Noche festiva y otros poemas
(Traducción y nota de Vincenzo Guarracino y Ana María Pinedo López)
Pateadura
Se oye un galope lejano
(¿es la…?),
que viene, que corre en el llano
con trémula velocidad.
Un llano desierto, infinito;
todo amplio, todo árido, igual:
alguna sombra de ave perdida
que se desliza como un flechazo:
nada más. Ellas huyen
de alguna remota ruina;
no lo sabe ni la tierra ni el cielo,
ni cuál sea, ni donde él esté.
Se oye un galope lejano
más fuerte,
que viene, que corre en el llano:
¡la Muerte! ¡la Muerte! ¡la Muerte!
Entonces
Entonces… lejano fue un tiempo
en que fui mucho y muy feliz; no ahora;
¡pero cuanta dulzura mantengo
de esa dulzura tan grande de entonces!
¡Aquel año! ¡durante años que luego
huyeron, que seguirán huyendo,
no puedes, mi pensar, no puedes
llevarte más que aquel año!
Un día fue aquel, que es sin
compañero, que es sin retorno;
¡la vida fue vana apariencia
antes y después de aquel día!
¡Un punto!… tan pasajero,
que en verdad pasó de repente
¡pero tan lindo, que demasiado
feliz, fue feliz, ese instante!
La costurera
Por el valle negro el alba
esparció las greyes blancas:
vuelven ahora por la noche
y cansadas trepan calmas;
una estrella las conduce.
Vuelve por la vía maestra
la camada, y pasa lenta:
hay algo rubio en la ventana
entre una albahaca y una menta:
es María que cose y zurce.
¿Para quién y para qué coses?
¿Una sábana? ¿Un blanco velo?
Todo el cielo es de color rosa,
rosa y oro, y todo el cielo
en la frente le reluce.
De la labor levanta el ojo
¿una lágrima? ¿una sonrisa?
Bajo el cielo rosa y oro,
gachos los ojos, gacha la cara,
ella zurce, cose, zurce.
Noche festiva
¡Oh! Mamá, ¡oh! Mamaíta, ¿has planchado
la camisa nueva de lino?
No estaba allí abajo en la colada
en el boj o en el espino blanco
Sobre los ojos tienes las manos…
¿Por qué? ¿no sabes que mañana…?
din don dan, din don dan.
Se hablan los blancas aldeas
cantando en un aire de rosa;
por la sombra de los montes salvajes
se oye una rumba armoniosa.
Tú tienes en los oídos las manos…
tú lloras; y es fiesta mañana…
din don dan, din don dan.
Tú piensas… ¡oh! Recuerdo: la ermita…
¿cuántos años hace ahora? Una noche…
el bebé estaba frío, de nieve;
el bebé estaba blanco, de cera:
entonces sonó la campana
(¿por qué no parecía lejana?)
din don dan, din don dan.
Tocaban a fiesta, como ahora,
por el ángel; el nuevo angelito
por el cielo volaba a esa hora;
pero tú lo querías protegido
con nosotros, al pecho, en la cuna:
gritabas; y allí arriba la campana…
din don dan, din don dan.
X de Agosto
San Lorenzo, yo lo sé por qué tantas
estrellas por el aire tranquilo
arden y caen, por qué tan grande un llanto
en el cóncavo cielo ya brilla.
Volvía una golondrina a su techo
la asesinaron: cayó entre espinos:
tenía en el pico un insecto:
la cena de sus crías.
Ahora está allí, como en cruz, tendiendo
el gusano a aquel cielo lejano;
y su nido está en la sombra, esperando,
piando siempre más leve.
Volvía un hombre también a su nido:
lo mataron: dijo: Perdono;
y quedó en los ojos abiertos un grito:
traía como regalo dos muñecas.
Ahora allá, en la casa apartada
lo esperan, esperan en vano:
él, inmóvil, atónito, señala
las muñecas al cielo lejano.
Y tú, Cielo, de lo alto de los mundos
serenos, infinito, inmortal,
¡oh, de un llanto de estrellas inundas
este átomo opaco del Mal!
