Francisco Trejo

Discurso como agua para el trigo

 

 

 

Como torso de Belvedere

 

Tengo algunas palabras para retratarme

y no pasar la vida «sin decir» en la antesala de la muerte.

 

Diré que —más allá de mi cabello sin forma,

de los élitros torpes de mis labios,

de mi frente alta como mirador sin estrellas

y mi nariz fracturada por el desasosiego,

incluso más allá de mi estado hipocondriaco

y del alcatraz oscuro que podo en la poesía—,

intento ser un hombre completo

en la boca del mundo que todo lo mastica.

 

La poesía es un pasillo en silencio

donde se exhiben las mutilaciones que celebra nuestra especie.

 

 

 

 

El petrificado de Pompeya

Para Erik González

 

Veo la imagen de un hombre convertido en piedra:

escultura tallada por la cólera del Vesubio.

 

Los huesos visibles en la longevidad de sus extremidades

son serpientes frenéticas que abandonan carne y epidermis.

 

Su muerte —misteriosa permanencia—,

es el fósil del mar: rastro absoluto en todas las especies.

 

Y yo me miro en su aspecto atribulado.

 

Cuando reviente el cráter ancestral de mi zozobra

y pavesas de nervios inhumen mis vísceras,

seré mi propia estatua:

la del hombre retorcido,

petrificado en el intento de huir en la poesía.

 

 

 

Una idea sobre la ausencia de Dios

Para Beatriz Camacho

 

La compasión de Dios me resulta dolorosa

como el mutismo del que canta para no colgarse de la higuera

y fingir ser miel adentro

del oscuro de su vida.

 

Caer es natural:

cae la lluvia y la placenta que abrazan las crías de los cerdos,

cae la vida

como cayó la gata que enterré, trémulo,

en el jardín de las caléndulas.

 

Cae despacio el peso de mi congoja

porque sé que sin caer en mi tumba

he caído

en el hueco de esta soledad que lleva

el nombre desgastado de mi especie.

 

Y sé que Dios no está más entre nosotros,

porque todo creador,

después de descubrir la joroba de su alma en la poesía,

se angustia y se da un tiro —es natural—

o vive en el engaño del aplauso para siempre.

 

 

 

Discurso como agua para el trigo

 

Puedo ser lo más renegrido,

ser el agua primigenia que recorrió el mar,

los ríos hediondos y el desagüe,

la lluvia que inundó las grandes metrópolis

y los que ayer fueron escenarios de la guerra

—termópilas y troyas

que hicieron de los mitos un lugar

donde las pavesas de las cosas destruidas

se detienen a morir como estatuas de luciérnagas—.

De mí han bebido las aves, los reptiles y los ciervos,

se han bañado prostitutas y reyes sanguinarios.

Han bautizado conmigo a los sucios y a los hipócritas.

Se han lavado las manos Caín y los muertos de su estirpe.

Soy la cólera de los océanos.

Soy el agua que colma los mundos de sustancia.

Soy la huella de lodo, los oscuros de la calle, de la vida,

y el tufo de la noche.

Soy el agua que escurre de anegadas azoteas.

Soy la lluvia enferma de gris plomo

y de dureza impasible, más vidrio que granizo.

Pero en tu imagen, madre, en tu sol de anciano cielo,

soy la boca en su sueño de caudal,

el agua recobrada, el vapor de un hombre

que asciende limpio

al pronunciar tu nombre espiga,

tu teresidad agitada en el ambiente

y tu naturaleza de dar el amor

como trigo de panes venideros.

 

 

 

Botella con epístolas

 

Recuerdo algo de mi infancia

por mi madre:

que leí las primeras líneas

de una carta que le enviaron desde California,

y que en ese momento,

acaso el más alacranino de su existencia,

supo que yo conocería

el dolor que llevaba

en su ser

como un laberinto de hormiguero.

Siempre fui precoz para dolerme,

dado que aprendí a leer

a los cinco años

y entendí después aquellas letras

enviadas por mi padre

(botella con epístolas, vidrio soplado

por el alcohol y la nostalgia).

Por eso quise escribir pronto:

para expresar este dolor

con cartas

dirigidas a la sombra de mi destinatario

e ir construyendo

una ausencia, la misma que soy

escondido en borrosos caracteres.

Hay algo de tristeza en las cartas,

porque los dobleces del papel

esconden liebres nerviosas

que jamás se dan alcance.

Aquellos escritos inseguros

de mi niñez

fueron, desde entonces,

el nido de los pájaros

que cantan hoy

alrededor de la jaula

que es mi madre sola

con su reloj de pulso descompuesto.

 

 

 

Tocar el mar, desvanecerse

 

Entre las sábanas que teje para su piel solísima,

ella evoca, toca su centro y es más que tibia espuma;

es un tronco en la saliva del mar que bufa taurino,

como un hombre —el suyo—

al morir con el miembro, frutolácteo,

colmado de cólera para su pronta inmolación.

Y cruje el corazón de la que espera, se dilata,

cuando brilla la sal de los resquicios

y se sumergen los dedos en el arrecife del éxtasis

al que se llega con voracidad, como cardumen,

antes de dar fin al océano y volver a la orilla

con la caracola de ayer en los oídos.

 

En un barco, a distancia,

es posible que alguien sueñe a la mujer desde el mástil.

 

¿Mujer o bestia?: alebrije marino

en las horas de humedad que la carcomen.

 

 

 

Carta con huracán y pájaros heridos

 

¿Es que el mar te desvía, padre?

Es que eres el mar y no vienes, ningún viento te empuja

hacia mi cuerpo encristecido.

Te atormentas.

