Floriano Martins

Figuras del tintero

 

 

 

 

 1. CRÓNICA DEL CONSUMO: LA LÁMPARA QUEMADA DE LA POESÍA

Un día de crónica no hace mal a nadie, caminar por las calles, vagabundear un poco más allá del puro vértigo de la imaginación, arriesgándose a vivir otra experiencia que no es la suya, una especie de estadía no estando, sintiendo con todo el espíritu cómo sería el mundo si por allí y en aquel momento no se estuviese en él. Claro que todo esto parte siempre de una presunción, considerando pertinente mi estadía en el mundo. No hay otra: el hombre ya viene de fábrica con esa débil arrogancia. Y el término no es incorrecto una vez que todo fue transformado en producto. En un mundo habitado por consumidores no hay más distinción entre compradores y vendedores, porque todos actúan, o mejor, sufren la actuación del mercado, en fin: lo que nos diferencia es un dato meramente temporal: cuando somos compradores y cuando somos vendedores. De tal manera que nuestra personalidad está medida por la carga horaria de actuación en una y otra instancia. Ni eso: ya nos permitimos tal ambigüedad, es decir, somos y no somos al mismo tiempo. Esto quiere decir que abolimos este concepto primero de la individualidad en el sentido de característica generadora de un ambiente múltiple en términos de tendencias, percepciones, interpretaciones, etc.

Pronto. Hay que ver detalles, nada más. Por ejemplo, saber si la amistad puede funcionar como un producto aspiracional. Vivir con más libertad significa no creer en más nada, no compartir opiniones, radicalizar el status de su condición solitaria en el mundo. Apagar todos los rastros de conceptos como los de confiabilidad y los de discordancia explícita. Es esto lo que está por detrás de la máscara de una entrevista con David Shah,[1] el simpático inglés, consultor de tendencias que, al diagnosticar el fin de la moda, nos lleva a una indagación: extinguido el hábito, ¿se extingue la cultura en toda su amplitud? ¿Cómo ser entonces un teólogo de la nada en una tierra de nada? ¿Cuáles son los hábitos de David Shah? ¿Lo que viste? ¿Con quién se encuentra? ¿En quién confía? En esta entrevista él hace una apología de la “recontextualización”, algo no tan simple como cambiar los muebles de posición en una sala, pero, al fin, esencialmente es esto. Las metáforas crean sus ambigüedades, y desgraciadamente ansían ambientarse, y es justamente cuando muestran lo que son: desambientadas.

Los poetas brasileros parecen discípulos de David Shah. ¡Ah, sí!, esta sería una primera reacción de un poeta brasilero, porque yo también soy poeta y brasilero. Pero la cosa no se resuelve – a favor de nadie – así tan fácilmente. Aun porque el dilema no se restringe al comportamiento del poeta brasilero. Hay un pasaje en la entrevista del inglés Shah en la que él asevera: “Hoy en día, la mayoría de los productos se parecen y tienen básicamente la misma cualidad, así sean japoneses, coreanos o británicos. Para diferenciarlos, es preciso atribuirles a ellos una personalidad”. Esta, que es la óptica del consumo, se asemeja mucho a una óptica no declarada del quehacer poético en Brasil. Recuerdo una afirmación que me hizo Ademir Demarchi, en una mesa en el Instituto Goethe,[2] en el sentido de que los poetas brasileros habían conseguido una técnica admirable. Sí, es verdad, dentro de los parámetros actuales de circulación, aceptados por la crítica – hoy restringida al ámbito del análisis académico -, todos escriben con certeza, con buena sintaxis, pausadamente, etc. ¿Se necesitaría entonces aplicar el método Shah, o sea, atribuirles una personalidad? No precisamente, porque de lo que se trata, antes que todo, es de la aceptación de que esa poesía se tornó producto, nada más; que es otra su instancia de actuación, y, a partir de ahí, evocar las tendencias del mercado editorial, etc. No importa, aquí, también se seguirá la senda de la poesía brasilera en sí, tanto como el comportamiento de nuestros intelectuales. ¿Cómo reaccionamos frente a las crisis? ¿Cómo las aceptamos? ¿Cómo pasamos por encima de ellas en un ejercicio de alejamiento?

Cada vez que el título de un tema en la imprenta acusa “No hay más moda”, esto nos lleva a pensar en correlatos del tipo “No hay más orgasmo”, “No hay más poesía”, hasta cuánto más. Todo el día la imprenta tiene que decir que algo no existe más, para que, de esta manera, pueda reanimarlo al día siguiente. Los periodistas no entienden más de ilusionismo que los poetas, apenas disponen más de espacio para el ejercicio de su perversión. Una afinidad en común que tienen los abogados con los periodistas, es que el asunto central nunca se restringe a conceptos como verdad y justicia, sin embargo, coinciden en su consecuencia: la ganancia de la causa. El titular es el engaño de la causa tratándose de la imprenta. Vivimos en un mundo completamente previsible, donde el informativo de la televisión, por ejemplo, confirma la ácida ambigüedad entre lo que relata y el ánimo que despierta en nosotros. En algunos casos es casi como un llamado: a pesar del mundo que les presentamos, traten de tener esperanza; pues, todo esto, porque tenemos que seguir vendiendo. He aquí donde David Shah está más implacablemente correcto: “Usted puede tener todas las ideas que quiera – es muy fácil ser creativo. Lo difícil es comenzar a producir lo que imaginó y colocarlo en la calle para ver si vende”. O sea, todo se resume a las técnicas de venta, una vez que la condicionante estética ya haya sido resuelta presumiblemente de manera conveniente.

