Francisco Brines. El más hermoso territorio

Presentamos dos textos claves del destacado autor español.

 

 

 

Francisco Brines

 

 

El más hermoso territorio

 

El ciego deseoso recorre con los dedos

las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,

y nada le apresura. El roce se hace lento

en el vigor curvado de unos muslos

que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.

Allí en la luz oscura de los mirtos

se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,

el feliz cuerpo vivo.

O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,

en el posar cansado de un ocaso apagado.

 

Del estrecho lugar de la cintura,

reino de siesta y sueño,

o reducido prado

de labios delicados y de dedos ardientes,

por igual, separadas, se desperezan líneas

que ahondan. muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad,

y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.

Son dos sombras rosadas esas tetillas breves

en vasto campo liso,

aguas para beber, o estremecerlas.

y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,

este dormido campo, y llega a un breve pozo,

que es infantil sonrisa,

breve dedal del aire.

 

En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles

se yergue el cuello altivo que serena,

o el recogido cuello que ablanda las caricias,

el tronco del que brota un vivo fuego negro,

la cabeza: y en aire, y perfumada,

una enredada zarza de jazmines sonríe,

y el mundo se hace noche porque habitan aquélla

astros crecidos y anchos, felices y benéficos.

Y brillan, y nos miran, y queremos morir

ebrios de adolescencia.

Hay una brisa negra que aroma los cabellos.

 

He bajado esta espalda,

que es el más descansado de todos los descensos,

y siendo larga y dura, es de ligera marcha,

pues nos lleva al lugar de las delicias.

En la más suave y fresca de las sedas

se recrea la mano,

este espacio indecible, que se alza tan diáfano,

la hermosa calumniada, el sitio envilecido

por el soez lenguaje.

Inacabable lecho en donde reparamos

la sed de la belleza de la forma,

que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.

Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,

la dureza del agua, que es frescura,

la solidez del mundo que me tienta.

 

Y, muy secretas, las laderas llevan

al lugar encendido de la dicha.

Allí el profundo goce que repara el vivir,

la maga realidad que vence al sueño,

experiencia tan ebria

que un sabio dios la condena al olvido.

Conocemos entonces que sólo tiene muerte

la quemada hermosura de la vida.

 

Y porque estás ausente, eres hoy el deseo

de la tierra que falta al desterrado,

de la vida que el olvidado pierde,

y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,

pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.

 

 

 

 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido…

 

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido

la inclinación del sol, las luces rojas

que en el cristal cambian el huerto, y alguien

que es un bulto de sombra está sentado.

Sobre la mesa los cartones muestran

retratos de ciudad, mojados bosques

de helechos, infinitas playas, rotas

columnas: cuántas cosas, como un muelle,

le estremecieron de muchacho. Antes

se tendía en la alfombra largo tiempo,

y conquistaba la aventura. Nada

queda de aquel fervor, y en el presente

no vive la esperanza. Va pasando

con lentitud las hojas. Este rito

de desmontar el tiempo cada día

le da sabia mirada, la costumbre

de señalar personas conocidas

para que le acompañen. y retornan

aquellas viejas vidas, los amigos

más jóvenes y amados, cierta muerta

mujer, y los parientes. No repite

los hechos como fueron, de otro modo

los piensa, más felices, y el paisaje

se puebla de una historia casi nueva

(y es doloroso ver que aún con engaño,

hay un mismo final de desaliento).

Recuerda una ciudad, de altas paredes,

donde millones de hombres viven juntos,

desconocidos, solitarios; sabe

que una mirada allí es como un beso.

Mas él ama una isla, la repasa

cada noche al dormir, y en ella sueña

mucho, sus fatigados miembros ceden

fuerte dolor cuando apaga los ojos.

Un día partirá del viejo pueblo

y en un extraño buque, sin pensar,

navegará. Sin emoción la casa

se abandona, ya los rincones húmedos

con la flor de verdín, mustias las vides,

los libros amarillos. Nunca nadie

sabrá cuándo murió, la cerradura

se irá cubriendo de un lejano polvo.