Valentino
¡Oh! Valentino de nuevo vestido,
¡como los brotes de los majuelos
Sólo, en los pies por las zarzas heridos,
llevas la piel de tus piececitos;
llevas las chanclas que mamá te hizo,
que nunca cambiaste desde aquel día,
que no costaron un céntimo: pero
cuesta ese vestido que te cosió.
Cuesta: pues mamá en ello gastó
aquel tintineante monedero,
ahora vacío, y cantó más de un mes
para rellenarlo, todo el gallinero.
Piensa, en enero, cuando el fuego del cepo
no te bastaba, temblabas, ¡ay dios!,
y las gallinas cantaban, ¡Un cocó!
¡He aquí un cocó un cocó para ti!
Después, las gallinas empollaron, y vino
marzo, y tú, flojo campesinito
te quedaste a medias, así con las plumas,
pero desnudos los pies, como un pájaro;
como un pájaro venido del mar,
que entre el cerezo salta, y no sabe
que más allá del picotear, el cantar, el amar,
hay alguna otra felicidad.
La yegua torda
En la Torre el silencio era alto.
Susurraban los chopos del Río Salto.
Los caballos normandos en sus establos
rompían el forraje con rumor de costras.
Allí, al fondo, la yegua estaba, salvaje,
nacida entre pinos en la salobre playa;
que el roción en las narices tenia del mar
todavía, y los gritos en las orejas agudas.
Con sobre el pesebre un codo, ante ella
estaba mi madre; y le decía con voz queda:
“Oh mi yegüita, mi yegüita torda,
que llevabas a aquel que no regresa;
¡tú comprendías sus señales y sus dichos!
Él ha dejado un hijo jovencito;
el primero de ocho entre mis hijos e hijas;
y su mano jamás no tocó bridas.
Tú que sientes en tus ijadas el huracán,
tú obedeces a su pequeña mano.
Tú que tienes en el corazón la marina yerma
tú haces caso a su voz juvenil”
Volvía la yegua su enjuta testa
hacia mi madre, que decía más triste:
“Oh mi yegüita, mi yegüita torda,
que llevabas a quien jamás regresa;
¡lo sé, lo sé, que tú lo amabas fuerte!
Con él tú sola estabas y su muerte.
Oh nacida en selvas entre ondas y viento,
en el pecho tuviste tu propio espanto;
sintiendo flojo en la boca el freno,
en el corazón veloz ralentizaste el trote:
despacio proseguiste por tu via,
para que hiciese en paz su agonía…”
la flaca y larga testa estaba junto
al dulce rostro de mi madre en llanto.
“Oh mi yegüita, mi yegüita torda,
que llevabas a quien ya no regresa;
¡oh, dos palabras él, sí, debió decir!
Y tú comprendes pero no lo sabes contar.
Tú con las bridas sueltas entre las patas
y en los ojos el fuego del disparo,
con el eco del estallido en las orejas,
seguiste el camino entre los altos chopos:
En la puesta del sol nos lo traías
para que escuchásemos sus palabras”.
Estaba atenta la larga testa brava.
Mi madre la abrazó por la crinera.
“¡Oh mi yegüita, mi yegüita torda,
que a su casa traías a quien no regresa!
¡a mí, a quien ya no volverá jamás!
Tú fuiste buena… ¡Mas no sabes hablar!
Tú no sabes, pobrecita; ni se atreven otros.
¡Oh, pero tú decirme debes una cosa!
Tú has visto el hombre que lo mató:
él está aquí, en tus pupilas fijas.
¿Quién fue? ¿Quién es? Quiero decirte un nombre.
Y tú haz una señal. Dios te enseñe cómo”.
Ya no rompían los caballos el forraje.
Dormían soñando lo blanco del camino.
La paja no machacaban con los cascos hueros:
dormían soñando el traquetear de ruedas.
Mi madre alzó en el gran silencio un dedo:
dijo un nombre… sonó alto el relincho.