La pregunta más certera entonces – porque todo es una cuestión de objetivo – sería: ¿qué es lo que están vendiendo los poetas brasileros? Ya en 1997 Jair Ferreira dos Santos sospechaba que “híbrida y superficial en su naturaleza, la poesía posmoderna (o cualquier otra) camina, todo indica hacia lo irrelevante y lo espectral en tanto como creación en la cultura y producto en el mercado”, y le da hasta un papel noble, al decir que “tal vez esté reservado a ella cumplir el tránsito del cadáver de la poesía como institución para su resurrección como hobby, juego tribal, aderezo en las subculturas del gusto”, luego recordando que “en ese nuevo status se va a asemejar a la filatelia, a la numismática”.[3] En este mismo caso, otro observador, Dante Lucchesi, comenta que “la sociedad posmoderna al tornarse una nebulosa de todas las lenguas posibles, vacía el poder de significación del lenguaje en la medida que lo rectifica, instrumentándolo, tornándolo un mero accesorio, del cual un artista, un estilista de la moda o un publicitario puede echar mano sin cualquier compromiso y con fines absolutamente pragmáticos”.[4] Otra cosa más, ¡con qué enorme facilidad todos nos tornamos víctimas de un sistema cualquiera! Por lo pronto, debemos añadir nuestra lista de afirmaciones caóticas al catastrófico “No hay más historia”. Siempre me pareció fascinante la sugestión de Barthes de ir al encuentro de todas las ideas recibidas… ¿Acaso no debería estar el poeta en el mundo para esto? Dos décadas antes de los brasileros referidos, ya alertaba Elias Canetti que “nadie sería hoy un poeta si no duda seriamente de su derecho de serlo”, atento, porque se mostraba la “perversa banalidad” que tomaría posesión de nuestro estar en el mundo.[5]

El dilema mayor todavía estaba por venir, considerando hoy que la reunificación evocada por Lucchesi incide apenas sobre el lenguaje, pero sí sobre el poeta, que no sabe a tiempo negarse a sí mismo, transgredirse, deshacerse del culto al yo con el que acabó imaginando el único sentido de su existencia. Él se tornó la cosa en sí, el “aderezo en las subculturas del gusto”, el que frecuenta fiestas, eventos, etc., donde la poesía nada más dice. Si acaso tal empresa se asemeja con aquel que profesa la filatelia o la numismática, tal vez sea apenas por el aspecto de coleccionista, en este caso un coleccionista de facetas, de gestos elocuentes al compensar la lectura con versos inocuos, por ejemplo; o compilador de ejercicios simpáticos en la articulación estratégica de la nueva marca con la cual se ocupa: él mismo. De esta manera vale la pena retornar a Mr. Shah cuando dispara que “las marcas pasan a ser como las familias, dan al consumidor estabilidad, una identidad”, en fin, “sustituyen a la Iglesia y a la familia real”. Por lo tanto, la colección del poeta se logra por medio de la cualidad accesoria de su plusvalía.

Evidentemente que ya no cabe hablar de posmodernidad, excepto como “recontextualización”, y entonces tenemos que observar una vez más la óptica de Shah, cuando considera la importancia de “deshacer las barreras entre las disciplinas como la moda, la iluminación, las ropas deportivas, los automóviles, y comenzar a pensar todo eso como una sola cosa”. Pero fue exactamente contraria la opción tomada por el poeta, que se aisló atándose en cualquier el lenguaje sin ocuparse de otras estructuras o disciplinas. No sé si aquí cabe la distinción que Roland Barthes comprendía entre contrario e inverso – “lo contrario destruye, lo inverso dialoga y niega”, pero es interesante acompañar su razonamiento: “me parece que solo una escritura invertida, presentando al mismo tiempo el lenguaje recto y su contestación (digamos para abreviar: su parodia) puede ser revolucionaria”.[6] El hecho es que el poeta condenó la lógica del mercado, por ejemplo, pero no la alteró. Apenas la repelió, sin transgredirla. Lo que hizo es que esta retornase vehementemente sacramentada por la desarticulación argumentativa de su ideal contestatario. Ni esto, porque no hubo retorno. Dio un paso tranquilo a su curso irrefrenable de consumismo, con el cual el poeta pasó a identificarse.

