Guillermo Carnero

La hacedora de lluvia

 

 

 

 

 

DE LA INUTILIDAD DE LOS CRISTALES ÓPTICOS

 

Si las imágenes se apiñan en un recinto oscuro

nada en ellas hay de movimiento (menos aún hábito de movimiento);

sí en cambio los ojos de cristal que el taxidermista tan bien conoce,

con su excesiva holgura en la órbita seca;

un día han de invadir a medianoche

los bulevares de la ciudad desierta,

aterrando con su agilidad a los animales pacíficos,

en una conjunción única que consagre el azar.

 

El azar, aniquilando en su represalia de hondero

el estupor del que alinea y su conciso cristal.

 

 

 

 

EL EMBARCO PARA CYTEREA
Sicut dii eritis.
Génesis   III, 4

 

Hoy que la triste nave está al partir,

con su espectacular monotonía,

quiero quedarme en la ribera, ver

confluir los colores en un mar de ceniza,

y mientras tenuemente tañe el viento

las jarcias y las crines de los grifos dorados

oír lejanos en la oscuridad

los remos, los fanales, y estar solo.

Muchas veces la vi partir de lejos,

sus bronces y brocados y sus juegos de música:

el brillante clamor

de un ritual de gracias escondidas

y una sabiduría tan vieja como el mundo.

La vi tomar el largo

ligera bajo un dulce cargamento de sueños,

sueños que no envilecen y que el poder rescata

del laberinto de la fantasía,

y las pintadas muecas de las máscaras

un lujo alegre y sabio,

no atributos del miedo y el olvido.

También alguna vez hice el viaje

intentando creer y ser dichoso

y repitiendo al golpe de los remos:

aquí termina el reino de la muerte.

Y no guardo rencor

sino un deseo inhábil que no colman

las acrobacias de la voluntad,

y cierta ingratitud no muy profunda.

 

 

 

 

ANCIANIDAD HERMOSA DE RODIN
Andrómeda dormida.

 

¿Cuál es la edad del viento?

Confiere al horizonte

curvatura de cuerpo reclinado,

adelgaza la roca maleable,

arrebata las aguas del mar cóncavo

y las deja en la playa como se arropa a un niño;

en el árbol redondo se desliza

con eco sordo y levedad de lluvia.

Así la redondez del rumor de las hojas

y la concavidad de las aguas del mar

conceden a las manos deformes que acarician

el mármol, por amor transfigurado,

la belleza invisible y sin edad del viento.

 

 

 

  

PAESTUM

 

Los dioses nos observan desde la geometría

que es su imagen.

Sus templos no temen a la luz

sino que en ella erigen el fulgor

de su blancura: columnatas

patentes contra el cielo y su resplandor límpido.

Existen en la luz.

Así sus pueblos bárbaros

intuyen el tumulto de sus dioses grotescos,

que son ecos formados en una sima oscura:

un chocar de guijarros en un túnel vacío.

 

Aquí los dioses son

como la concepción de estas columnas,

un único placer: la inteligencia,

con su progenie de fantasmas lúcidos.

 

 

 

 

CAMPOS DE FRANCIA

 

Cuando me ocurre desandar el tiempo

y su corriente anega el laberinto

en que se descompone la memoria,

si brilla en su espesura ese rescoldo

que llaman felicidad los diccionarios

veo abrirse sin peso una puerta de bronce

y un rayo de Sol débil se diluye

en el azul fingido de una cúpula,

una tarde de agosto en que sonaba verde

en tibieza y aroma la campiña de Francia.

La pulcritud de la ascensión del mármol,

cálida y abombada como la faz de un niño;

los haces de columnas y su vuelo

en suavidad de ámbar y de oro,

el órgano, turgente en su armonía

tersa en silencios verticales.

Nunca

hizo tanto por mí ningún ser vivo.

 

 

 

 

EL ESTUDIO DEL ARTISTA

 

Anónimo holandés

 

Al fondo de la estancia tenebrosa

atestada de mapas y anaqueles,

de caballetes, bustos y cinceles

donde la araña teje sigilosa,

 

una figura pálida y borrosa,

rodeada de libros y papeles,

alza un compás y cruza dos pinceles

contemplando la noche silenciosa.

 

Una llama de vela mortecina

signa la oscuridad más que ilumina

y descubre el temor y la torpeza,

 

la mueca de desprecio y extrañeza

con que asoma la estúpida cabeza

del mono que levanta la cortina.

 

 

 

 

LA HACEDORA DE LLUVIA

 

Elle est assés plus blanche que seraine ne fée.
Gui de Nanteuil

 

Al borde del camino yace el hombre quemado

bajo una tenue túnica de polvo

que el viento agita, deshilacha y teje

como la mano lenta que sosiega al dormido.

 

Recubiertos de sal sus ojos miran

la redonda quietud del horizonte,

arista viva contra el seco párpado,

hiriente como gota que no puede abreviarse,

 

ni la oquedad del cielo en que resuena

con un leve chirrido de juguete mecánico

la descomposición de la memoria,

marcada por la luz del negro al oro.

 

Ondulante el cabello como curso de agua

que perezoso se bifurca y pierde

por el redondo cauce que muere en la cadera,

 

sus ojos negros pesan como nubes oscuras

aquietando el rumor de la tormenta

retenido al antojo de la luz

que se amansa a la sombra de sus párpados.

 

Y se tiende desnuda como un río

ovillado y redondo, cuyas aguas oscuras

ungen los huesos yertos, la sima de la boca,

y humedecen los ojos apagados.

 

Guillermo Carnero Nace en Valencia, en 1947. Es doctor en Filosofía y Letras, catedrático de Filología Española de la Universidad de Alicante y licenciado ... LEER MÁS DEL AUTOR