Cartas del prisionero a Natacha
Por Jorge Boccanera
Enfundado en un abrigo oscuro y largo, bajo una gorra negra, se desliza Floridor, el poeta. Tras la barba mefistofélica se disimula un rostro aniñado y en algún lugar este chileno con aspecto de deshollinador, debe tener su bicicleta. Eso mismo seguramente piensa el guardia: “este tipo debe tener una bicicleta”, cuando lo sigue con la mirada y Floridor sabe que los ojos que vigilan sus movimientos no ven, sino que escarban, interrogan. Por eso deambula sin hacerles caso, como si estuviera en otra parte y no en el campo de prisioneros políticos de la isla Quiriquina, bajo la custodia de la Armada de Chile.
Lo prendieron para recluirlo en otra parte, no en aquella a la que se refería su madre cuando de niño lo veía distraído observando el vuelo del moscardón -“Don Mosco Zumbón/ Lobo alado/ Gruñón”-, sino en una enorme cárcel. “Siempre estás en otra parte”, le decía su madre cuando lo sorprendía distraído, siguiendo por la ventana los cielos de los territorios de nombres mapuches -Llanquihue, Malleco- donde se crió. Ahora está detenido, lejos también del Liceo de Norte Chico donde va a trabajar como maestro una vez cambiada la prisión por “relegación”.
Es sospechoso. Un tipo con pinta de deshollinador, podría tener una bicicleta: “Me registraron meticulosamente/ sólo hallaron retratos de tus ojos”, escribe. Para peor, poeta y sin pretensiones: “No espero que alguien baile en una pata; me conformo con que nadie ponga el grito en el cielo”, dijo una vez consultado por las expectativas que tenía respecto de sus libros.
Fue en 1973, cuando el dictador Augusto Pinochet desalojó del gobierno al socialista Salvador Allende, que apresaron a Floridor. Justo cuando la Universidad de Valparaíso preparaba la edición de su libro Con lágrimas en los anteojos. Ahora escribe poesía de amor como una de las tantas maneras de resistir a la sinrazón y la brutalidad. El guardia observa cómo ese hombrecito enjuto se desliza casi sin tocar el suelo y se le ocurre que más que caminar, pedalea. Sucede que el prisionero está enamorado de una mujer que describe, a quien quiera escucharlo, con estas pocas líneas: “pecosita, delgada, morena, pelo largo, nariz de respingo y ojos negros”. Y camina como si la llevara pegada al cuerpo.
Se habían conocido en Mortandad, un “lugarejo” –dice él- cercano a Los Angeles, en momentos en que laboraba como profesor rural y pasaba un momento emocional espinoso. Fue allí donde apareció de pronto esta veinteañera agitando un pelo azabache y lacio, plumereando su hastío y su aflicción. Arropada con el bullicio de su juventud, llegaba con sus aires de viñamarina y una legión de hermanas a un campo de su padre. Fue verse y quedar prendados. Natacha Raquel Aguilera, así se presenta ella extendiendo una mano suave y una advertencia: “no me llames nunca por mi segundo nombre, lo detesto”. Entonces pasó a ser la “Negra”: “siempre la llamé así –explica Floridor- lo que más que un sobrenombre es su chapa en las guerrillas del amor”.
El vate duda en hablarle de su realidad, piensa que puede ahuyentarla, para su sorpresa ella lo escucha sin pestañear; sobre sus ojos negros flota la palabra entereza: “Cuando nos enamoramos yo venía saliendo de un matrimonio fracasado y me había quedado con mis cuatro chiquillos, de ocho a tres años: Brisa, Chile, Rodrigo y Varinia. Ella los crió, la hicieron su madre y ella sus hijos”.
En el campo de prisioneros hay mucha vigilancia y extremos controles, para colmo no corre el sistema carcelario de visitas. Entre el 12 de septiembre de 1973 y el 12 de febrero de 1974, sólo se permite una visita y en un sitio público. El reloj es una pesadilla y los veinte minutos se consumen cuando recién han empezado a decirse algo; con ese tiempo escaso y un guardia armado a un metro de distancia, tratan de llenar los segundos con todo el cuerpo, respirando bocanadas de un mismo aire, inventando palabras con la mirada. Aprenden que también con el silencio es posible ir al fondo de las cosas.
