La voz de la tierra
Entre lo biográfico y lo literario
Por Remedios Sánchez
Universidad de Granada
1.- Introducción. De un niño llamado Federico al poeta García Lorca
Hablar de la trayectoria creadora de García Lorca, fundamentalmente en sus primeros años, obliga a referirse a lo que implica de transposición literaria de su infancia, de remembranza tamizada de detalles esenciales, una niñez feliz en dos fértiles pueblos de la vega de Granada (primero, Fuentevaqueros, y después Asquerosa -actualmente Valderrubio-, “uno de los pueblos más lindos de la vega, por lo blanco y por la serenidad de sus habitantes” [Obras completas, III: 87]) donde su familia pertenecía a la alta burguesía y eran propietarios de grandes extensiones de tierra.
Y no está dicho con intención crítica, sino, simplemente, con el ánimo de hacer notar (una vez más) un contexto personal que ya aclaró el propio poeta: “Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón” (García Lorca, 1985: 57). Esto es muy importante porque en ése aprender música también tiene un papel trascendental su tía Isabel García Rodríguez, hermana de su padre, la persona que le enseñó a tocar la guitarra (su madre lo inició en el piano) y lo acercó a las cancioncillas populares. Esta idea de cuáles eran sus circunstancias vitales, que es cardinal para entender la realidad del futuro escritor, la completa su hermano Francisco en Federico y su mundo aclarando que, “en esa sensación de poderío infantil que se despierta en Federico al evocar la imagen de su niñez influye sin duda el bienestar económico de mi padre, labrador rico, al menos en relación con los niveles económicos del pueblo, y el prestigio social de la familia” (1980: 27).
Pero ese período cómodo, en un ambiente burgués, podría haber sido únicamente eso: la vida distendida de cualquier chiquillo rico que vivía al margen de la realidad hasta que se traslada a Almería, a prepararse para el bachillerato, periodo del que se ha ocupado en profundidad Núñez Ruiz (1984:135-142). No fue así en su caso: el niño Federico no era perezoso, sino que se convierte rápidamente, tal vez auspiciado por la motivación materna (doña Vicenta Lorca era maestra, cercana a las ideas krausistas), o espoleado por la naturaleza vivísima que lo circunda, en un agudo observador de la realidad de pueblo inserto en ese entorno y que, en el futuro, se convertirá en el fértil paisaje argumental de su obra en lo tocante a la reproducción, ya desacralizada y -en muchos casos- “enlorcada” (en expresión afortunada de Manuel Francisco Reina), alterada líricamente para acomodarla a sus intereses estéticos, de aquella cultura popular primigenia; de aquellas canciones, romances, juegos e historias de la vida local que oía contar a las criadas, al pastor, a los campesinos que constantemente entraban y salían de su casa deviene la médula, la substancia primigenia de lo lorquiano. Por eso dice:
Toda mi infancia es pueblo. Pastores, campos, cielo, soledad. Sencillez en suma. Yo me sorprendo mucho cuando creen que esas cosas que hay en mis obras son atrevimientos míos, audacias de poeta. No. Son detalles auténticos, que a mucha gente le parecen raros porque es raro también acercarse a la vida con esta actitud tan simple y tan poco practicada: ver y oír… (Obras completas, III: 526).
Lorca, ya se sabe, no fue un buen estudiante porque no le interesaba el aprendizaje disciplinado, riguroso y académico; lo suyo era la creatividad inmensa fruto de la reflexión minuciosa a partir de los pequeños detalles de la naturaleza (el uso de los diminutivos tienen una importancia capital en Lorca, tal y como ya explicaron Aparicio Durán y F. J. Sánchez-García, 2011: 43-62) y de la idiosincrasia del ambiente social de aquella vida rural que viene a moldear ingeniosamente en sus versos o en la construcción de múltiples personajes, que siempre tienen un trasfondo de pueblo umbrío (Yerma, Bodas de sangre o La casa de Bernarda Alba, su “trilogía de la tierra” son tres claros ejemplos). La literatura lorquiana, es evidente, no es reflejo fiel de la realidad (y mucho menos de la realidad de Fuentevaqueros), sino reelaboración literaria cargada de valores simbólicos (léase a Schiller), en la línea de lo que expone García Montero:
Conviene clarificar la relación vida-obra en autores de estirpe romántica como García Lorca. Los hechos sufren elaboraciones culturales y la literatura necesita apoyarse en una ética vital de la verdad, en una conciencia de lo vivido. Se produce así un viaje permanente de ida y vuelta, una dialéctica que obliga al mismo tiempo a buscar los códigos literarios en las afirmaciones vitales y la memoria biográfica en las decisiones literarias (2016. 42).