Pero, ¿dónde el poeta aprende a ser gente? En la transmisión de conocimientos, técnicas, fascinaciones, sueños. Anteponerse al pragmatismo tiene su dosis de valor, considerando que en él la satisfacción se agota en sí misma. Sin embargo, hay algo en el poeta y en el lenguaje que encarna, que es susceptible de aplicaciones prácticas. El poeta tiene que disponerse a cambiar la lámpara quemada del lenguaje, por ejemplo. Y para eso necesita comprender que él no es nada si no comparte mundos, y si no aplica su conocimiento en el mundo que habita. ¿Además podemos hablar en término revolucionario? Siempre dependerá del poeta. Él tendrá que aprender a contestarse a sí mismo, ante todo. Si a partir de ahí consigue renovar procesos, enigmas, deseos, bien, ya nadie se arriesgará a divulgar en tal territorio quemado para separarlo de sus granjeros.

No obstante, el poeta se ha convertido en pieza de consumo, a él no se le aplica la misma evaluación general de Shah, de que “el gusto por la ostentación está en baja” y que “estamos volviendo a la idea de la inteligencia como un lujo”. A veces el fulgor del espíritu es apenas un efecto. La ostentación fue desplazada del lenguaje hacia la figura del poeta, al punto de que los versos deben ser resumidos a la simple lapidación formal, no cabiéndole aplicar sentido alguno. El poeta sí, este tiene sentido, brilla por el lujo de su sagacidad, y no necesariamente por su inteligencia. No está en armonía con el mundo que lo cerca, pero, antes se exhibe como alguien por encima de todas las miradas. Es catedrático, distante, y al mismo tempo simpático, con aquel aire patético de grifa establecida. El poeta es la gloria en sí, aunque la gloria no lo reconozca. Alguien por dentro de la nada y por fuera de sí mismo. ¡Ah, sí por lo menos fuese alguien por dentro de la duda! La poesía perdió la atención hacia el mito, pura y simplemente porque el poeta en una bella mañana se despertó preocupado solamente con lo que debía vestir o no vestir.

De ahí que el negocio de las tendencias haya encontrado tanto terreno para evolucionar. No es que no existiese. El negocio de la creación siempre existió. De alguna manera uno desarrolla al otro. La presencia contestataria del artista daba parte a ese sendero de tensión. Pero cuando el “factor Celebridad” entra en curso, no hay duda que el negocio de las pólizas de seguro se siente reconfortado. El seno de una actriz, el pie de un atleta, y… ¿el poeta de qué estaría seguro? A veces es tan simple un jaque mate. Ya no disponía del mito, del conocimiento mágico, de la integridad, de la mínima noción de humanismo, su lenguaje había sido incorporado del todo por un fantasma, de manera que la joven, siempre tan simpática, en la recepción de propuestas de pólizas, le dice: “el señor no vale nada”. El poeta ni siquiera tiene el recuerdo del último verso escrito. Como recurso ante la gracia de la jovencita, aun intentó decir: “¿no puedo asegurar el producto con aspiraciones que yo soy?

Nos reímos de todo esto, sin embargo, faltó la parodia. El mito [está] considerado e incorporado a la discusión y al diálogo. En circunstancia alguna temer el ridículo en que se incurrió. La idea de sorpresa y excitación defendida por Shah tiene apenas una aplicación mercadológica. Él avanza en un área desguarnecida por el poeta. Es un hombre astuto, sagaz, que entiende más sobre el poeta – y no tanto de poesía – que cualquiera de uno de nosotros. Apuesta a nuestro constante egoísmo, a una comodidad tanto en el lenguaje en el sentido existencial, y su idea de “recontextualización” no va más allá de un proyecto ambientado en el sustento de su propuesta: “colocar objetos e ideas que tú conoces en otro ambiente, para producir sorpresa y excitación”. Quizás el principio de la creación poética deambule por ahí. Pero también estamos tratando del consumo. ¿Qué es lo que el poeta tendría que decir al respecto?

Al principio de la conversación yo andaba por una calle cualquiera, allá en el primer párrafo, y fue interesante pensar que la concepción de este artículo nada tiene que ver con un film que vi hace pocos días, The Forgotten (2004), de Joseph Ruben, donde había una reflexión aparente, sobre la conexión emocional entre padres e hijos, pero que por detrás de la trama me pareció que algo más sustancioso se erigía: todo conocimiento se anula en sí, si este no puede ser compartido. Anduve caminando por aquella misma calle, imaginando mil formas de estar en ella. Es lo que tengo hecho en cada verso, en cada paso de mi vida. ¿Dónde están “la Iglesia y la familia real” que perdimos en el decir de Shah? Ni de esto sabemos dar cuenta. ¿Para qué diablos están en el mundo los poetas? ¿Para escribir los versos más bellos esta noche? ¿Sin embargo, ya no fueron escritos? ¡El poeta quiere todavía más belleza? Pues que trate de vivir. Que trate de arrancar de sí la belleza suprema de existir, contra todas las marcas de lujo y todo el discurso pueril de los consultores de los comportamientos. Tórnense, por lo tanto, imprevisibles.

