Gastón Baquero

Magias e invenciones

 

 

Por Omar Castillo*

 

Mientras el poema Libro de Ruth, de Gilberto Owen, surge y se imprime como una manifestación hierática de la existencia humana, los poemas de Gastón Baquero, reunidos en Magias e invenciones (1984), surgen inundados por la celebración, por el carnaval de la luz, aun en sus momentos más difíciles la fiesta prevalece. La luz y la penumbra en la que se imprimen quedan como un canto para la danza, para el regocijo. Él nos entrega el aliento de su mundo poético despertando renovados semblantes en la realidad que toca con sus palabras. Esto es visible en el grueso de su obra, empero, para esta instantánea, miremos los poemas “Epicedio para Lezama”, “Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto” y “Testamento del pez”, elaborados en diversos momentos de su vida y de su crear poético.

En los 14 versos de su canto fúnebre, “Epicedio para Lezama”, Gastón Baquero nos recita su celebración del ciclo vital cumplido por Lezama Lima. Su epicedio celebra la vida, el “Tiempo total”, la obra, el “Espacio consumado”, de quien desde sus inicios reflejados en su aventura esencial que es su poema Muerte de Narciso, se arriscara a través de los enjambres regados por la libido del tiempo en su metafórico imaginario de realidad, por las eras aprehensibles para la elaboración de un sistema poético donde se diera cuenta de otra opción cognoscitiva del universo. Epicedio, diálogo en claves que penetran la vida y la obra de Lezama, al tiempo que también nos informa sobre los silencios de quien ahora lo recita, sobre los ritos de su propia escritura luminosa. Augur de palabras al filo del fuego, al fondo de la ceniza.

Las imágenes en los poemas de Gastón Baquero salen del tronco de las palabras más próximas a sus vivencias. Salen tuquias de zumbidos, vueltas enjambres de sílabas que colman el instante aprehendido por él tras su visión solar. Su nostalgia es viva, plena en su intensidad, convocante. Es conmovedor ver cómo, con sus palabras, el poeta roe a la luz sus nítidas imágenes, el esplendor y la contrariedad de sus formas hasta dejarlas en los nichos de sus versos, tal como en “Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto”, poema donde nos muestra a Anaximandro:

sintiendo el tiempo pasar entre las dulces muchachas de Corinto, el tiempo hecho una finísima lluvia de alfileres de oro, de resplandor de cerezas mojadas, el tiempo fluyendo

Narrándonos así, cómo imponerse al tiempo para desde la distancia contemplar a Anaximandro en Corinto sentado en la bahía bajo su abierto quitasol y por un instante viéndolo sonreír a ese hombrecito que después de avistarlo desde su pequeña barca, emprende su regreso. Instante posible por la visión con la cual el poeta crea el poema, propone la perennidad de la luz en el “enigma del tiempo”. Enigma, bisagra, don de la palabra iluminada para su decir.

En los versos del poema “Testamento del pez”, de Gastón Baquero, se escuchan el percutir de tambores, el rasgar de cuerdas que siguen un coro de voces dispersas en el imaginario de una ciudad, intensa, distante, ahíta. Ciudad a la que el poeta increpa y requiere:

Yo te amo, ciudad,
aunque sólo escucho de ti el lejano rumor,
aunque soy en tu olvido una isla invisible.

“Testamento del pez”, es la declaración de la pasión que vive el poeta por la ciudad entrañada en él. Misma ciudad que una y otra vez opone “a la muerte” su “estructura / de impalpable tejido y de esperanza”. Mítica ciudad, signo incrustado entre lo visible y lo invisible de las vivencias de quienes cunden en ella. Ciudad haciéndose una y otra vez en ese coro de voces que por un instante se concitan en la voz del poeta, logrando la consistencia de “un pez de forma indestructible”. Una huella. Una contraseña. Un himno entre la vida y la clausura de la luz.

Los poemas de Gastón Baquero se fundan en los súbitos instantes de sus vetas de inspiración, creando con ellos las imágenes con las cuales nos deja ver como la cotidianidad posee palabras para paladear el sabor del saber, para gustar la pulpa carnosa de la realidad, para saber que es posible abrir nuestros instintos en las raíces de utopía. Así, su universo poético nos ofrece el don de la presencia de la vida, el don de reconocerla en las formas y en los objetos que la hacen y nos hacen. Los suyos son poemas forjados con imágenes exultantes que se suceden como en un abanico desplegado y donde la vida deja ver instantes breves, únicos. Un abanico donde sucede la memoriosa libido del tiempo.