Es cierto: en la construcción de muchos personajes lorquianos hay un sentimiento trágico de la vida perfilado culturalmente y tomando como fundamento la evocación de las historias que se contaban en su casa durante la infancia y primera juventud las criadas –verdadera voz de lo popular- antes de abandonar Granada:
[…] hombres que se mataron, muchachas que murieron consumidas de amor, galanes que robaron en noches de arrebato para huir con sus novias… todo esto es lo que cuentan las viejas que saben las historias del pueblo. Yo lo escuchaba antes con verdadero placer y sufría con los que en esas leyendas sufrían y que en ellas hacían sufrir, porque odiaba a los que tenían el corazón de piedra … Hoy todo aquello pasó. Hoy mi alma siente ya otras cosas más complicadas. Hoy de niño campesino me he convertido en señorito de ciudad … pero nunca olvido al pueblo y por eso escribo mis antiguos sentires, que eran perfumados por los habares en flor y por las noches oscuras del invierno (Obras completas, 1986, III:183).
Y no solamente es lo trágico, la raíz del grito, lo que hay de fondo; son igualmente aquellas canciones de rueda, las danzas o las nanas (como “pequeña iniciación de aventura poética”, las describe en Obras completas, III, 1986: 291), todo lo que implica la música popular revisitada por el poeta, las que dan la verdadera identidad a las primigenias obras lorquianas y que, en otras, lo identifican entre un millón de voces.
Ese gusto por la tradición popular se suma a su afición por el teatro de títeres con el que deleitaba a su familia y surge precisamente ahí: en esa vega que es paisaje trascendido plástico, alegórico y musical capaz de universalizarse y de revelar todos los matices de esa identidad artística una vez que se pone la necesaria distanciada del suceso específico que ejerce de basamento, tal y como expresa el propio autor en “Mi pueblo”:
Cuando yo era niño vivía en un pueblecito muy callado y oloroso de la vega de Granada. Todo lo que en él ocurría y todos sus sentires pasan hoy por mí, velados por la nostalgia de la niñez y por el tiempo. […] En ese pueblo tuve mi primer ensueño de lejanías. […] Sus calles, sus gentes, sus costumbres, su poesía y su maldad serán el andamio donde anidarán mis ideas de niño fundidas en el crisol de la pubertad (Obras completas, 1958, III: 171).
De la misma manera lo entiende Gibson: “Lorca no tuvo que hacer ningún esfuerzo para asimilar el lenguaje popular de su tierra, sus canciones y sus emociones, pues los absorbió con toda naturalidad al nacer en Fuente Vaqueros y vivir en el seno de una familia, con dotes poéticos y musicales” (1998: 38). El fuenterino parte, para desarrollar su obra, de la literaturización de esa realidad, a veces prosaica, a veces incluso banal, casi siempre con rasgos fatales, y le da categoría de obra de arte cuando la llena de lirismo, de metáfora, de ritual cosmogónico del universo de lo andaluz y de juego estableciendo el vínculo entre la tradición de lo telúrico ancestral y la modernidad, entre la verdad de la melodía de la tierra concreta y el símbolo universalista. Como afirma Valente, “cuando canta celebra un solemne rito, saca las viejas esencias dormidas y las lanza al viento envueltas en su voz” (1997:51). Y es en esa voz donde está la magia de la palabra y del silencio, el duende lorquiano, la verdad insondable de la originalidad irrepetible de Federico.
