Gerardo Deniz

Pavana para una víbora lúbrica

 

 

 

 

S’agapóo

 

Te me mueres de seria, cual chiquilla,

estoy convicto, amor, estoy confeso

de que, evitando algún desleal beso,

te acaricié el cariz de una orejilla,

 

donde una chispa de oro en seda brilla;

mas desde aquel dulcísimo suceso,

la aurícula, de escrúpulo y de peso

rojea y se enfurruña, la muy pilla.

 

Flor: di a Miguel Hernández que he olvidado

sus tercetos, con íntimo decoro

(supones) y te apartas de mi lado

 

a sestear en la Mezquita Azul

de Estambul, mientras yo mi culpa ignoro

—ay, corola del Cruzeiro do Sul.

 

Qué importa cómo seas si eres tú.

 

 

 

 

Mosca

 

Lo soy y mi abdomen

es de metal azul,

ningún insecto díptero me es ajeno. ¿Quedó claro?

Mi larva medró en un policía muerto

al sur de esta capital. Correcto.

 

Mi alma máter fue la que tenía que ser.

Allí, posada en tubos fluorescentes,

atendí a todas las clases, en las conferencias magistrales

me enteré de que todos los cretenses mienten.

Presencié cómo un tal viejo cachondo, Einstein creo,

era arrastrado sobre corcholatas y colillas (bachichas, puchas),

atados los pelos blancos al carro triunfal del antimonio Birkhof,

y tantísimas cosas más.

 

Llegado el período de los amoríodos,

sucumbí a las feromonas

y en el cuarto de baño rectoral consumamos nuestras nupcias

sobre baldosín, jabón y caca sabia.

Por el ventalle de cedros huimos a la atmósfera

sin desengancharnos,

impelidos por el bufar del viento

como Paolo y Francesca o Lamberto y Mamerta.

Abandoné a mi pareja cuando se luxó dos patas al hacer tierra;

le dejé un huevo ovalado de recuerdo

y volé a poner los demás en las legañas de un basarisco desahuciado.

 

Hube de buscar un tema para mi tesis de doctorado.

Opté por hacer un estudio sobre los perjuicios y estragos del neoliberalismo

sobre las moscas del pedregal adyacente.

Ayer empecé, pero hay que volar mucho y ya me siento cansada.

Afortunadamente mañana es domingo.

Atardece.

A duras penas logro distinguir a los lobos de los canes.

Aún distingo con facilidad las nervaduras blancas de las negras en mis alas,

pero esto no me da ni frío ni calor pues me emancipé del ramadán hace tiempo.

Ascenderé cuanto pueda, aun cuando me falla la respiración

y me aterra pensar que el mal del hongo ha hecho presa en mí.

 

Todo nos amenaza y quizás el tiempo no sea para tanto:

la noche promete ser larga y llena sucesos.

No: en el aire lo más temible son los murciélagos

que surgen de la noche con rectas zigzagueantes

o asintóticamente sobre el suelo

con bocas descoyuntadas, de tragaldabas rápidas,

entre la maleza que por ultrasonora

no trastorna la poética quietud

del castillo de grandes naipes sombríos.

 

Acaso sea peor a flor de piedra

pues está cubierta de telarañas pringosas

a más de grietas donde es posible cualquier cosa:

se habla de sistemas de túneles y galerías

donde se escuchan gritos y carcajadas lejanas,

todo un salvaje burdel gratuito que despierta entre pruritos.

Allí hay coleópteras panzarriba, desplegados los élitros,

ofreciendo vientres pataleantes

a odonatos infames e injustos,

mientras en los rincones efemerópteros raquíticos

exhalan penúltimos suspiros

masturbándose sin prisa.

Allí enormes grillotalpas pasean por pasillos estrechos su pavorosa mecánica

armada de serruchos;

allí humean sobre estufas las estofas de las estafas

de la trata de blancas, de negras o de verdes,

presas en ergástulas sucias.

A esta hora en que se exalta la fiesta en el pedregal extinto–

¡Xitle! En las crestas de pómez posa Tlazotéotl los talones amarillos

y la única mosca aún activa decide,

antes que nada, reconocer las luces.

 

Allá, al norte, arriba, en el piso catorce

(téngase presente que todo esto que narro aconteció hace largos años,

en tiempo de las apsaras),

yace en una cápsula un nuevo sesquiterpeno a medio desnudar

en este laboratorio de Canidia

y al cual lo abrasaron con tetróxido de osmio (pues se confesó glicol)

y ahora quieren capturar el fruto del estropicio

como dinitrofenilhidrazona,

cristalizada en mezcal de Oaxaca.

Tras encristalados distantes al oeste,

hominicacos amargados ordenan a sus jorgolines

encender todas las luces de las arañas opulentas.

Llega la mosca exhausta, otea y continúa.

Se eleva para contemplar el inmenso jardín bello y rocoso

desde las estribaciones más allá de donde el hombre llega.

Los cien mil ojos pueden ver, no parpadear. Ve, pues.

 

Es el jardín de Kachey

sin pájaros y sin fuegos.

Tierra adentro, piedra afuera,

la música está dada a la distancia

y no se oye sino el pitpat de un coyote herido

trotando por un apenas sendero,

sin dejar de dejar huellas con sangre.

Las luces se fueron apagando, ahora la luna

empieza a descender sobre el templo que nunca fue del todo.

Tose la mosca con su cuerpo entero

domeñado por la empusa.

Sólo aspira alcanzar la única luz amarillenta

que desafía a la lunar penumbra

y desafía a una pareja nueva

caída sobre surcos muy frecuentes.

