Franca Mancinelli

Libretto di transito

 

(Traducción al español de Roberta Buffi)

 

 

 

Por la tarde, con un cigarrillo entre sus dedos, mirando el cielo que se va oscureciendo como tierra mojada, mi padre riega. Cuando está allí abajo, escondido detrás de las tomateras, en el rincón más apartado del jardín, puedo oír desde el pozo el agua vertiéndose y bajando entre los gránulos, hasta las raíces donde se la espera. Ahí, donde el flujo se pierde, crecen hierbas duras con una pequeña flor, plantas con frutos venenosos. Sin embargo, no logro extirparlas, no logro reparar la capa.

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Yo era una casa habitada por plantas que se asoman a los vacíos, sutiles se envuelven dentro el desmoronarse de los muros. A esta casa, se le ha olvidado la puerta; se la ha tragado como un bocado que ha quedado un poco de través. Es así que van y vienen: golondrinas a la búsqueda de un refugio y luego libres gritan de placer.

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Con qué firmeza se queda de pie en unos pocos centímetros de tacones. Con qué valor se ha pintado la cara como señal. Y eso que el papel es uno únicamente, siempre el mismo: tiene que creer en él totalmente. Amar sus gestos calibrados, sus ojos en un punto lejano. Atarse los tobillos y las muñecas a su ausencia. No tiembles, no te deshagas por desmedido deseo. Quedarse así, dentro de una silueta; inacabada, perfecta para un lanzamiento de cuchillos.

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Me pongo y llevo cada mañana apretando, como si tuviera siempre otro número, otra talla. En la oscuridad crezco aún, como una planta que bebe del negro de la tierra. Para vestirse hace falta perder las ramas que se han ido alargando durante el sueño, las hojas más tiernas abiertas. Puedes oírlas caerse de repente como por un improviso invierno. En ese mismo instante además pierdes la cola y las alas que tenías. En alguna parte del cuerpo lo sientes. No sangras, es una privación a la que te han acostumbrado. No te queda otra sino la de buscar tu traje. Deslizarte como un rayo, hasta que la luz baje.

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Aquí lo que se cae se endurece en el espacio asignado por la casualidad o por el destino. Al caerse se abandona, pierde toda pertenencia. Empieza a crecer raíces, sutiles como cabellos. Pero hoy el tiempo ha entrado, resonando en los cristales. Las paredes se han vuelto finas, como si fueran membrana. Cada habitación entraba en otra, sobrepuesta como en un juego de dimensiones perfectas. Tan sólo quedaba una, profunda, de todas las otras. En ella entraba incluso el jardín, con lor árboles, la calle con los coches lentos. Te estaba haciendo esto, pacientemente, la lluvia. Al disolver una sílaba hasta el inicio de la articulación de un sonido. Al llevarte justo más allá del silencio. En esa duración podían regresar, hallar su propio lugar las cosas.

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Las frases no acabadas se quedan ruinas. Hay un pueblo entero a punto de derrumbarse que estás apuntando en ti. Conoces el dolor de cada una de las tejas, de cada uno de los ladrillos. Un ruido sordo en el claro del pecho. Sería necesario el amor constante de alguien, un hacer quieto que resuene en lo hondo del bosque. Tú que deshaces la maleta, se te olvida partir.

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La anciana que vive en el palacio de al lado sale de vez en cuando al balcón. Barre, tiende la ropa en la cuerda, la recoge, riega dos macetas. Una vez que se vaya, dejará un espacio limpio, que se ha ido amoldando a la forma de su vida. Esa precisión instintiva me guía por breves secuencias: desplazo el polvo, cambio de sitio a las cosas. Y como si estuviese reapareciendo de alguna niebla, de par en par se abre otro espacio en mi mente.

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En el jardín los coches de los mayores se quedan abiertos, algunas veces con la llave insertada en el salpicadero. Puedes entrar y sentarte en el asiento del conductor, llevarte a tu hermano en el asiento de al lado, a los amigos en la parte posterior, o si no puedes partir tú solo, girando el volante en las curvas, un poco a la derecha y un poco a la izquierda, pisando el pedal del freno o del acelerador, mirando en el espejo lo que dejas atrás.
Por delante, la misma imagen fija: las hojas del tilo que se abren en la luz, los pequeños ojos redondos de las cotorras en la jaula.

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Me llevas a salvo como si estuvieras levantando la parte más frágil de ti. Resistes en el tumulto. Y ahí estás en el umbral, atravesado por descargas de luz clara. Ya no tienes rostro, te has quedado fuera de todo perfil. Tan sólo luz clara. Quisiera recogerte con mis manos, contenerte mientras estás naciendo, pero te irradias: eres la corriente inicial que no se puede tocar.

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Hay una pequeña falla en tu pecho. Cuando lo aprieto o poso mi cabeza encima advierto este soplo de aire. Desprende la humedad de los bosques y el olor de la tierra. Las montañas cercanas con sus torrentes helados. Desde el instante que lo he percibido, no puedo hacer otra cosa sino reconocerlo. Incluso cuando en tu voz, una tras otra, pasan las aves de alta montaña y van formando una ruta en el cielo despejado. La falla está en ti, se extiende. Un soplo de frío te atraviesa las costillas y te está descomponiendo. Ya no tienes una oreja. Tu cuello se ha desvanecido. Entre hombro y hombro se abre la oscuridad poblada de bramidos, de llamadas de una rama a otra, en un declive abrupto, que no es atravesado por pasos humanos.

 

(de Libretto di transito, 2018)

Franca Mancinelli (Fano, Italia, 1981) Es autora de los libros de poesía Mala kruna (2007), Pasta madre (2013) y Libretto di transito LEER MÁS DEL AUTOR