3.- De la tierra y sus misterios. Yo escribo ahora lo que viví en mi niñez…
Exactamente eso afirma Lorca en el reportaje titulado “El poeta que ha estilizado los romances de Plazuela”: “Yo escribo ahora lo que viví en mi niñez” (Palabra de Lorca, 2017: 142). Todo ese folklore, desde una perspectiva heterogénea, cumple una función esencialista que sería prolijo detallar aquí, pero que subyace en toda su obra, como ya explicó Tadea Fuentes (1991), inclusive aquella que nada tiene que ver directamente con la naturaleza o lo rural. Todo el tiempo que Lorca no dedicó a la rutina académica y sus servidumbres, lo dedicó a estudiarlo con ahínco, como él mismo afirma en una entrevista: “Durante diez años he penetrado el folklore, pero con sentido de poeta, no sólo de estudioso” (Obras completas, III: 579). Lo hace, a su modo y manera, tal y como creo que se transmite en esta carta a Melchor Fernández Almagro fechada en 1922:
Ahora pienso trabajar mucho bajo mis ternos chopos y bajo ‘el pianísimo del oro’. Quiero hacer este verano una obra serena y quieta; pienso construir varios romances con lagunas, romances con montañas, romances con estrellas; una obra misteriosa y clara que sea como una flor (arbitraria y perfecta como una flor): !toda perfume! Quiero sacar de la sombra a algunas niñas árabes que jugaran por estos pueblos y perder en mis bosquecillos líricos a las figuras ideales de los romancillos anónimos. Figúrate un romance que en vez de lagunas tenga cielos […] (Obras completas, III: 717).
Ahí está la diferencia radical frente a otros expertos en el tema más academicistas. Pero Lorca conoce también esa tradición desde un punto de vista más riguroso para luego poder deformarla debidamente, como se deforma la realidad en un laberinto de espejos. A ello ayudó mucho el magisterio de Martín Domínguez Berrueta, su profesor de Teoría de la Literatura y de las Artes, un docente formado en la Institución Libre de Enseñanza con sus ideas renovadoras en lo pedagógico, que animó a sus estudiantes, entre los que se encontraba Federico en la etapa en la que estudió Filosofía en la Universidad de Granada, a indagar sobre el folklore y las tradiciones españolas organizando visitas a núcleos donde todavía podía encontrarse sin manipular, centrándose en Castilla y Galicia (su primer libro, Impresiones y paisajes, es una buena muestra de ello). Ahí reside otra de los puntos de atención: Lorca no profundiza al estilo de un filólogo en los romances (nada más alejado de su concepción del acercamiento a ellos), ni el folklore tradicional en sentido amplio, al modo del musicólogo Pedrell o del maestro Falla, a quienes admira profundamente por sus indagaciones, conste. Lorca estudia y trabaja al estilo de Lorca, que es singular en intransferible. Partiendo y tomando del pueblo, como un etnólogo que a la par es poeta y que saca consecuencias a partir de la escucha, la observación y la interpelación a las gentes humildes, en este caso coincidiendo con aquello que dijera Menéndez Pidal, quien escribió en 1953 en su prólogo a la Antología de poetas líricos castellanos (tomo X) lo que sigue:
Aunque la mayor y mejor parte de los romances castellanos sólo han llegado a nosotros por la tradición escrita (ya sea en los pliegos sueltos góticos, ya en los romanceros del siglo XVI) no es poco insignificante lo que todavía vive en los labios del vulgo, sobre todo en algunas comarcas y grupos de población que por su relativo aislamiento, han podido mantener hasta nuestros días su caudal poético (citado en García Montero, 2016: 148).
Federico se apoya en esa tradición oral, parte de ella, pero luego la interioriza, la hace suya, y pasa a ser de “voz del pueblo andaluz”, que luego se va ampliando conforme conoce el folklore de otras regiones de España -como Castilla o Galicia-, a voz de poeta, a voz de Lorca. Las claves de esa mentada cosmogonía de lo andaluz, presente como origen en diferentes obras (del Romancero gitano al Poema del cante jondo pasando por Llanto por Ignacio Sánchez Mejías o su Diván del Tamarit), asientan sus raíces en la tierra, en la tierra de su infancia que es Granada, y, especialmente, en los pueblos vegueros donde el Lorca sagaz busca los más recónditos lugares para escribir, para desarrollar esa inspiración primera que acaba convirtiéndose en su lenguaje cotidiano, como se verifica ya, por ejemplo, en este fragmento de esta otra epístola de 1921 también a Fernández Almagro: “no puedes figurarte la alegría tan grande que me causó la vega temblorosa bajo un delirio de neblina azul [..] creo que mi sitio está entre estos chopos musicales y estos ríos líricos, que son un remanso continuado […] “ (Obras completas, III: 709). Son tres líneas pero muy significativas de esa reelaboración bucólica de la realidad. Incluso en algo tan personal como su correspondencia personal se ve al Federico líricamente herido por la naturaleza veguera.