Nobles cópulas les abrieron el camino, pero ahora

han pasado bajo el arco triunfal que conduce sin aduanas

al reino encantado de las parafilias químicamente puras (para análisis)

que los absorben horas enteras, hasta dormirse a media postura,

sin haber siquiera apagado la luz.

Afuera las oreadas mulatas circundantes sin chistar

preparaban con papel y carrizo un amanecer glorioso

digno del día tan festivo aún frío en la olla.

Cuando ellos despertaron tuvieron la primera riña, a propósito de quién iría a

mear primero.

Bien meados, y reconciliados, él se fijó en la mosca pegada al vidrio:

 

Él: –Ve, fíjate:

a esta pinche mosca le cayó la empusa.

–¿Qué es eso? –Una vil mucoral de las que tú sabes:

la mosca aspira por las tráqueas y se ahoga.

Dirían en mi tierra: se la chupó la bruja.

Qué bueno que no seas mosco: ni tú oruga.

–¿Tú qué sabes? –Sólo me veo a luz más cierta

frente a hongo, pelusa y mosca muerta.

 

 

 

 

Pavana para una víbora lúbrica

 

Al burgomaestre de Příbor

 

Abrí un día el cajón de mi padre y escogí la mejor larva.

A escondidas le daba sobras selectas de los cumpleaños.

Así creció hasta una hermosa serpiente de cuadrícula dorada y ojos

de zafiro.

Supe sus preferencias, le abría la ventana por las noches.

Antes del amanecer golpeaba con cuidado los vidrios como Kaa

tanteando el mármol.

Entraba perlada de flit y se iba a enroscar bajo mis libros

de aventuras y de animales admirables como ella.

Empecé a llevarla a la escuela en vez de cilicio.

Me restregaba las costillas para facilitar su muda de piel y que yo no

llegara a clases

Suelta, merodeaba por el bosque la mañana entera.

Luego enmudeció, ya no quiso separarse y me bañé con ella puesta.

A mis amistades les contaba todo menos aquello, pues era demasiado

trivial.

Muy lento además, pero con el tiempo debí buscar un buen trabajo fijo.

En tardes de Mixcoac contaba Silvia con la uña las escamas aún

visibles en mi torso.

Anunció de pronto que ya nada se notaba.

Años después, la gran boa profetizó un poco por dentro mientras yo

miraba, cruzando el puente, hacia Acoconetla.

Al reconocer el silbido, casi se me cayó de la mano la bolsa del pan.

Tragué saliva y le eché en cara su carácter simbólico socorrido

y demodé.

Por si acaso, he cumplido múltiples veces la profecía, con resultados

variables, pero al parecer esto va a ser todo.

 

 

 

 

Resfrío

 

Ruido fresco de rueda en la calle llovida,

tras esa geografía de alientos o la ventana,

y —de plano— todo es aburrido; pero de cuando en cuando

desaparece algún navío inglés

sin motivo razonable.

Tal vez el Capitán vela,

cruzado de brazos en el camarote ascético, ante relojes de

veinticuatro horas.

Daría toda su madreperla,

acaso hasta los álbumes de Rossini (transcripciones para muérgano),

por una taza de café y una buena puta.

(Tales son las reflexiones de la tos y el cristal mojado.)

Luego de tolerar faltas de sintaxis en la tripulación,

prefieres muchas veces —y a quién confesarlo— esquivar al

francés tupido aún de ajos y trufas

del Périgord: nadie sabrá de tus carreras de puntillas al oírlo

acercarse, atildado y —por qué no aceptarlo— hasta

demasiado oceanográfico,

a clavar malditos alfileres en tus cartas de marear. No puedes,

así fuera convaleciendo de un tiro en el pie,

ver días como éste desde cualquier torre, por ejemplo en Amiens,

cuando encienden temprano los talleres de encuadernación.

Cómo fusilaban a sus oficiales los cipayos.

 

 

 

 

Merlín

 

Diremos hoy del amor cosas verdades

como la orilla al mar hasta volverse arena.

Los pasos sobre hojas mojadas que no crujen; torna el

pensamiento con saliva ajena, oh brujo céltico que

hallaste hace dos lunas

una joven lavándose temprano en la fuente. Esta tarde de nuevo

has mordido sus piernas —desgano: así hasta tres veces.

Hay en el bosque corros de hongos —y quién los pone, dí

(o enloquecer como el sabio malabar

ante la sensitiva), y quién pone el salitre en la bóveda donde

la antorcha traza enigmas de hollín.

Mirabas a la ventana de vejiga tendida; esperabas la hora,

oh brujo enteramente medieval,

cómo odiaste la paja donde hundías codos y rodillas

pensando en hongos, en salitre

(así otros días cuando quieres que dure y repasas el elenco

de estirpes de Erín desentendiéndote un poco).

Traes briznas en los faldones y en ese cucurucho salpicado

de estrellas, lúnulas y saturnos prematuros que llevas

frío en los pies y prisa; sí, oh brujo atormentado por la enuresis;

anhelas el infolio de astrología judiciaria que el aprendiz

desempolva con mano trémula, creyéndote en hechicerías altas.

Tardarás en dormirte aunque es noche de viento y el

hombre del norte no pisará las costas

No, no eres lunático.

 

Gerardo Deniz Seudónimo literario de Juan Almela (Madrid, 1934 - Ciudad de México, 20 de diciembre de 2014), fue un poeta y escritor mexicano de origen ... LEER MÁS DEL AUTOR