

Presentamos tres textos claves de la insigne poeta chilena y Premio Nobel.
Gabriela Mistral
LA FLOR DEL AIRE
Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.
Y ella me dijo: “Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas.”
Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.
Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.
Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo: “Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera.”
Trepe las penas con el venado,
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.
NACIMIENTO DE UNA CASA
Una casa va naciendo
en duna californiana
y va saltando del médano
en gaviota atolondrada.
El nacimiento lo agitan
carreras y bufonadas,
chorros silbados de arena,
risas que suelta la grava,
y ya van las vigas-madres
subiendo apelicanadas.
Puerta y puertas van llegando
reñidas con las ventanas,
unas a guardarlo todo,
otras a darlo, fiadas.
Los umbrales y dinteles
se casan en cuerpos y almas,
y unas piernas de pilares
bajan a paso de danza…
Yo no sé si es que la hacen
o de sí misma se alza;
mas sé que su alumbramiento
la costa trae agitada
y van llegando mensajes
en flechas enarboladas…
El amor acudiría
si ya se funde la helada,
y por dar fe, luz y aire,
hasta tocarla se abajan,
aunque se vea tan solo
a medio alzar las espaldas…
Llegando están los trabajos
menudos, pardos y en banda,
cargando en gibados gnomos
teatinos, mimbres y lanas
que ojean buscando manos
todavía no arribadas…
Y baja en un sesgo el Ángel
Custodio de las moradas
volea la mano diestra,
jurándole su alianza
y se la entrega a la costa
en alta virgen dorada.
En torno al bendecidor
hierven cien cosas trocadas;
fiestas, bodas, nacimientos,
risas, bienaventuranzas,
y se echa una Muerte grande,
al umbral, atravesada…
LA FUGITIVA
Árbol de fiesta, brazos anchos,
cascada suelta, frescor vivo
a mi espalda despeñados:
¿quién os dijo de pararme
y silabear mi nombre?
Bajo un árbol yo tan solo
lavaba mis pies de marchas
con mi sombra como ruta
y con el polvo por saya.
¡Qué hermoso que echas tus ramas
y que abajas tu cabeza,
sin entender que no tengo
diez años para aprenderme
tu verde cruz que es sin sangre
y el disco de tu peana!
Atísbame, pino-cedro,
con tus ojos verticales,
y no muevas ni descuajes
los pies de tu terrón vivo:
que no pueden tus pies: nuevos
con rasgones de los cactus
y encías de las risqueras.
Y hay como un desasosiego,
como un siseo que corre
desde el hervor del Zodíaco
a las hierbas erizadas.
Viva está toda la noche
de negaciones y afirmaciones,
las del Ángel que te manda
y el mío que con él, lucha;
y un azoro de mujer
llora a su cedro de Líbano
caído y cubierto de noche,
que va a marchar desde el alba
sin saber ruta ni polvo
y sin volver a ver más
su ronda de dos mil pinos.
¡Ay, árbol mío, insensato
entregado a la ventisca
a canícula y a bestia
al azar de la borrasca.
Pino errante sobre la Tierra!