Luego, él le escribe cartas, trata de mantiene diálogos imaginarios y hasta disimula en papelitos estos versos: “Amor/ me vas a perdonar no haberte contestado antes”/ No. No la voy a perdonar./ “Amor, no te imaginas cuánto he sufrido con esta separación”/ Sí. Si me imagino. Y también: “No puedo vivir sin ti, cariño”/ ¿Y por qué vas a vivir sin mí, carajo?/ Me tienes y te tengo. Y es lo único que tengo./ No se lo pedí a Frei./ No me lo dio Allende./ No me lo quitará la Junta Militar”.
El recluso que marcha bajo la gorra ha encontrado una manera de encubrir sus propios poemas; un día se le ocurre solicitar permiso para trabajar en una versión al castellano moderno del Poema del Mío Cid, extrañamente lo consigue y en esas páginas, subrepticiamente, intercala sus textos; los mismos que publicará diez años después con el título de Cartas de un prisionero (una vez en libertad dio a conocer esa versión del Mío Cid con el subtítulo de Imitación verso a verso del texto antiguo). Más allá del alambre de púas del campo sabe que lo aguarda su mujer, puede imaginarla y puede verla porque guarda su imagen. Su ingenio ha salvado de las requisas y las inspecciones una tira de fotografías de Natacha tomadas en una cabina tras depositar algunas monedas. Así, ella permanece, quieta y a la mano, para siempre pecosita, delgada, morena, pelo largo, nariz de respingo y ojos negros.
Floridor conversa con los gestos de ese rostro en blanco y negro; podría decirse que se trata de amor clandestino. Visita a escondidas a la Natacha de las fotos. Un día un teniente descubre su secreto y lo castiga: “por cada foto que rompía y tiraba al suelo -recuerda el poeta-, me daba un cachetazo”. Podrán romperle las fotos pero nunca quitársela del pensamiento, de la sangre. Aun recluido, castigado, en la noche de la celda puede ver a un hombre y una mujer saliendo de cacería buscando tórtolas, perdices y conejos con las escopetas que le robaron los uniformados; él una Winchester calibre 16 y ella una hermosa Belga del 36. En otra imagen están sentados en el verde con una botella de vino entre las manos o “sacándose la cresta trabajando”.
También para Natacha, el poeta es una presencia; lo imagina en algún cuarto de la casa o en el patio arreglando su bicicleta, mientras ella lee en su mecedora Humillados y ofendidos con su infaltable cigarrillo entre los labios, o escucha discos de sus artistas preferidos, Carlos Gardel y Sarita Montiel. Cuando la tristeza quiere flanquear la puerta, no la deja; cruza por el enjambre de niños tarareando una canción de Leonardo Fabio o se dedicas a la crianza de sus aves y sus perros. Sabe que el momento de juntarse va a llegar y entonces sí va a poder conversar como el gusta a ella, en la cocina, ¿acaso hay mejor lugar que la cocina para conversar? Allí pasa todo, desde el amor al llanto, desde la risa hasta los enojos de Floridor por su rigidez en sus “malditos horarios” –como les llama el poeta; “es estricta, a las 9 el aseo de la casa, a las 12 el almuerzo, a las 16 la once (la hora del té)”.
Cierto día, una voz informa que algunos reclusos van a ser trasladados a otra cárcel; en el grupo de mudados figura el detenido Pérez. Esa misma noche, entre las colchonetas de dormir y en los breves minutos que tienen para juntar sus escasas pertenencias, se organiza la despedida y Floridor lee por primera vez los poemas a Natacha. En uno de los papeles clandestinos de la Isla Quiriquina el poeta escribe una línea de Otelo de Shakespeare y deja constancia del momento, noviembre de 1973: “me amó por los peligros que he pasado / y yo la amé por condolerse de ellos”. Luego agregará con sus ojos en los de Natacha: “Creo que en tu caso habría que cambiar ‘condolerse’ por afrontarlos”.
En cada visita, ella le ayuda a sacar sus poemas de la prisión, los guarda en los puños de las camisas, esconde las cartas y hace posible que él pueda reconstruir muchos de sus textos. Aquellos que serán publicados por este juglar (como él mismo se autocalifica, un “juglar” extraviado en la era informática) en los últimos años bajo los títulos de Memorias de un condenado a amarte (1993) y Obra completamente incompleta (1997). Las denominaciones, en tono de parodia, dan cuenta del decir de un poeta que desmonta los aires de la solemnidad para volver una y otra vez a un universo bucólico, zumbón, fraternalmente socarrón.
