Soy un animal rítmico
Por Hernán Lavín Cerda
Siempre le oí decir a Gonzalo Rojas (Lebu, Sur de Chile, 1916): “Soy un animal rítmico”. Nos conocimos en el invierno de 1965, durante el Primer Encuentro de Poesía Joven de Chile, que se celebró en la Universidad Austral de Valdivia. Allí, junto al abismo del inmenso río, nació nuestra amistad. Nos volvimos a ver en Concepción —hablamos mucho de tres obras poéticas: Dador, Salamandra, y Escritura de Raimundo Contreras— y luego en Santiago, en mi casa verde de Asunción 221, muy cerca del Cerro San Cristóbal. Cuando lo conocí, recién se había publicado su segundo libro, Contra la muerte (1964) en la Editorial Universitaria. El comentario fue unánime: una vez más Gonzalo Rojas en medio del relámpago; visión órfica y arrebato suntuoso. La certidumbre de que “el mundo sale volando desde el huevo de la muerte”. Habían transcurrido dieciséis años desde la publicación de La miseria del hombre (Valparaíso, 1948), su primer cataclismo sonoro, erótico, ontológico, libérrimo. Quiero recordar que Gabriela Mistral, después de leer esta obra, le escribe a Gonzalo y le dice: “Su libro me ha tomado mucho, me ha removido, y a cada paso, admirado, y a trechos me deja algo parecido al deslumbramiento de lo muy original, de lo realmente inédito. Déme algún tiempo para masticar esta materia preciosa. Usted sabe, Rojas, que yo no sirvo para hacer crítica… Lo que sé, a veces, es recibir el relámpago violento de la creación efectiva, de lo genuino, y eso lo he experimentado con su precioso libro.”
Para Gonzalo Rojas, el lenguaje es una partitura: escribir es un proceso —despliegue de pulsiones, fintas, balbuceos corpusculares— que siempre surge de lo sonoro. Escribimos en “lo abierto de lo sonoro”, dice el poeta. Los mitos adquieren su presencia en el ininterrumpido ritual de la escritura: todo parte del ritmo y vuelve al ritmo. El fin del poema no es más que la suspensión temporal del mito. Hasta que nuevamente aparece el ritmo convertido en Logos y, entonces, el poema —ese cuerpo de la fiesta— se extiende y va cambiando de título y también cambian los títulos de los libros que nunca dejarán de ser el mismo poema, y el mismo y único libro.
A raíz de la edición de Oscuro (Monte Ávila, Caracas, 1977), Gonzalo Rojas le dice a Tomás Eloy Martínez, en el curso de una entrevista publicada en el suplemento cultural Papel Literario (27 de febrero de 1977) de Venezuela: “Echada así la suerte, corto el vuelo en distintas direcciones y pienso que estoy en muchas partes al mismo tiempo. Ello no impide que cada texto juegue su juego libremente, de lo fónico a lo semántico, en un proceso rítmico vertebrante, como la circulación de la sangre o de la savia… Así escribo. Cada poema nace en mí como un zumbido, en cualquier sitio, en cualquier instante. Un zumbido, sin embargo, que no se asemeja al de ninguna abeja en la tierra. Usted advirtió, acaso, con cuánta frecuencia hablo de William Blake, ese animal libidinoso y siniestro que se entendía con los ángeles. Pienso en él cuando voy por la calle y oigo infinitos arcos de música que se me amarran a la oreja. Y como no conozco la notación musical, trazo una línea que puede ser tensa o distensa, y que representa el ritmo del poema: lo que será, o es ya, el poema. Así, lo llevo de la oreja al papel; una línea escrita en una libreta. Cierta vez, recuerdo, vi morir a una mariposa. La ceremonia funeraria se apoderó de mí. Llegué a mi habitación y anoté esta frase: ‘Sucio fue el día de la mariposa muerta’. Pasaron tres, acaso cuatro meses, y sólo entonces el poema apareció en mi mano, otras líneas siguieron el curso de aquella música primera: ‘Acerquémonos/ a besar la hermosura reventada y sagrada de sus pétalos/ que iban volando libres, y esto es decirlo todo, cuando/ sopló la Arruga, y nada/ sino ese precipicio que de golpe,/ y únicamente nada’… La poesía se me da en la órbita de lo sagrado y en una respiración ritual que para mí es el fundamento del ritmo; esa abeja tenaz a la que hoy hemos convocado tantas veces. ¿Homo religiosas en el sentido de religare? Sí, y homo ludens también, y homo faber, y homo politicus. Aunque bastante menos homo sapiens. Todo puede llegar a ser uno. Eso me lo dijo siempre la poesía.”
