Discurso como agua para el trigo
Como torso de Belvedere
Tengo algunas palabras para retratarme
y no pasar la vida «sin decir» en la antesala de la muerte.
Diré que —más allá de mi cabello sin forma,
de los élitros torpes de mis labios,
de mi frente alta como mirador sin estrellas
y mi nariz fracturada por el desasosiego,
incluso más allá de mi estado hipocondriaco
y del alcatraz oscuro que podo en la poesía—,
intento ser un hombre completo
en la boca del mundo que todo lo mastica.
La poesía es un pasillo en silencio
donde se exhiben las mutilaciones que celebra nuestra especie.
El petrificado de Pompeya
Para Erik González
Veo la imagen de un hombre convertido en piedra:
escultura tallada por la cólera del Vesubio.
Los huesos visibles en la longevidad de sus extremidades
son serpientes frenéticas que abandonan carne y epidermis.
Su muerte —misteriosa permanencia—,
es el fósil del mar: rastro absoluto en todas las especies.
Y yo me miro en su aspecto atribulado.
Cuando reviente el cráter ancestral de mi zozobra
y pavesas de nervios inhumen mis vísceras,
seré mi propia estatua:
la del hombre retorcido,
petrificado en el intento de huir en la poesía.
Una idea sobre la ausencia de Dios
Para Beatriz Camacho
La compasión de Dios me resulta dolorosa
como el mutismo del que canta para no colgarse de la higuera
y fingir ser miel adentro
del oscuro de su vida.
Caer es natural:
cae la lluvia y la placenta que abrazan las crías de los cerdos,
cae la vida
como cayó la gata que enterré, trémulo,
en el jardín de las caléndulas.
Cae despacio el peso de mi congoja
porque sé que sin caer en mi tumba
he caído
en el hueco de esta soledad que lleva
el nombre desgastado de mi especie.
Y sé que Dios no está más entre nosotros,
porque todo creador,
después de descubrir la joroba de su alma en la poesía,
se angustia y se da un tiro —es natural—
o vive en el engaño del aplauso para siempre.
Discurso como agua para el trigo
Puedo ser lo más renegrido,
ser el agua primigenia que recorrió el mar,
los ríos hediondos y el desagüe,
la lluvia que inundó las grandes metrópolis
y los que ayer fueron escenarios de la guerra
—termópilas y troyas
que hicieron de los mitos un lugar
donde las pavesas de las cosas destruidas
se detienen a morir como estatuas de luciérnagas—.
De mí han bebido las aves, los reptiles y los ciervos,
se han bañado prostitutas y reyes sanguinarios.
Han bautizado conmigo a los sucios y a los hipócritas.
Se han lavado las manos Caín y los muertos de su estirpe.
Soy la cólera de los océanos.
Soy el agua que colma los mundos de sustancia.
Soy la huella de lodo, los oscuros de la calle, de la vida,
y el tufo de la noche.
Soy el agua que escurre de anegadas azoteas.
Soy la lluvia enferma de gris plomo
y de dureza impasible, más vidrio que granizo.
Pero en tu imagen, madre, en tu sol de anciano cielo,
soy la boca en su sueño de caudal,
el agua recobrada, el vapor de un hombre
que asciende limpio
al pronunciar tu nombre espiga,
tu teresidad agitada en el ambiente
y tu naturaleza de dar el amor
como trigo de panes venideros.
Botella con epístolas
Recuerdo algo de mi infancia
por mi madre:
que leí las primeras líneas
de una carta que le enviaron desde California,
y que en ese momento,
acaso el más alacranino de su existencia,
supo que yo conocería
el dolor que llevaba
en su ser
como un laberinto de hormiguero.
Siempre fui precoz para dolerme,
dado que aprendí a leer
a los cinco años
y entendí después aquellas letras
enviadas por mi padre
(botella con epístolas, vidrio soplado
por el alcohol y la nostalgia).
Por eso quise escribir pronto:
para expresar este dolor
con cartas
dirigidas a la sombra de mi destinatario
e ir construyendo
una ausencia, la misma que soy
escondido en borrosos caracteres.
Hay algo de tristeza en las cartas,
porque los dobleces del papel
esconden liebres nerviosas
que jamás se dan alcance.
Aquellos escritos inseguros
de mi niñez
fueron, desde entonces,
el nido de los pájaros
que cantan hoy
alrededor de la jaula
que es mi madre sola
con su reloj de pulso descompuesto.
Tocar el mar, desvanecerse
Entre las sábanas que teje para su piel solísima,
ella evoca, toca su centro y es más que tibia espuma;
es un tronco en la saliva del mar que bufa taurino,
como un hombre —el suyo—
al morir con el miembro, frutolácteo,
colmado de cólera para su pronta inmolación.
Y cruje el corazón de la que espera, se dilata,
cuando brilla la sal de los resquicios
y se sumergen los dedos en el arrecife del éxtasis
al que se llega con voracidad, como cardumen,
antes de dar fin al océano y volver a la orilla
con la caracola de ayer en los oídos.
En un barco, a distancia,
es posible que alguien sueñe a la mujer desde el mástil.
¿Mujer o bestia?: alebrije marino
en las horas de humedad que la carcomen.
Carta con huracán y pájaros heridos
¿Es que el mar te desvía, padre?
Es que eres el mar y no vienes, ningún viento te empuja
hacia mi cuerpo encristecido.
Te atormentas.
