La casa y otros textos
LA CASA
La mesa, hijo, está tendida,
en blancura quieta de nata,
y en cuatro muros azulea,
dando relumbres, la cerámica.
Esta es la sal, éste el aceite
y al centro el Pan que casi habla.
Oro más lindo que oro del Pan
no está ni en fruta ni en retama,
y da su olor de espiga y horno
una dicha que nunca sacia.
Lo partimos, hijito, juntos,
con dedos duros y palma blanda,
y tú lo miras asombrado
de tierra negra que da flor blanca.
Baja la mano de comer,
que tu madre también la baja.
Los trigos, hijo, son del aire,
y son del sol y de la azada;
pero este pan “cara de Dios”
no llega a mesas de las casas;
y si otros niños no lo tienen,
mejor, mi hijo, no lo tocarás,
y no tomarlo mejor sería
con mano y mano avergonzadas.
* En Chile, el pueblo llama al pan “cara de Dios.”
LA FLOR DEL AIRE
Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.
Y ella me dijo: “Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas.”
Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.
Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.
Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo: “Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera.”
Trepe las penas con el venado,
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.
DOÑA VENENOS
Doña venenos habita
a unos pasos de mi casa.
Ella quiere disfrutar
rutas, jardines y playas,
y todo ya se lo dimos,
pero no está apaciguada.
¿A qué vino de tan lejos
si viaja llevando su alma?
a los que nacen o mueren,
a los que arriban o zarpan,
y aunque son muchos sus días
¡no se cansa, no se cansa!
¿A qué vino de tan lejos
si viaja llevando su alma?
Pudo dejarla, sí, pudo,
en cactus abandonada,
y hacerse, cruzando mares,
otra de hieles lavada.
¿A qué vino a ser la misma
bajo el país de las palmas?
Me la dicen, me la traen
todos los días contada,
pero yo aún no la he visto
y me la tengo sin cara
Cada día me conozco
árbol nuevo, bestia rara
y criaturas que llegan
a la puerta de mi casa.
¿Pero si no la vi nunca
cómo echo a la forastera?
Y si me la dejo entrar,
¿qué hace de mi paz ganada?
¿qué de mi bien que es un árbol?
Todos me preguntan si
ya vino la malhadada
y luego me dicen que…
es peor si se retarda.
LA FUGITIVA
Árbol de fiesta, brazos anchos,
cascada suelta, frescor vivo
a mi espalda despeñados:
¿quién os dijo de pararme
y silabear mi nombre?
Bajo un árbol yo tan solo
lavaba mis pies de marchas
con mi sombra como ruta
y con el polvo por saya.
¡Qué hermoso que echas tus ramas
y que abajas tu cabeza,
sin entender que no tengo
diez años para aprenderme
tu verde cruz que es sin sangre
y el disco de tu peana!
Atísbame, pino-cedro,
con tus ojos verticales,
y no muevas ni descuajes
los pies de tu terrón vivo:
que no pueden tus pies: nuevos
con rasgones de los cactus
y encías de las risqueras.
Y hay como un desasosiego,
como un siseo que corre
desde el hervor del Zodíaco
a las hierbas erizadas.
Viva está toda la noche
de negaciones y afirmaciones,
las del Ángel que te manda
y el mío que con él, lucha;
y un azoro de mujer
llora a su cedro de Líbano
caído y cubierto de noche,
que va a marchar desde el alba
sin saber ruta ni polvo
y sin volver a ver más
su ronda de dos mil pinos.
¡Ay, árbol mío, insensato
entregado a la ventisca
a canícula y a bestia
al azar de la borrasca.
Pino errante sobre la Tierra!
LA FERVOROSA
En todos los lugares he encendido
con mi brazo y mi aliento el viejo fuego;
en toda tierra me vieron velando
el faisán que cayó desde los cielos,
y tengo ciencia de hacer la nidada
de las brasas juntando sus polluelos.
Dulce es callando en tendido rescoldo,
tierno cuando en pajuelas lo comienzo.
Malicias sé para soplar sus chispas
hasta que él sube en alocados miembros.
Costó, sin viento, prenderlo, atizarlo:
era o el humo o el chisporroteo;
pero ya sube en cerrada columna
recta, viva, leal y en gran silencio.
No hay gacela que salte los torrentes
y el carrascal como mi loco ciervo;
en redes, peces de oro no brincaron
con rojez de cardumen tan violento.
He cantado y bailado en torno suyo
con reyes, versolans y cabreros,
y cuando en sus pavesas él moría
yo le supe arrojar mi propio cuerpo.
Cruzarían los hombres con antorchas
mi aldea, cuando fue mi nacimiento
o mi madre se iría por las cuestas
encendiendo las matas por el cuello.
Espino, algarrobillo y zarza negra,
sobre mi único Valle están ardiendo,
soltando sus torcidas salamandras,
aventando fragancias cerro a cerro.