2. El FANTASMA QUE DANZA

¿Al final, Jelly Roll Morton fue el inventor del jazz o apenas un notable pianista de blues? O acaso la pregunta está mal formulada, y lo cierto sería indagar: ¿Jelly Roll Morton fue un notable pianista de blues o apenas el inventor del jazz? El jazz inventado por Jelly Roll Morton en New Orleans en 1904 se difundió por burdeles y otras casas nocturnas hasta 1923, cuando entonces graba el primer disco.

Un año después y del otro lado del Atlántico surge el primer Manifiesto del Surrealismo. Dos décadas adelante André Breton se referiría al collage inventado por Max Ernst como “una propuesta de organización visual absolutamente virgen”, sin dejar de decir al mismo tiempo, que correspondía, en términos de poesía, a lo que buscaran Lautréamont y Rimbaud. ¿Max Ernst sería entonces el mismo inventor del collage o apenas un notable pintor con tijeras y pegamento?

Él decía que otro notable surrealista, René Magritte, era autor de innumerables collages pintados a mano. Jelly Roll Morton sabía que la cultura criolla era lo que diferenciaba en el jazz que inventara. Así como Max Ernst, sabía que no es el pegamento lo que define al collage. Él, que comenzó pintando, siempre confesaría su deseo de ir más allá de la pintura.

La variedad de técnicas asimiladas o descubiertas por Max Ernst encuentra alguna relación con la diversidad de estilos musicales que Jelly Roll Morton evocaba o encarnaba en su piano. Ambos sabían que el instrumento no era propiamente el piano o el pegamento. ¿Cómo separar en Max Ernst o Jelly Roll Morton lo que es frotamiento, gospel, ponta seca, ragtime, agua-forte, blues, África, Caribe, visión, obsesión? ¿Sería correcto resumir todo en un collage total o en la escritura automática? No hay justicia o corrección en el territorio de la recepción artística. Una frase intencional de efecto se puede instaurar suprema e incuestionable y atravesar los siglos. Los libros de historia que alimentan a las últimas cuatro o cinco generaciones están repletos de eventos y hechos que ya no corresponden a la realidad.

Al introducir la palabra (realidad) lo hago como quien sugiere el enderezamiento visceral del problema: jamás se trató de una condición singular: no hay nada más múltiple y diverso y circunstancial de lo que es la realidad. Jelly Roll Morton no inventó el jazz. Max Ernst no inventó el collage. Tal vez no hayan ido más allá de experimentar equilibrando la relación entre composición e improvisación. No querían ser cómplices ni de Dios ni del Diablo. El ritmo habanera de Jelly Roll Morton al piano en la primera década del siglo XX era una anticipación del mismo orden del romance-collage de Max Ernst. En los dos casos no había una ruptura, en lo que se puede decir, respecto a una coherencia narrativa, pero antes había otra manera de percibir las conexiones (allá vamos) entre el ser y el tiempo.

El hecho de haber un recorte “parcialmente lógico” en el collage de Max Ernst tal vez estimule una contradicción en lo que dice respecto a la escritura automática. Hasta hoy el surrealismo padece los efectos de ese error de lectura. ¿El collage de estilos en Jelly Roll Morton es suficiente para inventar el jazz? ¿Hasta dónde el jazz se definía únicamente como un torrente incontrolable de improvisación?

Las realidades que se amontonaban alrededor del jazz y del collage, a lo largo de la mitad del siglo XX, conducirán a una curiosa circunstancia que, ya en los años 60, se presenta como una segunda vanguardia. Una década intrigante y repleta de inventores. La música politonal (sic) de John Coltrane, los efectos escenográficos evocados por Joseph Beuys, la erradicación de la malla armónica en el free jazz de Ornette Coleman, sumándose ahí la frustrada prefiguración de un anarquismo que perdería componentes en el caldero alquímico donde luchaban la sociedad del espectáculo y el mayo del 68, hasta entonces sin darse cuenta lo similar que eran de siameses.

Pobre Max Ernst. Pobre Jell Roll Morton. Su notable petición a la necesidad de fusión permanente entre composición e improvisación fue una vez más olvidada en nombre de una obsesión u otra: ahora la composición, ahora a improvisación. Entonces ya no había más surrealismo. El surrealismo siempre fue sordo, y perdió mucho por esto. Lo mismo que Joyce Mansour tenía dicho que no es una determinada técnica pictórica que puede ser entendida como surrealista y sin el pintor, o sea, su visión de la vida, el surrealismo ya entonces había descartado algunos de sus más importantes nombres adheridos a la pintura por la resistencia en aceptar que por detrás de toda visión de la vida hay una técnica en la que ella se manifiesta.