 

 

 

 

Poemas de Gastón Baquero

 

 

 

EPICEDIO PARA LEZAMA

 

Tiempo total. Espacio consumado.

No más ritual asirio, ni flecha, ni salterio.

El áureo Nilo de un golpe se ha secado,

y queda un único libro: el cementerio.

 

Reverso de Epiménides, ensimismado

contemplabas el muro y su misterio:

sorbías, por la imagen de ciervo alebestrado,

del unicornio gris el claro imperio.

 

Sacerdotes etruscos, nigromantes,

guerreros de la isla Trapobana,

coregas de Mileto, rubios danzantes,

 

se despidieron ya: sólo ha quedado,

sobre la tumba del pastor callado,

el zumbido de la abeja tibetana.

 

 

 

 

MARCEL PROUST PASEA EN BARCA
POR LA BAHÍA DE CORINTO

 

A la sombra de la juventud florecida

sentábase todos los días el viejo Anaximandro.

Tan viejo estaba ya el famoso mandrita,

que no despegaba los labios, ni sonreía, ni parecía comprender

la fiesta de aquellas cabelleras doradas, de aquellas

risas y picardías de las muchachas más bellas de Corinto.

 

Fue hacia el final de su vida,

cuando ya decíase la gente a sí misma al verle pasar:

a Anaximandro le quedan, cuando más, tres o cuatro girasoles por deshojar;

fue en aquel pedacito de tiempo que antecede al morirse,

cuando Anaximandro descubrió la solución del enig­ma del tiempo.

 

Fue allí en Corinto, junto a la bahía, rodeado de muchachas florecidas.

Le había dado por la inofensiva manía

de protegerse con un quitasol mitad verde mitad azul a la hora del mediodía;

no saludaba a las gentes de su edad, no frecuentaba los sitios de los ancianos,

ni parecía tener en común con los del ágora

otra cosa que senectud y nieve alrededor de las mandíbulas: Anaximandro

se había mudado al tiempo de la juventud florecida,

como quien cambia de país para curarse una dolencia vieja.

Llegaba con el mediodía a la sombra sonora de aquellas muchachas de Corinto;

arrastrando los pies, impasible, con su quitasol abier­to, y sentábase calladito,

sentábase en medio de ellas a oír sus gorjeos, a observar la delicada geometría

de aquellas rodillas de color de trigo, a atisbar alguna fugitiva paloma de rosado plumaje,

volando bajo el puente de los hombros.

Nada decía el viejo Anaximandro

ni nada parecía conmoverle bajo su quitasol, sintien­do el tiempo pasar entre las

dulces muchachas de Corinto, el tiempo hecho una finísima lluvia

de alfileres de oro, de resplandor de cerezas mojadas,

el tiempo fluyendo en torno a los tobillos de las florecidas palomas de Corinto,

el tiempo que en otros sitios acerca a los labios del hombre una copa de irrechazable veneno,

ofrecía allí al mediodía el néctar de tan especial ambrosía,

como si él, el tiempo, también quisiese vivir, y hacerse persona, y deleitarse

en el raso de una piel o en el rayo de una pupila entre verde y azul.

 

Silencioso Anaximandro

como un cisne navegaba cada día entre las nubes de la belleza, y permanecía;

estaba allí, dentro y fuera del tiempo, paladeando lentos sorbitos de eternidad,

con el ronroneo del gato junto a la estufa. Al atardecer volvía a su casa,

y   pasaba   la   noche   dedicado   a  escribir  pequeños poemas para las rumorosas

palomas de Corinto.

 

Los otros sabios de la ciudad murmuraban sin descanso.

Anaximandro había llegado a ser, más que el rito de las cosechas y que el vaivén de los navíos,

el tema predilecto de los aburridos conciliábulos:

—”Siempre os dije,

oh ancianos de Corinto, afirmaba su viejo enemigo Pródico, que éste no era

un sabio verdadero ni siquiera un hombre mediana­mente formal. ¿Su obra?

Todo copiado. Todo repetido. Pero vacío por dentro. Vacío como un tonel de vino

cuando los hijos de Tebas vienen a saborear la luz de los viñedos de Corinto”.

 

Anaximandro cruzaba impasible las calles de la ciudad, rumbo a la bahía.