Mi vieja antorcha, mi Jadeada antorcha
va despertando majadas y oteros;
a nadie ciega y va dejando atrás
la noche abierta a rasgones bermejos.
La gracia pido de matarla antes
de que ella mate el Arcángel que llevo.
(Yo no sé si lo llevo o si él me lleva;
pero sé que me llamo su alimento,
y me sé que le sirvo y no le falto
y no lo doy a los titiriteros.)
Corro, echando a la hoguera cuanto es mío.
Porque todo lo di, ya nada llevo,
y caigo yo, pero él no me agoniza
y sé que hasta sin brazos lo sostengo.
O me lo salva alguno de los míos,
hostigando a la noche y su esperpento,
hasta el último hondón, para quemarla
en su cogollo más alto y señero.
Traje la llama desde la otra orilla,
de donde vine y adonde me vuelvo.
Allá nadie la atiza y ella crece
y va volando en albatros bermejo.
He de volver a mi hornaza dejando
caer en su regazo el santo préstamo.
¡Padre, madre y hermana adelantados,
y mi Dios vivo que guarda a mis muertos:
corriendo voy por la canal abierta
de vuestra santa Maratón de fuego!
LA BAILARINA
La bailarina ahora está danzando
la danza del perder cuanto tenía.
Deja caer todo lo que ella había,
padres y hermanos, huertos y campiñas,
el rumor de su río, los caminos,
el cuento de su hogar, su propio rostro
y su nombre, y los juegos de su infancia
como quien deja todo lo que tuvo
caer de cuello, de seno y de alma.
En el filo del día y el solsticio
baila riendo su cabal despojo.
Lo que avientan sus brazos es el mundo
que ama y detesta, que sonríe y mata,
la tierra puesta a vendimia de sangre
la noche de los hartos que no duermen
y la dentera del que no ha posada.
Sin nombre, raza ni credo, desnuda
de todo y de sí misma, da su entrega,
hermosa y pura, de pies voladores.
Sacudida como árbol y en el centro
de la tornada, vuelta testimonio.
No está danzando el vuelo de albatroses
salpicados de sal y juegos de olas;
tampoco el alzamiento y la derrota
de los cañaverales fustigados.
Tampoco el viento agitador de velas,
ni la sonrisa de las altas hierbas.
El nombre no le den de su bautismo.
Se soltó de su casta y de su carne
sumió la canturía de su sangre
y la balada de su adolescencia.
Sin saberlo le echamos nuestras vidas
como una roja veste envenenada
y baila así mordida de serpientes
que alácritas y libres la repechan,
y la dejan caer en estandarte
vencido o en guirnalda hecha pedazos.
Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue danzando sin saberse ajena
sus muecas aventando y recogiendo
jadeadora de nuestro jadeo,
cortando el aire que no la refresca
única y torbellino, vil y pura.
Somos nosotros su jadeado pecho,
su palidez exangüe, el loco grito
tirado hacia el poniente y el levante
la roja calentura de sus venas,
el olvido del Dios de sus infancias.
VIEJA
Ciento veinte años tiene, ciento veinte,
y está más arrugada que la Tierra.
Tantas arrugas lleva que no lleva otra cosa
sino alforzas y alforzas como la pobre estera.
Tantas arrugas hace como la duna al viento,
y se está al viento que la empolva y pliega;
tantas arrugas muestra que le contamos solo
sus escamas de pobre carpa eterna.
Se le olvidó la muerte inolvidable,
como un paisaje, un oficio, una lengua.
Y a la muerte también se le olvidó su cara,
porque se olvidan las caras sin cejas.
Arroz nuevo le llevan en las dulces mañanas;
fábulas de cuatro años al servirle le cuentan;
aliento de quince años al tocarla le ponen:
cabellos de veinte años al besarla le allegan.
Mas la misericordia que la salvajes la mía.
Yo le regalaré mis horas muertas,
y aquí me quedaré por la semana
pegada a su mejilla y a su oreja.
Diciéndole la muerte lo mismo que una patria
dándosela en la mano como una tabaquera;
contándole la muerte como se cuenta a Ulises
hasta que me la oiga y me la aprenda.
“La Muerte”, le diré al alimentarla;
y “La Muerte”, también, cuando la duerma:
“La Muerte”, como el número y los números,
como una antífona y una secuencia,
Hasta que alargue su mano y la tome,
lúcida al fin en vez de soñolienta,
abra los ojos, la mire y la acepte
y despliegue la boca y se la beba.
Y que se doble lacia de obediencia
y llena de dulzura se disuelva,
con la ciudad fundada el año suyo
y el barco que lanzaron en su fiesta.
Y yo pueda sembrarla lealmente,
como se siembran maíz y lenteja,
donde a tiempo las otras se sembraron,
más dóciles, más prontas y más frescas.
El corazón aflojado soltando,
y la nuca poniendo en una arena,
las viejas que pudieron no morir:
Clara de Asís, Catalina y Teresa.