El amor, el exilio, las muertes, el vaivén de los sumergidos, los errabundos, los sonámbulos, los resurrectos: la fiereza y suavidad del relámpago —”también escribo para los muertos todavía sin sepultura”— en el útero universal, y ese mismo útero en el interior del Gran Relámpago. Eso, y mucho más, es para mí la poesía de Gonzalo Rojas, poeta de arrebato suntuoso que surge y resurge con las furias del primer minuto, umbilicalmente atado a una cosmogonía mayor: la de no saber a qué vinimos. Poesía intensa y fragmentaria, en medio de los cortes de una respiración igualmente fragmentaria: espasmo del ser y abismo por donde es posible tocar el infinito. Poesía de un rey ciego y vidente. El corazón en llamas: acorde de una sinfonía cuyo ritmo es la perpetua respiración del caracol. Círculo y círculo: “Por eso veo claro que Dios es cosa inútil, como el furor de las ideas que vagan en el aire haciendo un remolino de nacimientos, muertes, bodas y funerales, revoluciones, guerras, iglesias, dictadura, infierno, esclavitud, felicidad; y todo expresado en su música y su signo”.
Dos poemas de Gonzalo Rojas
Papiro mortuorio
Que no pasen por nada los parientes, párenlos
con sus crisantemos y sus lágrimas
y aquellos acordeones para la fiesta
del incienso; nadie
es el juego sino uno, este mismo uno
que anduvimos tanto por error: nadie
sino el uno que yace aquí, este mismo uno.
Cuesta volver a lo líquido del pensamiento
original, desnudarnos como cantando
de la airosa piel que fuimos con hueso y todo desde
lo alto del cráneo al último
de nuestros pasos, tamaña especie
pavorosa y eso que algo
aprendimos de las piedras por el atajo
del callamiento.
A bajar, entonces, áspera mía ánima, con la dignidad
de ellas, a lo gozoso
del fruto que se cierra en la turquesa de otra luz
para entrar al fundamento, a sudar
más allá del sudario la sangre fresca del que duerme
por mí como si yo no fuere ése,
porque no hay juego sino uno y éste es el uno:
el que se cierra ahí, pálidos los pétalos
de la germinación y el agua suena al fondo
ciega y ciega llamándonos.
Fuera con lo fúnebre; liturgia
parca para este rey que fuimos, tan
oceánicos y libérrimos; quemen hojas
de violetas silvestres, vístanme con un saco
de harina o de cebada, los pies desnudos
para la desnudez
última; nada de cartas
a la parentela atroz, nada de informes
a la justicia; por favor tierra,
únicamente tierra, a ver si volamos.
Latín y jazz
Leo en un mismo aire a mi Catulo y oigo a Louis Armstrong
lo reoigo
en la improvisación del cielo, vuelan los ángeles
en el latín augusto de Roma con las trompetas libérrimas,
lentísimas,
en un acorde ya sin tiempo, en un zumbido
de arterias y de pétalos para irme en el torrente con las olas
que salen de esta silla, de esta mesa de tabla, de esta materia
que somos yo y mi cuerpo en el minuto de este azar
en que amarro la ventolera de estas sílabas.
Es el parto, lo abierto de lo sonoro, el resplandor
del movimiento, loco el círculo de los sentidos, lo súbito
de este aroma áspero a sangre de sacrificio: Roma
y África, la opulencia y el látigo, la fascinación
del ocio y el golpe amargo de los remos, el frenesí
y el infortunio de los imperios, vaticinio
o estertor: éste es el jazz,
el éxtasis
antes del derrumbe, Armstrong; éste es el éxtasis,
Catulo mío,
¡Thánatos!