Vallejo me dio un poema
Del cómo un ejercicio de respiración nos lleva a Spinoza
“Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte,
y su sabiduría no es una meditación de la muerte sino de la vida”
(B. Spinoza)
Y no vendrás a decirme
que la vida termina
con un tordo que llega y se estrella
en la claridad de los muros,
que el tiempo es imán perfecto
para destinos inefables
y que el latido de dos amantes
nunca nos traerá el eco
de lo que alguna vez fue verdad
o simplemente el atisbo medroso
de flores eternas.
Nunca me será necesaria La Enciclopedia
para aceptar la simpleza
de un pájaro derribado por mis piedras
o un amor
que arranqué de cuajo
para empalarlo
ante el romántico sol de un crepúsculo.
No es suficiente lo que veo y soy
para entender el accidente
que hizo de la estrella
una mala metáfora de lo infinito;
respiro y hablo,
advierto y predigo,
y aun así nada es suficiente:
los planos se despliegan
y en ellos nadie explica
dónde se borran las líneas
o dónde comienza el filo
de este papel imaginario
que me tocó en suerte vivir.
De cuándo toco a la puerta y me espero
a Rigoberto Paredes.
In memorian
Al lugar que fui con esta puerta a mi espalda
dando tumbos y midiéndome solo
en los cuartos más distantes
donde nadie tocaría a mis hombros
o miraría curioso el cerrojo del corazón.
Al lugar donde abrí a las calles mi encierro de espejos y huellas
mapas de otros que intenté borrar
como del vaho perfecto un nombre o trazo de alas,
no importa,
pero fueron tantas puertas a las que fui en silencio,
tantas llaves lanzadas al azar
a la fuente de las memorias,
las puertas, sí, las puertas a las que fui como a una tumba asignada
con un ramo de llaves y una señal de auxilio o espanto
con un resplandor parecido
al que lanza un cazador aterrado
de frente al minotauro.
De las tantas puertas que fui
y de las muchas otras que vine
-las arrancadas, o las que hurtaron del naufragio-
ahora sólo me quedan goznes, quicios,
herrumbrosas aldabas con las que insisto todos los días
sin recibir un tan solo eco
absolutamente nada.
Canzone Fellini
Ay de los hiperbóreos gatos
del ambarino Vístula,
ay de los gatos del Shangri Lá
omniásticos y videntes.
Ay de los gatos de Karnak
guardianes e intérpretes,
sombras prudentes del ronroneo fúnebre.
Ay de los gatos equilibristas
ahogados en el Yang Tsé
y aparecidos intactos en Nazca y Titicaca.
Ay de los gatos del Jordán
que no ayudan al trasiego como los perros
y prefieren esperar en la otra orilla
con su garra hipócrita.
Ay del gato inmolado en todo barrio,
mártir de Salem
y amuleto para impacientes.
Ay
de los gatos todos,
escuadras sigilosas, falanges indomables,
herederos de un mundo
que se irá de cabeza, mientras ellos
parcos y serenos
caerán siempre
de pie.
Vallejo me dio un poema
“Serpea el sol en tu mano fresca
y se derrama cauteloso
en tu curiosidad.” (Trilce)
Se hizo marzo la noche
y también yo voy cantándole a París.
¡Qué invento el del moaré!
abanico el paisaje con mi pestaña.
Se hizo de pronto la luna
y todo flota en su duda.
Construyo gramatical mi propia tumba,
con palabras han de cubrir mi ceño.
Marzo que vibra y gotea,
calentura que trae el delirio de las cigarras,
madre que se sienta allá, junto al río
y salta en los copantes su figura
y se retrae y murmura con sangre fría.
Códigos de los brázigos que se alargan
hasta la punta de un lápiz
que hurga el panal de la noche
en son que zumbe el enjambre de estrellas
en los sueños que hace marzo,
selenitas
para que vengan todos a flotar en la duda.
Correo para un amigo
Heber, ayer
un pobre hombre fue muerto a tiros
mientras comía una naranja.
Yo no vi su agonía
sin embargo, cada mañana
he podido ver el redondo lugar
que dejó al caer.
Sobre él, dos niños juegan al trompo
y apuestan y discuten,
enrollan el cáñamo y lo sueltan
con un largo ademán de dioses creando.
Las horas se llenan de zumbidos
de voces difusas
que el pequeño tornado de madera
esparce junto al polvo.
Cada mañana
este hombre renace, Heber,
puedo asegurártelo.
lo he reconocido en su corta alegría
y por la sencilla forma
en que se detiene
cayendo sobre un costado.
Una previa contra Ezra
Cuando Pound dijo que la poesía
era cosa de capitales
presto e ingenuo
revisé mis bolsillos.
Nunca esperé sacar de ellos
una plaza con su basílica
ni herir mis manos
con la aguja de una torre metálica.
Mi capital
estaba constituido
por puentes rotos y ríos falsos.
Pensé
a cuánto ascendería mi deuda con la poesía
el día en que, desprovisto de la más elemental riqueza
se me exigiera el símil más exiguo
y a cambio yo prometiera
las costas de una isla desolada.
Ezra bien pudo
señalar la puerta que abría al mundo la palabra
o reconocer las ciudades donde ésta brillara mejor,
pero bien sabemos que el verso
es una moneda al aire
y que en algún momento de su giro
-en un ángulo fugaz que esconde todos los espejos-
el sol hace de ella otro sol.
Me quedaba entonces la idea que
la única moneda oculta en mi mano
bien podría ser la isla
que más necesitaba
y que la poesía podía irse al demonio
con todo y sus cuitas de amor parisino
y los castrados bonachones de Picadelly Square.
Ezra Pound, por esta vez, no tendría razón.
Era preferible que callara,
viniera conmigo a la playa
y diera paso a su Cantos.