Claro que no somos una pompa fúnebre
La madre
se ha cambiado de ropa.
La falda se ha convertido en pantalón,
los zapatos en botas,
la cartera en mochila.
No canta ya canciones de cuna,
canta canciones de protesta.
Va despeinada y llorando
un amor que la envuelve y sobrecoge.
No quiere ya solo a sus hijos,
ni se da solo a sus hijos.
Lleva prendidas en los pechos
miles de bocas hambrientas.
Es madre de niños rotos
de muchachitos que juegan trompo en aceras polvosas.
Se ha parido ella misma
sintiéndose –a ratos–
incapaz de soportar tanto amor sobre los hombros,
pensando en el fruto de su carne
–lejano y solo–
llamándola en la noche sin respuesta,
mientras ella responde a otros gritos,
a muchos gritos,
pero siempre pensando en el grito solo de su carne
que es un grito más en ese griterío de pueblo que la llama
y le arranca hasta sus propios hijos
de los brazos.
Como tinaja
En los días buenos,
de lluvia,
los días en que nos quisimos
totalmente,
en que nos fuimos abriendo
el uno al otro
como cuevas secretas;
en esos días, amor,
mi cuerpo como tinaja
recogió toda el agua tierna
que derramaste sobre mí
y ahora,
en estos días secos
en que tu ausencia duele
y agrieta la piel,
el agua sale de mis ojos
llena de tu recuerdo
a refrescar la aridez de mi cuerpo
tan vacío y tan lleno de vos.
Afirmación
Carretera
Noche de calor
Alrededor del poste del alumbrado público
cual brujas diminutas
larguiruchas
escuálidas
cuatro niñas
alertas
se turnan alrededor
de una silla imaginaria.
Es mi ciudad en invierno
La tierra respira a bocanadas
el bochorno que antecede la lluvia.
Delante de mí
el conductor descarta con un gesto de fastidio
a la niña que se atreve a pedirle una limosna.
La niña corre y sobre el vidrio trasero de la polvosa camioneta
rápida, rauda, escribe algo
antes de que el semáforo pase de rojo a verde.
Testigo de la escena
Yo me pregunto qué escribirá
ese ser diminuto con tanta determinación.
La imagino en la escuela,
una colegiala de falda azul y camisa blanca
que, por la noche, se transforma en mendiga
para mantener a la familia.
Cambia el semáforo, el color de la luz.
Sigo curiosa a la camioneta
Quiero leer lo que escribió la niña de rostro envejecido.
En la penumbra leo:
Digna Mendiola.
Ningún insulto. Ningún alarido.
Solo un nombre.
Solo la silenciosa afirmación
de que se llama
y es y existe.
Amor de frutas
Déjame que esparza
manzanas en tu sexo
néctares de mango
carne de fresas;
Tu cuerpo son todas las frutas.
Te abrazo y corren las mandarinas;
te beso y todas las uvas sueltan
el vino oculto de su corazón
sobre mi boca.
Mi lengua siente en tus brazos
el zumo dulce de las naranjas
y en tus piernas el promegranate
esconde sus semillas incitantes.
Déjame que coseche los frutos de agua
que sudan en tus poros:
Mi hombre de limones y duraznos,
dame a beber fuentes de melocotones y bananos
racimos de cerezas.
Tu cuerpo es el paraíso perdido
del que nunca jamás ningún Dios
podrá expulsarme.
Claro que no somos una pompa fúnebre
Claro que no somos una pompa fúnebre,
a pesar de todas las lágrimas tragadas
estamos con la alegría de construir lo nuevo
y gozamos del día, de la noche
y hasta del cansancio
y recogemos risa en el viento alto.
Usamos el derecho a la alegría,
a encontrar el amor
en la tierra lejana
y sentirnos dichosos
por haber hallado compañero
y compartir el pan, el dolor y la cama.
Aunque nacimos para ser felices
nos vemos rodeado de tristeza y vainas,
de muertes y escondites forzados.
Huyendo como prófugos
vemos como nos nacen arrugas en la frente
y nos volvemos serios,
pero siempre por siempre
nos persigue la risa
amarrada también a los talones
y sabemos tirarnos una buena carcajada
y ser felices en la noche más honda y más cerrada
porque estamos construidos de una gran esperanza,
de un gran optimismo que nos lleva alcanzados
y andamos la victoria colgándonos del cuello,
sonando su cencerro cada vez más sonoro
y sabemos que nada puede pasar que nos detenga
porque somos semillas
y habitación de una sonrisa íntima
que explotará
ya pronto
en las caras
de todos.