Llevaba abierta su sombrilla azul, y cazaba al vuelo los rumores de cuanto ocurría:

un día tras otro se iba hacia los sótanos del tiempo algún profundo anciano.

Los sabios eran talados, día a día, por las mensajeras de Proserpina, y sólo sus cenizas

pasaban, rumbo al mar, entre las aguas cubiertas de violetas que es el mar de Corinto.

Todos se iban, y Anaximandro seguía allí, rodeado de muchachas, sentado bajo el sol.

Un pliegue de la túnica de Atalanta, la garganta de Aglaé,

cuando Aglaé lanzaba hacia el cielo su himno para imitar las melodías del ruiseñor,

una sonrisa de Anadiomena, eran todo el alimento que Anaximandro requería: y

estaba allí, se­guía allí, cuando todo a su alrededor se había evaporado.

 

Un día, allá, desde lo lejos, se vio dibujarse una pequeña barca en el trashorizonte

de la bahía de Corinto.

Venía en ella, remando con fatigada tenacidad de asmático, un hombrecito:

cubría su cabeza un sombrero de paja, un blanco sombrero de paja encintado de

rojo. Desde su confín

el hombrecito miraba hacia el corazón de la bahía, y descubría a lo muy lejos

una sombrilla azul, un redondelito aureolado como el sol. Hacia allí bogaba.

Terco, tenaz, tarareando una cancioncilla, el hombrecito de manos enguantadas

remaba sin cesar. Anaximandro comenzó a sonreír. La barca, inmóvil en medio de la bahía,

vencía también al tiempo. Despaciosamente el blanco sombrero de paja anunció que el

hombre regresaba.

 

Esa noche,  poco antes de irse a dormir,

Marcel Proust gritaba exaltado desde su habitación:

“Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que pueda.

Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra.

Voy a titularlo: “A la sombra de las muchachas en flor.”

 

1973

 

 

 

 

TESTAMENTO DEL PEZ

 

Yo te amo, ciudad,

aunque sólo escucho de ti el lejano rumor,

aunque soy en tu olvido una isla invisible,

porque resuenas y tiemblas y me olvidas,

yo te amo, ciudad.

 

Yo te amo, ciudad,

cuando la lluvia nace súbita en tu cabeza

amenazando disolverte el rostro numeroso,

cuando hasta el silente cristal en que resido

las estrellas arrojan su esperanza,

cuando sé que padeces,

cuando tu risa espectral se deshace en mis oídos,

cuando mi piel te arde en la memoria,

cuando recuerdas, niegas, resucitas, pereces,

yo te amo, ciudad.

 

Yo te amo, ciudad,

cuando desciendes lívida y extática

en el sepulcro breve de la noche,

cuando alzas los párpados fugaces

ante el fervor castísimo,

cuando dejas que el sol se precipite

como un río de abejas silenciosas,

como un rostro inocente de manzana,

como un niño que dice acepto y pone su mejilla.

 

Yo te amo, ciudad,

porque te veo lejos de la muerte,

porque la muerte pasa y tú la miras

con tus ojos de pez, con tu radiante

rostro de un pez que se presiente libre;

porque la muerte llega y tú la sientes

cómo mueve sus manos invisibles,

cómo arrebata y pide, cómo muerde

y tú la miras, la oyes sin moverte, la desdeñas,

vistes la muerte de ropajes pétreos,

la vistes de ciudad, la desfiguras

dándole el rostro múltiple que tienes,

vistiéndola de iglesia, de plaza o cementerio,

haciéndola quedarse inmóvil bajo el río,

haciéndola sentirse un puente milenario,

volviéndola de piedra, volviéndola de noche

volviéndola ciudad enamorada, y la desdeñas,

la vences, la reclinas,

como si fuese un perro disecado,

o el bastón de un difunto,

o las palabras muertas de un difunto.

 

Yo te amo, ciudad

porque la muerte nunca te abandona,

porque te sigue el perro de la muerte

y te dejas lamer desde los pies al rostro,

porque la muerte es quien te hace el sueño,

te inventa lo nocturno en sus entrañas,

hace callar los ruidos fingiendo que dormitas,

v tú la ves crecer en tus entrañas.

pasearse en tus jardines con sus ojos color de amapola,

con su boca amorosa, su luz de estrella en los labios,

la escuchas cómo roe y cómo lame,

cómo de pronto te arrebata un hijo,

te arrebata una flor, te destruye un jardín,

y te golpea los ojos y la miras

sacando tu sonrisa indiferente,

dejándola que sueñe con su imperio,

soñándose tu nombre y tu destino.

