Cuarentena
Cuarentena
Vigilia.
Una escalera, como la de Jacob,
se alza hacia un lugar o espacio
desinfectado, limpio
de impurezas y vidrios,
como si el orden de un dios,
menos creador y más galeno,
hubiera diseñado un olimpo feliz
para sus hijos.
¿Cómo explicar esta pandemia?
¿En qué lugar de la casa
hueco de la escalera, jardín,
me ocultaré hoy?
En el sótano duermen las maletas anestesiadas,
y una caja fuerte vacía de tesoros.
Miento, guarda el juramento
a la patria, la carta de una novia
desairada, y la foto de una amante indiscreta
donde sus pechos rosados
compiten con las amapolas.
Me encerraré en el alma
si es que la encuentro,
porque saber saber,
solo el corazón conoce sus latidos.
Cuento los días de encierro,
son 93 y sumando.
Desde la ventana observo los cardenales
y una paloma que prepara su nido
ajena a la cuaresma y las puntas
de las hojas brotando un nuevo mayo.
Es primavera.
Ella a su aire y su viento,
sin virus ni excrementos,
excepto los humos de las chimeneas
y la fatiga de las palabras.
Es tiempo de echarse a pensar.
Desde mi ventana observo a los vecinos
en sus ventanas,
a los que nunca he odiado ni querido.
Ellos tampoco saben de mis insomnios.
Son vecinos de escalera,
indiferentes máscaras tras los visillos.
Juntos vigilamos el derrumbe del calendario
que parece detenido.
Se repiten los días o quizás descansan
a la espera de la señal
que iniciará otra fecha
que no intuimos ni adivinamos.
¿Quién sobrevivirá al naufragio?
Hoy no se oían voces,
ruidos de automóviles, o llantos de niños.
En la Puerta del Sol no se escuchaba el reloj,
ni las cacerolas en Tian’anmen plaza.
Las geishas de Xian llevaban las bocas tapadas
con mascarillas, y las Madres de la Plaza de Mayo
se habían retirado en cuarentena
olvidando a los desaparecidos.
Nadie comentaba las bellezas del Louvre,
ni hacía una cita en la 42 de Broadway.
El silencio era el discurso comunicador,
espeso, pero dañino.
La vecina de enfrente no sabía a quién saludar,
ni qué mano levantar para el aplauso.
Nadie salía de paseo en la calle Carretas
por miedo a la antigua fatiga de la muerte.
Yo no tengo chapa de héroe, ni salvaré
a mi mundo del invasor.
Así que callaré. Cuando uno calla
las palabras se juntan dispuestas
a dejarse oír, a salir al paseo
y comunicar lo acumulado en el largo silencio.
Cuando volvamos de este destierro,
unos se parecerán a sí mismos,
otros deformados por la vejez
y la angustia, se mirarán en el espejo
de una edad que se fue.
La universidad cerró, la taberna, la peluquería
el colmado, y la tienda de alcanfores.
Los estudiantes se van, se fueron,
se van marchando, y no llueve
o quizás vuelva a llover.
Los restaurantes vacíos son todo ojos.
Alguien que no está ni almuerza,
observa desde el mismo lugar donde ayer
ensayamos el ritual del encuentro.
Otro alguien canta mientras el canto llora.
Un violín precipita la nostalgia
de lo que no ha pasado y pasará,
del zafarrancho que el virus,
sin saber que era virus,
precipitó sin detenerse en la frontera,
en montañas o mares.
Cruzó la piel y los pulmones
y se adueñó de la laringe,
la faringe y el alma.
Muy cerca, el hospital, cuenta su historia.
Las enfermeras con sus enfermos.
Las prótesis y los respiradores miden
el transcurrir de lo incierto,
lo que debería no haber pasado,
pero pasó y está pasando al igual
que ocurren otras guerras,
con sus particulares fiebres,
armas y desvaríos.
La enfermedad crea una sucesión
de sufrimientos que también se contagian.
Un consejo, al sol y a la muerte
no hay que mirarles fijo, porque seducen y abrasan.
Regresa el miedo aupado
en la fragilidad del instante,
cuando vivir es un milagro
y morir una descuidada necesidad.