La subversión también es una técnica. Así como la dialéctica, el vértigo y la inconsecuencia. La realidad exige talento. Descarta al inventor del jazz y preserva el notable pianista de blues. ¿Todos somos un invento de la realidad o apenas sus notables ejecutores?

Así es que en los años 60 las técnicas se multiplicaron desordenadamente y no cabía más hablar en tensión narrativa. Convulsión política, conflictos raciales, anarquismo, rebeliones sindicales, se encontraban en el mismo césped que la discontinuidad armónica, exotismos melódicos, instalaciones, body art, presagios de los multimedios, minimalismo etc. Se tiraba para todos lados. Quizás el único objetivo fuese el de la regencia del espectáculo. El estilo Broadway de seleccionar bailarines para sus temporadas. ¿Sería así tan simple?

René Magritte entonces recordaba que la técnica es indispensable para tornar la obra visible pero que no alcanza la suficiente importancia más allá del medio. Él destacaba también que es estúpido (así se refería al tema) el demasiado interés por la técnica. René Magritte se refería a la pintura como el pensamiento que ve. De alguna manera sobrevivimos al siglo XX, y la subversión se convirtió en muchos casos en servilismo. Ya no tenemos más inventores de jazz o notables pianistas de blues. La sociedad del espectáculo preanunciada en los años 60 se instauró de tal manera que abolimos la dualidad composición/improvisación, sustituida por una masa informe que opera en el sentido de limitar la sensibilidad y no de agudizarla. Resta saber si aún hay una manera hoy de pintar en día, o si acaso todo se convirtió en una visión de productores.

***

¿Cuál es el verdadero tiempo en el que habitamos con nuestras creaciones?

Me ronda el fantasma de Jelly Roll Morton y lo hace siempre bailando con el de Max Ernst. Una agenda tomada de recortes que son atajos cuya guía o seña es más que una salida. La solución como consecuencia y no como meta.

Es así como el lenguaje me acomete.

Sin una idea fija de una actualización permanente. Dedicada intensamente al parto normal. Sin fórceps o cesárea, sin este sentido comercial que confunde las tarifas de la medicina, desequilibrada de principios que también el arte creyó para adoptar. No hay brutalidad mayor que el alejamiento. Atención al mundo, a sí mismo, a todas las cosas de nuestra vuelta. Todos los sueños son reales, como defendía Artaud.

¿Por dónde camina mi pensamiento? Por mares de espíritus diferentes, por ríos de sombras encantadas y también por los charcos de sangre que identifican ciertas opciones que no aceptamos como tales. Metáforas de todo orden que muchas veces funcionan como estímulos intelectuales, pero que se tornan enfadadas, mecanismos usados, si no las insultamos para que abandonen esa condición obstinadamente única, y se lancen más allá de sí… más allá de toda metáfora.

Al cuerpo desnudo de la mujer deseada extendido sobre la grama decirle que sea más que simplemente el cuerpo del deseo. O el mobiliario trazado por la mirada, por más que se configure la realidad tangible, que va más allá, y descubra una manera de mudarse al mismo tiempo palpable e imprevisible.

Claro que hay un momento en que lo auténtico y lo falso dividen la misma cama. ¿Resta saber si entonces también cabría distinguirlos? No somos propiamente el Bien o el Mal, pero ante todo nos dejamos regir por ambos, y así es que nos revelamos en la irritante precisión con que tales fuerzas se entrelazan.

No es la semejanza del hombre con Dios lo que debe preocuparnos, pero sí la semejanza consigo mismo. ¿De qué manera conjugamos el deseo y la hipocresía, por ejemplo? La palabra pudor es un desacato, la gran aberración que cubre nuestra inhumanidad. Consecuentemente no hay fraude mayor que el de la belleza. Si yo me refiero a la magnífica ilusión de la libertad posiblemente sea aceptada mejor que lo que digo. Sin embargo, no hay diferencia entre tales parámetros.

El caso de Robert Mapplethorpe permanece paradigmático en nuestro tiempo. Sus desnudos oscilaban entre lo sublime y lo pornográfico, mejor dicho, de lo masculino a lo femenino. Toda la intensa relación entre volumen, sombra, movimiento sugerido, ángulo, etc., en nada fueron observados cuando delante de la mirada lo que se apreciaba era el sexo masculino, erecto u oscilante, despierto o disperso. Ni las mismas mujeres salieron en su defensa.

Es así que la belleza es un atributo de la mujer y no de lo femenino. Un fetiche con área de actuación prevista en la ley. Ley moral. Esta que torna secundaria toda y cualquier modalidad de juzgamiento del otro. No adelanta invertir los valores y declarar algo “bello como un ejercicio derrotado” como lo hizo Joyce Mansour.