El pueblo, siempre el pueblo, pero no el pueblo feliz, resplandeciente, quieto o trivial, sino el pueblo con sus dramas, con su dolor, con su tragedia, con su poquito de llanto, es el que retrata el Lorca verdadero en la conferencia sobre “Canciones de cuna españolas” del 13 de diciembre de 1928:
No quiero que crean ustedes que vengo a hablar de la España negra, la España trágica, etc. etc. Tópico demasiado manoseado y sin eficacia literaria por ahora. Pero el paisaje de las regiones que más trágicamente lo representan, que son aquellas donde se habla el castellano, tiene el mismo acento duro, la misma originalidad dramática y el mismo aire enjuto de las canciones que brotan en él. Siempre tendremos que reconocer que la belleza de España no es serena, dulce, reposada, sino ardiente, quemada, excesiva, a veces sin órbita: belleza sin la luz de un esquema inteligente donde apoyarse y que, ciega su propio resplandor, se rompe la cabeza contra las paredes (Obras completas, III, 1986: 285).
Ciertamente, la tragedia es el motor que da la fuerza inmensa, como ya escribiera Juan Carlos Rodríguez: “Lorca historizó lo trágico a partir, precisamente, de la muerte y la naturaleza. La relación, Dios, Límite y Sentido, esto es, el problema de la conciencia trágica, atraviesa, sin duda, toda la obra de Lorca (1993: 163). Pero no es una “historización” en sentido pleno porque parte de la deformación previa, tal y como sucede con Mariana Pineda: “Yo sentí la Mariana lírica sencilla y popular. No he recogido, por tanto, la versión histórica exacta, sino la legendaria, deliciosamente deformada por los narradores de placeta” (Palabra de Lorca, 2017: 20). Ahí reside una de las esencias que hacen a Federico un autor irrepetible: en ese saber transformar la realidad pedestre o histórica (tanto da, para el caso) en un torrente de emoción lírica trascendida.
4.- El camino que va de la inspiración a la evasión (para una poética lorquiana).
Y, dicho esto, ¿qué es la poesía para Lorca? Aunque una vez dijera aquello de que “[…[ qué voy a decir yo de la poesía? […] Comprenderás que un poeta no puede decir nada de la Poesía. Eso déjaselo a los críticos y profesores. Pero ni tú ni yo, ni ningún poeta sabemos lo que es la poesía” (Palabra de Lorca, 2017: 67), fueron varias las ocasiones en las que trató de desentrañar alguno de sus múltiples sentidos, como cuando afirmó:
La poesía es algo que anda por las calles. Que se mueve, que pasa a nuestro lado. Todas las cosas tienen su misterio, y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas. Se pasa junto a un hombre, se mira a una mujer, se adivina la marcha oblicua de un perro, y en cada uno de estos objetos humanos está la poesía (Palabra de Lorca, 2017:174) .
Y, a partir de ahí, se puede indagar en su proceso creador. Efectivamente, en la tradición sumada a la experiencia vital como herramienta estética, tenemos la fuente de inspiración que, como el poeta explica en una de sus conferencias, conlleva luego un proceso mucho más complejo a la hora de construir una obra literaria. Es el paisaje el punto de partida:
Los paisajes donde la poesía se mueve y transforma, fondos o primeros términos, están apoyados en los cuatro elementos de la naturaleza: agua, aire, tierra y fuego. De ellas parten infinitas escalas y gradaciones que llevan al número, a la luna, al cielo desierto o a la pura luz imaginada. Cuatro mundos distintos y enemigos. Cuatro estéticas acabadas, de belleza idéntica, pero de expresiones irreconciliables. Se puede agrupar a los poetas por el elemento natural que aman o prefiere, y se puede medir su valor por el dominio con que lo expresan o su capacidad respiratoria de buceadores” (Obras completas, III: 334)
Eso es, digamos, la argamasa del cimiento lírico. Luego viene la elaboración, la construcción de la literatura sobre esa realidad histórica de la que hablaba Juan Carlos Rodríguez (1993). Porque la obra literaria lorquiana tiene tres ejes o tres fases en su desarrollo: imaginación, inspiración y evasión, que es como él mismo titula una conferencia pronunciada en Granada y resumida en El Defensor el 11 de octubre de 1928: “O sea –dijo el conferenciante al iniciar su discurso- los tres grados, las tres etapas que busca y recorre toda obra de arte verdadera, toda la historia literaria, en su rueda de finar para volver a empezar y todo poeta consciente del tesoro que maneja por la gracia de Dios” (Obras completas, III: 258).
