

Presentamos tres textos de la destacada autora cubana.
Georgina Herrera
MAÑANA ÚLTIMA
En la habitación, de la que ha sido
dueña hasta ese día,
la instalan, como si fuese una extranjera.
Callada, como siempre,
está ahora
en la esquina más breve de su cuarto.
Con tanta luz como no tuvo nunca,
entre flores pobrísimas, entretiene
su obligatorio ocio, desde
una mañana hasta la otra
en que sin reverencias, sin adioses,
más callada que nunca
deja que la lleven a otro sitio,
distante del Planeta
que con los hijos y el marido hizo…
Y así empezó mi asunto con la muerte.
Seguro que hubo amor,
pero escaseaba el tiempo de mostrarlo
y hacer que lo entendiera.
Y, a partir de ese día
todo fue ya inútil. Se hizo tarde
para sentarnos a hablar y conocernos
cuando yo fuese mayor y ella más vieja.
CARTA A CÉSAR VALLEJO
César, a mis dos hijos
usted los tiene echados a perder.
Se comen el azúcar,
la derraman. Resultan
magos en eso
de desaparecer el chocolate;
la leche condensada dura menos
que un relámpago, y el cuarto
en que vivimos
es un montón de dulzura derramada.
Y yo, Vallejo, viéndolos
así, y al mismo tiempo, así, acordándome
de aquel poema suyo sobre cuando
se le hizo imprescindible
robar un poco –no recuerdo si de azúcar
o qué otra cosa por el estilo–. Digo, César,
cuando pienso en esos versos suyos
y los uno en la memoria al día
en que recibí una tremenda entrada de chancletazos
solo porque
se untaron mis dos manos con un poco
de la escasísima leche de mi casa.
César Vallejo, todos los recuerdos
los apretujo queriendo
hacer de este corazón una latente
gota de mermelada, un grano mínimo, sangrante
de caramelo, para
que mis dos hijos lo devoren.
En fin, Vallejo, no solo echa
usted a perder a mis chiquillos
sino que me transforma,
a pesar de los años,
en un montón pequeño de sustancias, dulcemente
a punto ya de deshacerse.
SEGÚN ABUELO
África
era un país bonito y grande como el cielo,
desde el que, a diario,
hacia el infierno occidental,
venían reyes encadenados, santos oscuros,
dioses tristes. (Herrera, 1978: 48).
“ÁFRICA”
Cuando yo te mencione
o siempre que seas nombrada en mi presencia
será para elogiarte.
Yo te cuido.
Junto a ti permanezco, como el pie
del más grande árbol.
Pienso
en las aguas de tus ríos y quedan
mis ojos lavados. Este rostro, hecho
de tus raíces, vuélvese
espejo para que en él te veas. En mi muñeca
vas como pulsa de oro
-tanto brillas-; suenas
como escogidos cauríes para
que nadie olvide que estás viva.
Todo sitio al que me dirijo
a ti me lleva.
Mi sed, mis hijos,
la tibia oleada que al amor me arrastra
tienen que ver contigo.
Esta delicia de si el viento suena
o cae la lluvia
o me doblegan los relámpagos, igual.
Amo esos dioses
con historias así, como las mías:
yendo y viniendo
de la guerra al amor o lo contrario.
Puedes
cerrar tranquila en el descanso
los ojos, tenderte
un rato en paz.
Te cuido.