No obstante, siempre que intentamos tocar la belleza, recibimos un choque de realidad que nos aclara sobre sus límites morales. Breton estaba seguro al decir que la belleza no se encuentra en un punto muerto, pero sí en la propia vida. Claro. Es lo más intenso que hay en nosotros. Es nuestra gran verdad. El atributo más precioso de la perfección. La perfección del amor, la perfección del crimen, la perfección de la ilusión. Todo lo mejor que hacemos en la vida, lo hacemos en nombre de la belleza.

Ahora podemos entender entonces lo que dice Joyce Mansour, y hacerle coro diciendo: bello como el choque de aviones contra las torres gemelas. ¿No puedo? También allí un ejército fue derrotado.

Max Svanberg dijo una vez que “para conseguir la belleza nítida es preciso, pienso, ser consciente, hasta el sufrimiento, de la presencia terrible de la muerte”. ¿Qué belleza entonces anhelamos: una belleza de medias circunstancias? Hay un claro refinamiento libresco en la perfección. Ya no se trata de la banalidad del mal, pero sí de la ambigüedad del bien. Tal vez la única belleza posible sea de orden cosmética, y gloria cínica: el culto a la deformidad del ser para atender aquella convulsiva de todas las máscaras de la belleza: el mercado de las emociones.

No hay relación más intensa entre arte y belleza que en nuestro tiempo. Todo esto suena anacrónico porque la religión y la ciencia, antes que el arte, recurrieron a los mismos métodos. Pero como también teníamos que darle un realce a la creación de la belleza, como también insistimos en la dimensión sublime de lo bello, cabe entonces recordar que nada sobrevive lejos de la presencia terrible de su contratiempo. Negar u obnubilar la expresión de esa relación íntima de los contrarios es substancialmente una representación de la hipocresía para toda la eternidad. Es lo que hemos hecho. Y lo hemos hecho a la perfección, de manera que esta es nuestra belleza.

El chileno Braulio Arenas, como prácticamente todo o cualquier surrealista, de monederito o no, se adhirió a los efectos pirotécnicos de la analogía, y en él encontramos esta preciosidad: “Bella como una rosa que resuelve, de una vez por toda, el laberinto”. Imagen que puede ser actualizada de la siguiente manera: bella como una rosa de plástico que engaña laberintos. Sería como cambiar un artificio por otro. Un resplandor de la retórica. En el fondo, la belleza que tanto ostentamos nos imagina como púdicos conformistas. El arte no tiene la menor idea de la guerra santa que el horror emprende para librarse del cine de la belleza.

He aquí la primera revolución que se exige de un creador: identificar a Braulio Arenas, como casi todos los efectos especiales que lo hacen sentirse circunstancialmente bello. Y detonarla sin pudor.

La belleza será impúdica o no será.

3. EL TAZÓN DE LOS PROVERBIOS

En un film de Wim Wenders, el personaje representado por el actor Sam Neill, suelta un reflejo revelador en medio de la charla: “Solo los milagros tienen sentido”. No lo hace sin pensar, el personaje es un escritor. Resisto en usar el término, por una desgastada connotación, venga por parte de los excesos del realismo o de lo sospechoso de la alienación. Un tema actualmente empeorado por el entremés de la conveniencia, dieta preferida por muchos. De cualquier forma, es un término como cualquier otro. No limita a la víctima o a la divinidad. Tampoco le salva de cualquier resbalón o pecado más grave. Y, para muchos, en sociedades que todavía hoy se desgarran entre un romanticismo cursi y la versión vulgar del utilitarismo, la indagación reincidente ostenta un inconfundible olor a naftalina: ¿para qué sirve un escritor? Como si fuese parte del script luego de indagar por la utilidad del político y del líder religioso. En lo profundo, la pregunta tiene su gracia, la de desmantelar un mecanismo de creencia, no en la utilidad del escritor, si no en su esencia, en lo que él realmente piensa acerca de lo que es y lo que hace. Desvestimos un santo para vestir a otro. Aunque en ninguno de los casos haya santo alguno. Quedémonos con los milagros, por lo pronto, y olvidemos los santos.

El primer milagro es el de la travesía. Hay un proverbio yugoslavo que aconseja: Diga la verdad y salga corriendo. Para aquellos que no gustan de perder la gracia del chiste, hasta hoy no se sabe si este proverbio fue la causa real de la desaparición de Yugoslavia. La travesía es más que la celebración de las desarticulaciones. Gracias a ella confundimos las formas, descubrimos a otros dentro de nosotros, y nacemos infinitas veces. Y elaboramos el coraje para decir lejos de casa lo que debajo del techo ni pensamos. En Europa Murilo Mendes llegó a declararse surrealista. En Brasil sabía el riesgo mortal que esto significaba. El chileno Vicente Huidobro encontró en la lengua francesa una forma de librarse de la gran influencia de la cultura europea en su poesía. Al escribir en francés rompió el huevo de la serpiente descubriendo así su fuerza vital. ¿El provinciano es aquel que solo dice la verdad en su casa? ¿O es el que no rompe con la cáscara del huevo? El así llamado mundo de afuera acaba de subvertir la propia imagen que hacemos de nosotros delante del espejo. El principio de la constitución de un nuevo ser, la asociamos a la ruptura con el progenitor de un nuevo ser, de una nueva personalidad. No importa con quien rompemos. ¿Pero quién se pone a pensar esto cuando ya casi nadie sabe fritar huevos por la mañana?