La imaginación se sustenta en la realidad histórica ( “la sensatez es principio y fuente del correcto escribir”, afirma Horacio en su Epístola a los Pisones), en las vivencias interpretadas o recreadas (Shelley, lo hace ver también en su Defensa de la poesía, partiendo de la división que hizo Coleridge entre imaginación y fantasía) desde una especie de ensueño pre-creativo que nuestro autor entendía como “aptitud para el conocimiento”; esta capacidad para conocer, para asimilar las esencias que marcan el devenir de la realidad (ergo, nunca es imitación exacta), está condicionada por esas circunstancias de lo que pasa en derredor en el mundo (y aquí entra Kant en el juego). Dice Lorca:
[…] no se puede imaginar lo que no existe; necesita de objetos, paisajes, números, planetas, y se hacen precisas las relaciones entre ellos dentro de la lógica más pura. No se puede saltar al abismo ni prescindir de los términos reales. La imaginación tiene horizontes, quiere dibujar y concretar todo lo que abarca” (Obras completas, III, 1986: 259).
Una vez superada la fase de penetración imaginativa, se puede saltar al abismo –como dice el de Fuentevaqueros- con una segunda fase que es la de inspiración; y el poeta, “pasa de la ‘imaginación’ que es un hecho del alma a la ‘inspiración’ que es un estado del alma. Pasa del análisis a la fe […] y así como la imaginación es un descubrimiento, la inspiración es un don, un inefable regalo” (Obras completas, III, 1986: 261). La inspiración se había venido interpretando desde los tiempos de Platón como “una cosa leve, alada y sagrada, y no está en condiciones de poetizar antes de estar lleno de dios, demente, y no habite ya más en él la inteligencia” (Ión, citado por Del Valle, 2003:95) pero en Lorca esto es rotundamente matizable. La Musa sopla cuando hay aire, y ese aire es un fruto cierto que elabora la imaginación a partir de la realidad (porque el hombre imita la realidad, ya lo decía Aristóteles, habida cuenta de que es una forma de conocimiento) y desarrolla esta ontología de lo real, concebida desde la inteligencia del saber mirar. Escribe Federico: “no he sido nunca poeta de minoría. He tratado de poner en mis poemas lo de todos los tiempos, lo permanente, lo humano. A mí me ataca lo humano, creo que es el elemento fundamental en toda obra de arte” (Palabra de Lorca, 2017: 149).
Es, en ese instante, cuando se trasciende lo concreto para abstraerse el momento en que se inaugura la posibilidad de crear. Es decir, de la percepción receptiva interiorizada de lo que sucede a la voluntad creadora posterior, hay un largo camino que tiene mucho de experimentación y de transformación, forjada a partir de una suerte de estado de gracia, fruto –en parte- de la “divina inspiración” para reelaborar lo racional y ofrecerlo al lector desdibujando su yo. La suma de talento y práctica (esto es de Quintiliano pasado por Hegel), de ingenium y ars imitativo fusionados para trascender, convierten a la verdadera obra de arte en algo original, distinto y con posibilidad de entidad propia.
Y en ese momento llega la tercera fase, la de evasión de la realidad primigenia, que para Lorca lo significa ya todo:
liberar a la poesía no sólo de la anécdota, sino del acertijo de la imagen y de los planos de la realidad, lo que equivale a llevar la poesía a un último plano de pureza y sencillez. Se trata de una realidad distinta, dar un salto a mundos de emociones vírgenes, teñir los poemas de un sentimiento planetario. ‘Evasión’ de la realidad por el camino del sueño, por el camino del subconsciente, por el camino que dicte un hecho insólito que regale la inspiración” (Obras completas, III, 1986: 261).
