De cómo Robert Schumann fue vencido
por los demonios
De cómo Robert Schumann fue vencido
por los demonios
I
Hoy converso contigo, Robert Schumann,
te cuento de tu sombra en la pared rugosa
y hago que mis hijos te oigan en sus sueños
como quien escucha pasar un trineo
tirado por caballos enfermos.
Estoy harto de todo, Robert Schumann,
de esta urbe pesarosa de torrentes plomizos,
de este bello país de pordioseros y ladrones
donde el amor es mierda de perros policías
y la piedad un tiro en parietal de niño.
Pero tu música, que se desprende
de los socavones de la demencia,
impulsa por mis venas sus alcoholes benéficos
y lleva hasta mis ligamentos y mis huesos
la quietud de los puertos cuando el ciclón se acerca,
la faz del otro que en mi se desespera
y el poderoso canto de un guerrero vencido.
III
Cuando naciste surgió en el bosque
una inquietud extraña.
Criaturas belcebúes vertieron en un claro
el azogue de Los Gemelos
y una quemazón de unicornios
cimbró con su galope
el vértigo de la penumbra en disonancia.
–Este niño tiene que ser un santo a su manera,
dijo tu padre al contemplar tus manos.
–Será mi luz intensa, dijo tu madre
con los ojos vendados.
La mesa tuvo espigas
y relucieron lágrimas en las paredes.
Doblaron las campanas de la capilla
sin que nadie –ni el viento– las tocara.
Búhos destronados por cornejas
instrumentaron tu canción de cuna
y la noche te tomó en sus brazos
como a un relámpago recién nacido.
VII
En la primavera conociste a la niña Clara.
Ella jugaba dentro de una jaula
con los címbalos y el armonio
que la escoltaban desde su nacimiento.
De los címbalos partía la ráfaga
que corta los glaciares.
Del armonio brotaba El Intervalo del Diablo,
que al transformarse en burbuja
iba de las guirnaldas de yeso
a los enigmas de raso
y de las margaritas enrojecidas
al temblor de tus años.
Desde ese instante se azufraron las fuentes
y tu risa tuvo la forma
de los labios de la niña Clara,
del corazón maduro de la niña Clara,
de la gracia de la niña Clara.
XIX
Eras dos, Robert Schumann,
dos gemelos distintos en un solo cerebro
verdadero.
Uno quería que tu corazón
se enterrara dentro de un violín
y el otro que se sembrara
en una maceta.
Uno quería que tu mano derecha
se sepultara dentro de un clavicordio
y el otro que se guardara
en un barril de cerveza.
Uno quería que tu voz
se callara dentro de un caramillo
y el otro que resonara
dentro de una muchacha.
Eras dos, Robert Schumann,
dos gemelos distintos viviendo al borde
de un ventisquero.
Habla Scardanelli
I
Cómo cantarte, Diótima, sin vino
y con el piano mudo que a señas me congela.
Cómo describir, en su cadencia, tus lentas ceremonias
si no puedo beberte de mi vaso,
si no te me atragantas rumorosa,
si la botella rota no conserva tu ardor
ni los reflejos.
No hay alcohol, amantísima Griega de voz noble,
comparable a tus claras humedades:
las de tus ojos grandes y en destierro,
las de tus frescas lágrimas fingidas,
las de tu vientre ajeno que humea bajo la lluvia.
Cómo cantarte con la garganta seca,
cómo vivir si no puedo beberte devorándote,
cómo sorber tus músculos tirantes
de alta mujer bandera entre los hombres
si ya no estás emparedada en vidrio,
si resulta imposible pulverizar tus huesos.
Brilla perfecto el sol de los nocturnos.
El veneno en silencio merodea.
La quietud con sus fauces me rodea.
II
Cómo nombrarte, Diótima, sin vino en la mar alta.
Se resecan los vocablos innobles,
se agrieta la faringe bajo esta
sobriedad de hachazos,
no soportan tus lóbulos carnosos
mis huecas oraciones caídas del fermento.
Qué soledad más triste la del sobrio.
De la luz amarilla se desprende un tropel
de gnomos enyesados.
Abro la boca para que mis gritos
se adornen con vómitos o maldiciones
y las encías supuran
una dulce canción por la embriaguez perdida.
Cómo nombrarte, Diótima, si no soy el ahogado
amanecido en el centro de tu calma.