Lo dicen tus cartas —la forma de mostrar tu indómita marea,
tu azotar de costas y el rayo que te parte—,
todo aquello que intenta ser amor
y termina destruyendo nuestra casa.
Carta deshecha en el mar del remitente
Aquel rosal, padre,
que sembraste en la orilla del patio
creció más que cualquier niño de la casa.
Eran majestuosas sus flores de sangre:
la tuya misma, en brote
por las estaciones de plomo
que nos despetalaron con indiferencia.
Pero mamá fue astuta:
fue, frente a sus hijos,
el Ladón rebelde de su cobardía.
Ella cortó, una mañana de pájaros dormidos,
cada tallo espinoso, cada suspiro amargo,
y desenterró la madeja de raíces.
En el hueco de la tierra, en esa herida
fértil del rosal,
trasplantó los pies de sus tres niños.
Tiempo después, los que fuimos estacas
cambiamos con premura:
crecieron nuestros cabellos y nuestras ideas,
nuestras manos y nuestras voces
en palabras
como una nueva raíz expandida por el aire.
Armando, el más pequeño,
se fue a la guerra
porque siempre tuvo las armas
en el nombre.
Marisol, con el mayor de los tres cuerpos
que soy, como Gerión de las Gadeiras,
siguió a Armando por las aguas:
tiene un ancla en el corazón
que ha de lanzar al mar
cuando termine de encontrarte,
más allá de los vientos y los cantos de sirenas.
—En el fondo, ambos hermanos te buscan
desaforados, cansados de no dormir
para ver las crestas de tus barcos a lo lejos—.
Y en medio de ellos, yo,
del brazo de mi madre
con quien sigo esperando tu retorno
y abonando el hueco del rosal
(la pureza de la infancia),
para que siembres el amor
como semillas de amaranto y de café,
porque tanta hambre
y sed de ti
tendremos hasta que el mar se detenga
frente a la montaña
y sea éste
el que se parta en dos
para drenar
las espumas del silencio.
Será posible gritar, hasta entonces,
nuestro vuelo de pelícanos
contenido por años
en un gesto de estatuas
con las alas abiertas y los ojos en el cielo.
Construcción por encargo, con balcón y laberinto
Para Sarah Martina,
hija de mi amigo Yan Ríos
Sarah, yo apenas veo tus ojos
e imagino tu voz
como el crujir de la simiente
en la tarde amarilla
y su marcha de personas tristes
cuando Cali es un cuerno
que hacen sonar a los gatos mustios
y el dolor anónimo
de un bebedor de aguardiente.
Te imagino, niña,
venteando tu vida, con ternura,
en el amplio corredor
que es tu padre,
sin sus huesos ya,
por proteger los tuyos
del frío y la rotura,
del mundo
y sus máscaras de llanto.
Sarah Martina, estoy aquí,
a distancia, atendiendo
el favor de tu padre:
construir una casa para ti,
con escalera y sentido,
con mil dormitorios
y un balcón para tu nombre.
Porque tu padre,
en tu vida,
está martinando su tiempo,
su amor de agua
y su voz de vaso
para que nunca tengas sed
en tu viaje por los páramos.
Esta es tu casa:
habita sus laberintos
y sus sótanos.
Yo sólo soy la mano
y tu padre el corazón,
el gran pasillo
por donde has de cruzar segura
al sueño, a la vida,
a tu rostro mismo.
Abre la puerta, sube,
estas palabras son tu desván:
aquí descansa
y recuerda que la poesía,
más allá de su hueco profundísimo,
es una de las mil habitaciones,
acaso la más espaciosa
para que puedas oír
el caracol de la existencia,
lo que calla el mundo
por gritar
los mares
menos impetuosos.
Monólogo de Telémaco, desde todas las fronteras
Sorprendí a mi viejo en la noche:
con una aguja, y la necedad de un escorpión, sacaba una astilla de la palma de su mano,
la misma mano que, en otro tiempo, también retiró astillas de mis dedos imberbes,
ansiosos por tocar el mundo, su rugosidad, su piel de guerra.
¿Qué fui para mi padre en sus veinte años de distancia?
¿Qué fui en su memoria mientras mudó la piel de su juventud en otras latitudes?
¿Acaso sabe el hombre por qué soy una cuerda con nudos y preguntas?,
¿sabe que advierto su añoranza por el viaje?
¿Qué sintió en California y en el Japón ―que predijeron sus libros escolares―,
mientras yo rodaba la roca de la infancia por las pendientes de mi ciudad?:
¿pisó alguna Ogigia y besó, a mediambre, los labios de Calipso?,
¿conoció a Circe y a sus cerdombres que trompean el trigo y la nostalgia?,
¿observó a Caribdis en el televisor con los grises del insomnio
y a la Escila del cáncer que desovó en su frente solísima?,
¿ató con fuerza al Cerbero del alcohol
el día que brinqué el muro del país y desperté con las sirenas de la migra?
¿Quién era yo en la ceguera de mi anhelo
por mirar su rostro y estrechar su cintura de dios minúsculo?
¿Quién era yo al cruzar la frontera y quién al regresar con la carta del fracaso
dirigida a mi madre y a mis hermanos que miré más como mis propios descendientes?
¿Qué fue de Francisco, mi nombre, que es el suyo siendo un río
en el intento de juntarse, sin desviación, con el mar que bufa entre los ebrios?
¿Quién soy ahora, al usar los signos del lenguaje
como si fuera el poema una aguja
y los recuerdos de la ausencia de mi viejo la palma de mi mano
donde asoman sus puntas las astillas?