El primer milagro persiste: el punto de origen. Los chinos acostumbraban a creer que el largo viaje comienza por un paso. Con esto, es posible que ni exista un segundo milagro o que los milagros no se acumulen. Ellos son como la gran casa de singularidad, en el sentido de que a cada vida le corresponde un milagro. Revisando en la biografía de los artistas que desempeñaron el papel fundamental en la progresión de lo que podríamos llamar milagro de la creación, la vida de ellos es todo, al parecer, menos envidiable. ¿Quién desearía estar allí, en su lugar? Todos desean la fama, la gloria, el prestigio, la cuenta bancaria bien sustentada. El arte nos divierte o sustituye en nosotros una verdad que es dictada también por nosotros y quizás nos obligaría a salir corriendo. El arte es la mejor disculpa que tenemos para permanecer donde estamos.

Es posible que el mayor de todos los milagros sea el hallazgo o descubrimiento de otro que hay dentro de nosotros. Aquél que es revelación y confirmación de nuestra naturaleza. Para él no hay un segundo significado. Puede ser el amor, la poesía o la libertad. Para algunos es el amor con quien siempre soñó. Para otros es una revelación de una donación. O esos jardines que salimos a visitar como si el verdadero símbolo de la felicidad estuviese en permanente desplazamiento. Los griegos acostumbraban a decir que un cuervo no saca el ojo de otro cuervo. Una metáfora que no se aplica al hombre. De esta manera el milagro es cuando recibimos un ojo. Tal vez por haber tenido una vida repleta de música, incluyendo la amistad con los músicos; siempre pensé en ella como una jam session. Fue lo que más me atrajo cuando descubrí los juegos surrealistas. El dilema fue cuando luego descubrí que también el milagro era bueno, pero el santo no. No es fácil convivir con los poetas. La gran proeza de los poetas es la elasticidad de su ego. No obstante, esa firmeza de carácter quizás sea una virtud humana, y es curioso cómo ella se propaga entre poetas. Cuando crucé el umbral de la primera mitad del siglo vivido, fui visitado por dos milagros en la poesía. Escribir poemas a cuatro manos sin que el poema en sí sea descuartizado por la trampa del ego. La brasilera Viviane de Santana Paulo vive e Berlín hace muchos años y no la conozco personalmente. Conocí al mexicano Manuel Iris en un duro invierno de 15 grados bajo 0° en Ohio. Ni el frío ni la distancia dieron cuenta del calor de una identificación inmediata. En el caso de Manuel la intensidad fue tanta que en la mezcla de portugués y español escribimos un libro tomando por base el jazz y poco a poco fuimos fusionando los dos idiomas descubriendo palabras en común en intensa alquimia verbal. Con Viviane seguimos degustando nuestros abismos más secretos, una comunión sagrada donde los ambientes individuales de la escritura se funden e inventan otro ser. Dicen los tibetanos que hay tres cosas que jamás vuelen: la flecha lanzada, la palabra dicha y la oportunidad perdida. Sin embargo, la memoria siempre vuelve, y trae consigo el martirio del objetivo no alcanzado, de la sordera delante del compromiso de la palabra dicha y de las artimañas que tornaron las oportunidades perdidas. Con todo, siempre sobra un poco de destino en el traje de la existencia.

Hay un proverbio brasileiro que dice: El viaje es más rápido cuando se tiene buena compañía. Como el viaje entre los músicos. El viaje mítico, es demasiado romántico, como muchos pueden pensar, en una carroza de actores. Cuando dejamos al verbo escurrirse por la espina vertebral con esa mezcla de vértigo y encantamiento, el misterio del descubrimiento, es que satisfacemos la vida con toda la fuerza de nuestro espíritu. ¿Quién podría imaginar una carroza con poetas? Podemos pensar en un encuentro mágico o encantado, si acaso ellos se divirtieran entre sí haciendo desaparecer al otro en el fondo falso de su truco. ¿Los magos dividen la cabaña en los campamentos de un gran circo? El poeta debe preferir el viaje más largo, y sin buena compañía. Cada vez que pienso en esto me siento menos poeta. O tal vez no esté más sabiendo escoger bien mis proverbios.