Lo dicen tus cartas —la forma de mostrar tu indómita marea,

tu azotar de costas y el rayo que te parte—,

todo aquello que intenta ser amor

y termina destruyendo nuestra casa.

 

 

 

Carta deshecha en el mar del remitente

 

Aquel rosal, padre,

que sembraste en la orilla del patio

creció más que cualquier niño de la casa.

Eran majestuosas sus flores de sangre:

la tuya misma, en brote

por las estaciones de plomo

que nos despetalaron con indiferencia.

Pero mamá fue astuta:

fue, frente a sus hijos,

el Ladón rebelde de su cobardía.

Ella cortó, una mañana de pájaros dormidos,

cada tallo espinoso, cada suspiro amargo,

y desenterró la madeja de raíces.

En el hueco de la tierra, en esa herida

fértil del rosal,

trasplantó los pies de sus tres niños.

Tiempo después, los que fuimos estacas

cambiamos con premura:

crecieron nuestros cabellos y nuestras ideas,

nuestras manos y nuestras voces

en palabras

como una nueva raíz expandida por el aire.

Armando, el más pequeño,

se fue a la guerra

porque siempre tuvo las armas

en el nombre.

Marisol, con el mayor de los tres cuerpos

que soy, como Gerión de las Gadeiras,

siguió a Armando por las aguas:

tiene un ancla en el corazón

que ha de lanzar al mar

cuando termine de encontrarte,

más allá de los vientos y los cantos de sirenas.

—En el fondo, ambos hermanos te buscan

desaforados, cansados de no dormir

para ver las crestas de tus barcos a lo lejos—.

Y en medio de ellos, yo,

del brazo de mi madre

con quien sigo esperando tu retorno

y abonando el hueco del rosal

(la pureza de la infancia),

para que siembres el amor

como semillas de amaranto y de café,

porque tanta hambre

y sed de ti

tendremos hasta que el mar se detenga

frente a la montaña

y sea éste

el que se parta en dos

para drenar

las espumas del silencio.

Será posible gritar, hasta entonces,

nuestro vuelo de pelícanos

contenido por años

en un gesto de estatuas

con las alas abiertas y los ojos en el cielo.

 

 

 

Construcción por encargo, con balcón y laberinto

Para Sarah Martina,

hija de mi amigo Yan Ríos

 

Sarah, yo apenas veo tus ojos

e imagino tu voz

como el crujir de la simiente

en la tarde amarilla

y su marcha de personas tristes

cuando Cali es un cuerno

que hacen sonar a los gatos mustios

y el dolor anónimo

de un bebedor de aguardiente.

Te imagino, niña,

venteando tu vida, con ternura,

en el amplio corredor

que es tu padre,

sin sus huesos ya,

por proteger los tuyos

del frío y la rotura,

del mundo

y sus máscaras de llanto.

Sarah Martina, estoy aquí,

a distancia, atendiendo

el favor de tu padre:

construir una casa para ti,

con escalera y sentido,

con mil dormitorios

y un balcón para tu nombre.

Porque tu padre,

en tu vida,

está martinando su tiempo,

su amor de agua

y su voz de vaso

para que nunca tengas sed

en tu viaje por los páramos.

Esta es tu casa:

habita sus laberintos

y sus sótanos.

Yo sólo soy la mano

y tu padre el corazón,

el gran pasillo

por donde has de cruzar segura

al sueño, a la vida,

a tu rostro mismo.

Abre la puerta, sube,

estas palabras son tu desván:

aquí descansa

y recuerda que la poesía,

más allá de su hueco profundísimo,

es una de las mil habitaciones,

acaso la más espaciosa

para que puedas oír

el caracol de la existencia,

lo que calla el mundo

por gritar

los mares

menos impetuosos.

 

 

 

Monólogo de Telémaco, desde todas las fronteras

 

Sorprendí a mi viejo en la noche:

con una aguja, y la necedad de un escorpión, sacaba una astilla de la palma de su mano,

la misma mano que, en otro tiempo, también retiró astillas de mis dedos imberbes,

ansiosos por tocar el mundo, su rugosidad, su piel de guerra.

 

¿Qué fui para mi padre en sus veinte años de distancia?

¿Qué fui en su memoria mientras mudó la piel de su juventud en otras latitudes?

 

¿Acaso sabe el hombre por qué soy una cuerda con nudos y preguntas?,

¿sabe que advierto su añoranza por el viaje?

 

¿Qué sintió en California y en el Japón ―que predijeron sus libros escolares―,

mientras yo rodaba la roca de la infancia por las pendientes de mi ciudad?:

¿pisó alguna Ogigia y besó, a mediambre, los labios de Calipso?,

¿conoció a Circe y a sus cerdombres que trompean el trigo y la nostalgia?,

 

¿observó a Caribdis en el televisor con los grises del insomnio

y a la Escila del cáncer que desovó en su frente solísima?,

¿ató con fuerza al Cerbero del alcohol

el día que brinqué el muro del país y desperté con las sirenas de la migra?

 

¿Quién era yo en la ceguera de mi anhelo

por mirar su rostro y estrechar su cintura de dios minúsculo?

 

¿Quién era yo al cruzar la frontera y quién al regresar con la carta del fracaso

dirigida a mi madre y a mis hermanos que miré más como mis propios descendientes?

 

¿Qué fue de Francisco, mi nombre, que es el suyo siendo un río

en el intento de juntarse, sin desviación, con el mar que bufa entre los ebrios?

 

¿Quién soy ahora, al usar los signos del lenguaje

como si fuera el poema una aguja

y los recuerdos de la ausencia de mi viejo la palma de mi mano

donde asoman sus puntas las astillas?

Francisco Trejo (Ciudad de México, 1987). Estudió la licenciatura en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), la es ... LEER MÁS DEL AUTOR