voy a hacer ahora, san Héctor?

Escucha:

tú deseaste

los labios de una hembra,

pero mi pequeño cardenal deseó a mi madre,

la Virgen;

y la culpa la tiene ese Freud, mal amigo,

ahora en el infierno:

me obligó a espiar

por el ojo de la puerta:

en su altar

mi madre se ajustaba una media

con lujo de detalles.

¡Qué espectáculo, san Héctor,

qué delicia!

Pero, ¿qué voy a hacer ahora

si se enteran los discípulos?

¿Qué diría Juana Inés?

Cuando lo sepa el diablo, ese Marx,

se morirá de la risa.

Ayúdame, san Héctor,

te lo suplico,

reza por mí,

y no te preocupes, hijo mío,

estás absuelto.