

Presentamos un texto calve del celebrado poeta mexicano.
Francisco Hernández
En las pupilas del que regresa
I. (La llegada)
Llegué al pueblo temprano, en esos momentos de
leve escalofrío que nos sorprenden con los dedos
hundidos en la tinaja del agua serenada. La frescura
comenzó a despertarme. Recordé que nadie me había
visto, ningún perro me enseñó los colmillos.
El sol abrió los párpados. En ellos se internaron
espirales de humo que venían del basurero en llamas.
Para llegar al río tenía que cruzar la barranca donde
se incineraban desperdicios.
Caminé, a paso de ciego, con la mayor intensidad
que pude. Los zopilotes que temí de niño eludían
quemaduras saltando de un lado a otro: cómicos
saltimbanquis de circo en la desgracia.
Crucé los montículos encendidos y con el humo
denso picoteando el cabello y las pupilas, salí al
camino trazado por las recuas. La maleza se abrió
para dejarme pasar con la voluntad adormecida.
Nombres despreciados por botánicos pero repetidos
en los socavones de las brujas, sonaban despeñándose
dentro de mi cabeza: manto de la Virgen, flor de
culebra, palo de piedra, ojo de anteburro, hierba del
susto, mano de sapo, chorro de sangre, peine de
mico, lengua de garrobo, velo de novia, veneno del
Diablo.
Ya con el sol más alto, la brecha se abría hacia otros
linderos y los setecientos o siete mil tonos de verde
recortaban el vuelo de las garzas que, por completo
ajenas a mis reclamos, fundaban en el aire su
procesión de dagas fragmentadas.
La remembranza de viajes anteriores apareció en
algún lugar de mi cuerpo. Me temblaban las piernas,
que se iban por su cuenta en busca de otras
posibilidades óseas. Mis manos mostraban la novedad
de sus arrugas. Mi rostro fue una poza y enjambres
de dípteros lo utilizaron como hervidero. Papalote sin
hilo, voló mi piel a su aire. Ya nadie, nunca, podría
verme. Lo que restaba de aquel cuerpo tenía
consistencia de papel quemado. Pero yo sentía todo y
lo miraba todo: la nervadura de las hojas, el
desamparo de los tulipanes, la comunicación de las
arrieras, el pánico del zanate.
Al entrar en el río, las piedras se ablandaron para
estrecharme y hubo frutos que cayeron para probar
mi ausencia. De la garganta de los pájaros salían los
crujidos del puente. La espuma me cubrió con su sed
de nevar a los vivos y en la ribera surgieron cercas de
palo mulato para que mi respiración, que pesaba
igual que un yelmo, encontrara reposo bajo la fronda
y asideros que le impidieran rodar hasta los
remolinos de la compuerta.
Una oleada de peces luminosos se transformó en
cardumen de vidrios rotos. Río abajo se bañaba la
voz de una muchacha. Frente a la cascada, detrás de
los bejucos, nadaban tres nativos sabiéndose
inmortales y violentos, libres como una casa donde
nadie respira.
Con una piedra al cuello vi pasar mi infancia.