En ese momento crucial, ya entramos en las categorías simbólicas plenas que tan propias son de Lorca, en la realidad trascendida que viene a entroncar con la matria del proceso creativo que es el silencio. Del silencio deviene todo, incluso la posibilidad de “explicar con ejemplos vivos, normas perpetuas del corazón y del sentimiento del hombre” (Obras completas, III: 595). Lo interpreta con su lucidez habitual Juan Carlos Rodríguez:
¿Cómo buscar en la palabra el silencio de lo que no tenía más que silencio? No lo imposible de decir, sino lo más estremecedor: lo que no tenía lenguaje: Foucault lo ha señalado como nadie. En ese espacio sin lenguaje evidentemente Federico estaba abocado a ver la posibilidad del cambio –de la palabra– solamente a partir de la textura musical (1993: 75).
A esto, que no tiene apriorísticamente lenguaje racional, le pone Lorca la palabra desde la música y la metáfora como creadoras también de vida, de realidad descifrada por el poeta, rehumanizando aquel logos del que hablaba Steiner (2001: 19) para hacer fable lo inefable uniendo dos palabras que, como decía en aquella conferencia de 1933, “uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio” (Obras completas, II:931).
Es decir, de la palabra de todos (o palabra pública, del pueblo) al silencio meditativo que es de donde surge el análisis posible de los mecanismos para establecer el vínculo y forjar una arquitectura semántica con valor nuevo y absoluto, capaz de transformarse en símbolo para crear un nuevo universo que recrea y descifra las pulsiones profundas de lo humano. Como dice López Castro, “Hacia esa oscura luz del fondo desciende la poesía de Lorca, conteniéndose en la suspensión de un silencio y abriendo un vacío en el que el poema precisamente puede manifestarse” (2009:101). Ahí reside el misterio de Federico, la magia hecha palabra que lo hace irrepetible.
5.- Conclusiones. De lo vivido a lo contado. La ficcionalización de los recuerdos
Lorca no es un iluminado. Es un genio, tal y como lo interpretaría Schopenhauer (1818, en El mundo como voluntad y representación), capaz de aprehender las propiedades de la naturaleza, las Ideas universales que la conforman, y someterlas a una estética, la suya, de vanguardia en sentido amplio. Fuentevaqueros es la realidad reelaborada en su imaginación tras la reflexión lírica que en él lo impregna todo:
[…] en toda la Vega de Granada, y no es pasión, no hay otro pueblo más hermoso, ni más rico, ni con más capacidad emotiva que este pueblecito. […] Está edificado sobre el agua. Por todas partes cantan las acequias y crecen los altos chopos donde el viento hace sonar sus músicas suaves en el verano. En su corazón tiene una fuente que mana sin cesar y por encima de sus tejados asoman las montañas azules de la Vega” (1958, III: 420-421).
En Fuentevaqueros se potencia su inmensa creatividad: “siendo niño, viví en pleno ambiente de naturaleza. Como todos los niños, adjudicaba a cada cosa, muebles, objeto, árbol, piedra, su personalidad. Conversaba con ellos y los amaba” (Soria Olmedo 2017: 105), pero, quede claro, no es la inspiración porque no es éste el pueblo que subyace en la obra lorquiana; su obra no se desarrolla en contextos hermosos ni plácidos, por mucho que esos sean los lugares idóneos para escribir; entre otras cosas porque los ambientes de paz no producen alteraciones del ánimo, como explica el propio poeta, para crear:
En el fondo de todos los poemas late la pregunta, pero la terrible pregunta que no tiene contestación. Nuestro pueblo pone los brazos en cruz mirando las estrellas y esperará inútilmente la señal salvadora. Es un gesto patético pero verdadero. El poema o plantea un hondo problema emocional, sin realidad posible, o lo resuelve con la Muerte, que es la pregunta de las preguntas. La mayor parte de los poemas de nuestra región (exceptuando muchos nacidos en Sevilla) tienen las características antes citadas. Somos un pueblo triste, un pueblo estático” (Obras completas, III: 206)
El pueblo desde el que crea Lorca es otro, trágico, apasionado, que sirve de paisaje emocional, que le sirve para crear “estados generales de conciencia humana”, como lo llama Fernández Almagro en 1933, a fin de “explicar con ejemplos vivos, normas perpetuas del corazón y del sentimiento del hombre”. De lo particular a lo general, de lo concreto a la abstracción universalista. Y ahí, en ese espacio de lo particular, es donde incorpora datos –generales- del “archivo de infancia”, que son el complemento inexcusable de su lirica:
Yo tengo un gran archivo en los recuerdos de mi niñez de oír hablar a la gente. Es la memoria poética y a ella me atengo. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. La tierra, el campo, han hecho grandes cosas en mi vida. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles (Obras completas, III: 526).