Pero eres tú, ciudad, color del mundo,

tú eres quien haces que la muerte exista;

la muerte está en tus manos prisionera,

es tus casas de piedra, es tus calles, tu cielo.

 

Yo soy un pez, un eco de la muerte,

en mi cuerpo la muerte se aproxima

hacia los seres tiernos resonando,

y ahora la siento en mí incorporada,

ante tus ojos, ante tu olvido, ciudad, estoy muriendo,

me estoy volviendo un pez de forma indestructible,

me estoy quedando a solas con mi alma,

siento cómo la muerte me mira fijamente,

cómo ha iniciado un viaje extraño por mi alma,

cómo habita mi estancia más callada,

mientras descansas, ciudad, mientras olvidas.

 

Yo no quiero morir, ciudad, yo soy tu sombra,

yo soy quien vela el trazo de tu sueño,

quien conduce la luz hasta tus puertas,

quien vela tu dormir, quien te despierta;

yo soy un pez, he sido niño y nube,

por tus calles, ciudad, yo fui geranio,

bajo algún cielo fui la dulce lluvia,

luego la nieve pura, limpia lana, sonrisa de mujer,

sombrero, fruta, estrépito, silencio,

la aurora, lo nocturno, lo imposible,

el fruto que madura, el brillo de una espada,

yo soy un pez, ángel he sido,

cielo, paraíso, escala, estruendo,

el salterio, la flauta, la guitarra,

la carne, el esqueleto, la esperanza,

el tambor y la tumba.

 

Yo te amo, ciudad,

cuando persistes,

cuando la muerte tiene que sentarse

como un gigante ebrio a contemplarte,

porque alzas sin paz en cada instante

todo lo que destruye con sus ojos,

porque si un niño muere lo eternizas,

si un ruiseñor perece tú resuenas,

y siempre estás, ciudad, ensimismada,

creándote la eterna semejanza,

desdeñando la muerte,

cortándole el aliento con tu risa,

poniéndola de espalda contra un muro,

inventándote el mar, los cielos, los sonidos,

oponiendo a la muerte tu estructura

de impalpable tejido y de esperanza.

 

Quisiera ser mañana entre tus calles

una sombra cualquiera, un objeto, una estrella,

navegarte la dura superficie dejando el mar,

dejarlo con su espejo de formas moribundas,

donde nada recuerda tu existencia,

y perderme hacia ti, ciudad amada,

quedándome en tus manos recogido,

eterno pez, ojos eternos,

sintiéndote pasar por mi mirada

y perderme algún día dándome en nube y llanto,

contemplando, ciudad, desde tu cielo único y hu­milde

tu sombra gigantesca laborando,

en sueño y en vigilia,

en otoño, en invierno,

en medio de la verde primavera,

en la extensión radiante del verano,

en la patria sonora de los frutos,

en las luces del sol, en las sombras viajeras por los muros,

laborando febril contra la muerte,

venciéndola, ciudad, renaciendo, ciudad, en cada instante,

en tus peces de oro, tus hijos, tus estrellas.

 

 

 

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*Omar Castillo, Medellín, Colombia 1958. Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros de poemas publicados son: Huella estampida, obra poética 2012-1980 (2012), Tres peras en la planicie desierta (2018), Limaduras del sol y otros poemas, Antología (2018) y Jarchas & Escrituras (2020). Su obra también incluye el libro Relatos instantáneos (2010), la novela Serafín (2022) y los libros de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana (2014 y 2018), Al filo del ojo (2018) y Asedios, nueve poetas colombianos (2019). De 1984 a 1988 dirigió la Revista de poesía, cuento y ensayo otras palabras, de la que se publicaron 12 números. De 1989 a 1993 dirigió la colección Cuadernos de otras palabras, de los que se publicaron 10 títulos. Y de 1991 a 2010, dirigió la Revista de poesía Interregno, de la que se publicaron 20 números. En 1985 fundó y dirigió, hasta 2010, Ediciones otras palabras. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados en libros, revistas y periódicos impresos y digitales de Colombia y de otros países.

 

Gastón Baquero (Banes, Cuba, 1914 – Madrid, España, 1997). Estudio Ingeniería agrónoma y se doctoró en Ciencias Naturales. Colaboró con diversas rev ... LEER MÁS DEL AUTOR