Yo vi a un verbo corriendo como si experimentara escapar de una fábula. Desde aquí, de donde yo lo veía, sabía que no iba a ninguna parte. Un inepto llena la propia vida de máximas. Ya vi ineptos que no sobrevivían sin reproducir frases de Schopenhauer. Yo soy el inepto que me pongo aquí a cotejar proverbios. Es un bulto sin fondo. Tiene uno que garantizar que la práctica lleva a la perfección, excepto en la ruleta rusa. En circunstancia alguna el golpe de suerte se deja dominar. Juguemos a los dados con Dios la vida entera y nunca nos mofaremos lo suficiente para postergar el juego. Porque la vida será siempre la mesa de apuestas y no la ventanilla de pago de las fichas. ¿Ya nos estamos distanciando de la poesía? ¿Vinimos aquí para hablar de poesía? No lo sé. Siempre pienso que cuando hablamos de cualquier cosa que sea indispensable en nuestras vidas estamos hablando de poesía. Lo que es distinto de hablar de un poema. La poesía es lo que tenemos dentro y delante de nosotros. La travesía, el largo viaje, el milagro. Los poemas nacen de los viajes, como cualquier instancia de creación. La nivelación precaria que inventamos en la línea del horizonte. El verbo dilatado. La sensación de ser extranjero en cualquier parte. ¿El poeta es aquél que no desiste un solo instante de adaptarse a la vida, o es el otro que vio en el artificio de la novedad un buen negocio? La verdad se quema en las manos de la existencia. Es una fatiga de la historia cuando ella apunta al poema como si fuese más importante que el hombre. El poema es un valioso reflejo de su estar en el mundo. Y cuando se canaliza al ser inepto o invariablemente pragmático, es imposible seguir creyendo que un dado apenas tenga seis caras.

Los proverbios son como piedras de sal puestas en la lengua de la historia. Hasta hoy no entiendo la razón que llevó al español Juan-Eduardo Cirlot a no incluir “proverbio” entre los vocablos de su diccionario dos símbolos. El arte, la política, la religión, no dan un paso adelante sin el juego astuto de las máximas. Al César lo que es del César; La necesidad es maestra; Cada cual tiene la edad que parece tener; Más vale testigo que fiador; Ladrón adinerado no muere ahorcado; Quien solo anda en la línea el tren lo atropella, – esto no tiene fin. En un adhesivo (stíker) de un auto encontramos una [máxima] que reza simplemente: Dios es fiel. Nunca sabremos cuál dios ni a qué o a quién él es propiamente fiel. Su astucia incuestionable está en la indecisión. Para ellas, cuanto más se vive, más se ve. Para la poesía, quien define la extensión de la mirada es la intensidad. En conversación con la pintora húngara Susana Wald, ella me dice que lamenta que siempre estemos justificando lo que hacemos, como si la vida nos impusiese otra cosa. La vida somos nosotros, y no nos imponemos algo distante de nosotros. ¿Por qué elaborar una idea tan negativa de lo que somos en la vida? Casi siempre estamos curando alguna herida. El arte, en su mejor sentido, es un puesto de emergencia para las almas heridas. No es para ser gracioso como quien viene aquí a reírse un poco de todo. Aun serio, desde que cada uno lleva en la seriedad, esa necesidad de reírse un poco de todo. ¿Quizás un proverbio? ¿Qué tal un plano de fuga? Un sueño. La vida está grabada en nosotros a partir de la señal de dolor, más que propiamente que la señal de alegría. Lo que no me agrada en la condición tripartita de un viejo amuleto es que la ciencia corresponda a la duda, la creencia a la religión y al arte el hecho de maravillarse. Este trébol de tres hojas jamás me convenció. Cuando pongo mi vida en un tazón, lo hago en el sentido de que ella sea probada por todos, similar a mí al renovarme al contacto de cada labio.

Aquí debería haber un silencio inquietante en la forma de una pregunta irrevelable: ¿esa cosa no tiene fin? Es verdad. En cualquier cultura los proverbios enseñan a no demorar mucho el vuelo. Es curioso porque apunta en la dirección de una presunción de la que estamos siempre muy próximos de las descubiertas, al mismo tiempo en el que puede delatar un cuidado para que el santo de la casa nunca desista del martirio al cual consagra su vida.

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Notas

1.“No hay más moda”, entrevista realizada por Luciana Stein. Época # 336, São Paulo, 25/10/2004.
2.Ciclo de palestras y debates: “Además del mercado: Literatura/As revistas literarias”. Instituto Goethe. São Paulo, SP. Octubre de 2001.
3.“El cuerpo despedazado de Orfeo”. Revista Poesia Sempre # 8. Rio de Janeiro. Junio de 1997.
4.“Poéticas del posmoderno”. Revista Poesia Sempre # 8. Rio de Janeiro. Junio de 1997.
5.“El oficio del poeta” (discurso proferido en Munique, en 1976).
6.“Sobre El sistema de La moda y el análisis estructural de las narrativas”. Entrevista a Raymond Bellour. Les Lettres Françaises. Paris. Marzo de 1967.

Floriano Martins (Brasil, 1957). Poeta, editor, ensayista y traductor. Es director de ARC Edições y Agulha Revista de Cultura. Su sello editorial ... LEER MÁS DEL AUTOR