Pero no reflejados tal cual, sino “literaturizados”, hechos poesía lorquiana aunque esté escribiendo teatro, o prosa, o haciendo una entrevista. Federico García Lorca transmitía, incluso con su gesto, literatura en estado puro. En su trayectoria hay una depuración progresiva de la metáfora en la reelaboración de la tradición interpretada en su voz de poeta, con música de su niñez de fondo. Lo reitera constantemente:
–¿Mi vida? ¿Es que yo tengo vida? Estos mis años, todavía me parecen niños. Las emociones de la infancia están en mí. Yo no he salido de ellas. Contar mi vida sería hablar de lo que soy, y la vida de uno es el relato de lo que se fue. Los recuerdos, hasta los de mi más alejada infancia, son en mí un apasionado tiempo presente […] Y se lo contaré. Es la primera vez que hablo de esto, que siempre ha sido mío solo, íntimo, tan privado que ni yo mismo quise nunca analizarlo. En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical. Y yo solía pasarme las horas acompañando con mi voz la canción de los chopos… Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de escuchar largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo, que al rozarse entre ellas producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre. (Palabra de Lorca, 2017:174).
Lo cree también así Luis García Montero en el ensayo donde interpreta la trayectoria vital y literaria de Federico que, en mi opinión, son una, fusionadas cada vez más, igual que se fusionan los ríos cuando alcanzan el mar:
[…] la biografía sirve de fondo de verdad para elaboraciones literarias y la literatura permite reconocer el significado de la vida. Esta clave de tensión entre la vida y la poesía, fundamental en la lírica contemporánea, adquiere en García Lorca el peso de los habitantes de la naturaleza. En el horizonte de sus creaciones aparecen con frecuencia el niño campesino, los caballos, las hormigas, el caracol, los juncos, el sapo, el pájaro muerto, la mariposa, la luna las acequias y, después, el veneno o el maleficio de la poesía (2016: 58-59).
Es la imaginación inmensa bien entendida (el camino que va de lo real a lo literario), ese manantial incesante que por momentos puede llegar a convertirse en un torrente apasionado para erigir un poeta con su cosmovisión tan plena de lo artístico. Escribe el maestro Jorge Guillén en su prólogo a las Obras completas a propósito de la niñez de Federico como actitud:
Dentro del hombre latía su infancia. Federico nunca fue un mozalbete sin fundamento; se lo impedía ya aquel fondo de niño […] La infancia, libre, sin vínculos útiles, sin metas interesadas, retozando, triscando, derrocha espíritu: juega. Federico guardaba una agilísima facultad de juego. […] Y jugaba, jugaba con sus juegos de muchacho y de poeta con las cosas y con las frases, muy felices en su novísima situación (Guillén en Obras completas, I: XXI) .
A propósito de esto, recuerda José Antonio Marina algo que va al hilo de lo expuesto: “Ortega decía que para tener mucha imaginación hay que tener mucha memoria, y estaba en lo cierto. Gran parte de las operaciones que llamamos creadoras se fundan en una hábil explotación de la memoria” (1993: 129). Es lo que hace Federico: re-crear su memoria desde la genialidad del poeta desde la lucidez de entender algo esencial: “Se debe tomar del pueblo nada más que sus últimas esencias y algún que otro trino colorista, pero nunca querer imitar fielmente sus modulaciones imitables porque no hacemos otra cosa que enturbiarlas” (Obras completas, III: 208). Y lo hace impecablemente, porque como ha dicho Alvar, “el poeta ha creado su obra y ha recreado el mundo mítico de su cultura” (2005: 74). Ningún otro autor español ha sabido darle esa voz recia a la tierra, esa fuerza oscura y simbólica a la naturaleza invencible, ni ha sido capaz de retratar la introspección violenta de las pasiones humanas, tan universales, tan irrefrenables, con un lirismo en el lenguaje tan fino que es un hilo de plata ensartado en aguja de acero capaz de traspasar eternamente el alma del lector.
5.- Bibliografía
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-El presente ensayo apareció por primera vez en Remedios Sánchez y Ramón Martínez (coords., 2019). Lorca en su entorno. La infancia en la construcción de la identidad literaria lorquiana. Madrid: Visor.