Luego de Quiriquina, Floridor es confinado a la ciudad norteña de Combarbalá. Son años duros pero su mujer está con él, la misma Natacha que aun en la distancia le ayudó a soportar encierro y soledad, está a su lado. Ahora él puede apoyarse en esa sonrisa apenas esbozada, en su pelo nocturno. Pasan las horas juntos y están abrazados sin tocarse. A ratos ella se sienta a la máquina de coser y él se sumerge en una partida de ajedrez. Luego de largos silencios, el marido da pasos elásticos y largos por la habitación disertando sobre las bondades de la poesía sobre la narrativa; alega que la gente lee novelas cuando viaja, sale de vacaciones o está aburrida, mientras que la poesía es para cosas mayores. Ella, en un balanceo de cabeza, indica sin palabras que conoce de memoria ese argumento; él prosigue: “la poesía está para cosas más importantes que la sección de libros más vendidos”. Ahora Floridor se acerca en puntas de pie a ese rostro semicubierto por la cabellera lacia y abundante, y por sobre el ruido del pedaleo de la máquina intenta una copla: “Te miro y miro/ y ya no te veré más/ como te vi/ aquellos largos meses/ en que no pude verte”.
Permanecen aún relegados en esa zona, cuando Natacha conduce de la mano al poeta hasta la cocina y sirve dos copas de vino: está embarazada y la bicicleta corre en picada, sola, por la calle de tierra. En medio de la noche militar hay un destello que le quita harapos a la oscuridad. Por decisión materna se llamará Floridor Omar, un niño que apenas empieza a hablar le formula a su padre preguntas complicadas como ésta: “Papá, ¿por qué los aviones no aletean?”.
Ahora, con la premisa de que todo tiempo pasado fue peor, Floridor tiene delante un pastel con 63 velas iluminándole el rostro afilado cruzado por el bigote mefistofélicos. Conversa con sus muchos amigos con un vaso de vino en la mano; habla concentrado sobre su promoción, “la generación del nosotros” frente a la indiferencia y el individualismo actual. Ante el reclamo de sus compinches de juerga, accede a recitar su texto “Natacha”: “Le han dicho/ con ese hombre/ no tendrán dónde/ caerse muertos./ Le he dicho/ tendremos todo el mundo/ donde pararnos vivos”. Entonces ella, heroína del texto, levanta la copa de vino y agrega con un tono de sorna: “¡Sí! ¿Pero cuándo?”.
Después, los días aturdidos por las cosas sencillas, la conversación en vos baja circulando por las habitaciones, Natacha. que cruza un patio poniendo condiciones para viajar: “sólo hacia el sur y a no menos de ochocientos kilómetros de Santiago”, y Floridor reprochándole su ausencia en los recitales de poesía: “antes le gustaba estar en todos mis lecturas, pero ahora, como lo dije en ‘La musa se excusa’, está aburrida de repetirse en mis escritos”. Al rato están en la polvareda del abrazo o en la ceremonia de los obsequios, porque disfrutan ambos con una costumbre, la de hacerse regalos; claro que nunca en Navidad ni en fechas de cumpleaños, porque entonces el asunto pierde el encanto de la
la sorpresa. “Mi regalo más frecuente –dice el poeta- es una rosa”.
Y el tipo que habla continuamente de la vida, se jacta de haber habitado un pedazo de tierra chilena llamado Mortandad. Es un poeta flaco con aspecto de deshollinador que continúa pedaleando sobre el lomo de la vida, enamorado de esa Natacha a la que homenajea una y otra vez con versos que resuenan como piropos: “tu desnudez está dispersa por mis manos”.
Notas
Todos los testimonios son de una conversación de Floridor Pérez con Jorge Boccanera un 29 de abril del 2000 en Buenos Aires.
Natacha en casa
Ciertamente tu casa tiene puerta
-esa frontera entre tu mano y mi soledad-
pero es una ventana que te abre a la memoria
y aunque te retrataste de varias maneras
y caminamos entrelazados
o te mire dormir
tú serás para mí la niña que amasa:
el rostro de la niña que hace pan tras la ventana
-manos enharinadas, se supone-
y en el talle un ritmo de velero.
Bajo el porrón en ruinas
entonas a media voz
canciones que pasaron de moda
antes que aprendieras a cantar
pero que nunca fueron realmente oídas
pues hablan de una muchacha que sólo puedes ser tú
como nadie más pudo ser esa doncella
como el lirio entre las espinas
que yo leo a la sombra de tus cerezos
Porque las palabras no son lo que son
sino lo que nos dicen
y tú dices: -pasemos a la mesa-
sin pensar que tu boca despierta mi apetito.
Al hambriento que te devora
le ofreces pan de tu horno
al insaciable que en la puerta de tu casa
lo quema el adiós.
–De La pasión de los poetas, Buenos Aires, Alfaguara, 2002.