Yo, que he olvidado las palabras
[Yo, que he olvidado las palabras]
Yo, que he olvidado las palabras
de los rezos,
enciendo el purificador de aire
por la noche
y su zumbido
da un toque lírico a los muros de mi cuarto.
También quien reza,
me imagino,
reforma el aire de su cuarto con su rezo,
lo pasa por un filtro,
pero prefiero este zumbido neutro,
que es fe en estado puro,
a las palabras de los rezos,
que circunscriben una fe
y estrechan el espíritu.
Porque rezamos para recrear
la combustión del fuego
alrededor del cual nacieron
los primeros círculos
y las palabras con apenas un pretexto,
un vehículo.
Con el murmullo de los labios
regresa otro murmullo
que le dio forma a nuestro oído.
Nuestras plegarias son el eco
del trabajo de las llamas
que levantaban de la nada un muro,
un muro vivo, el único
capaz de hacer a nuestro alrededor un templo.
Enciendo el purificador de aire
con el mismo desamparo de esas noches,
de esas cuevas,
enciendo mi plegaria absurda, atea,
porque los labios ya no me responden.
[Hay hermanos que no aprenden]
A mi hermano
Hay hermanos que no aprenden
con la edad a caminar parejos,
a nivelar sus años en la calle.
Uno se apura y se adelanta,
y el otro, pisando
el surco abierto por su hermano,
se ensimisma,
tomando el surco como propio,
aligerando la tarea del que abre paso,
de modo que el favor es mutuo:
el de adelante se hace cargo del trayecto
y deja al otro libre de soñar
y especular,
quizá de ver más lejos,
y el soñador, al emular
los pasos del hermano que se apura,
los absorbe
para que el otro sienta cada paso propio envuelto
en otros pasos que lo siguen,
que lo disculpan
y lo exoneran de pisar,
que borran cada paso suyo
para que vuele y no camine.
[Los perros ladran a lo lejos]
Los perros ladran a lo lejos.
Junto con ellos soy
el único sin sueño en el planeta.
Me ladran a mí,
despiertos por mi culpa.
Mi estar despierto los encoleriza
y su cólera me espanta.
Somos los únicos
que no dudan
de la redondez de la tierra.
Los otros, los dormidos,
han renegado de Copérnico,
por esta única vez
se han reclinado sobre un mundo plano.
Por única vez, todas las noches,
y así amanecen,
creyendo que la tierra no da giros.
No pueden conciliar el sueño
sobre una superficie triste,
sobre un planeta equis.
Mejor oír ladrar los perros
que amanecer neolíticos.
Más vale no pegar el ojo
que claudicar al universo.
Sin oficio
Yo que no tengo oficio
excepto traducir,
que más que oficio es una astucia,
miro a los albañiles
que en lo bajo
conocen todo o casi todo
del cemento;
trabajan duro,
mezclándose con orden
a la luz del día.
Levantan de la nada
una materia audible,
ven cómo el simple lodo
se transforma
para imprimirse en él
la voluntad común.
Conforme el edificio crece,
suben de altura,
pisan su propia obra,
no tienen dudas,
saben que el mundo existe
y que es difícil,
que cada piso cuesta
y cada metro exige
un sacrificio.
Lo saben sin pensarlo,
con cada músculo que tienen,
por eso vuelven a sus casas
tan livianos,
sin pesadumbre,
y mientras unos fuman,
los otros no desvían los ojos
de la acera,
están cansados,
dejaron todo en los ladrillos,
que se enfrían.
[Mi abuelo expiró ante mí]
Mi abuelo expiró ante mí,
el más pequeño de los nietos
el más insulso de la casa
que se dijo, mirándolo morir:
¡es igualito a la tía Márgara!
Salí del cuarto y fui a pararme
bajo el dintel del comedor
donde mis tías tomaban té, empequeñecidas
por su costumbre de ignorarme.
Iba a decirles del abuelo,
pero no malgasté el tesoro que tenía
y me di el lujo de volver con él
y ver una vez más el parecido con mi tía.
¡En menos de un minuto
ya no era él sino un extraño
y no se parecía a ninguno de los míos!
Volví bajo el dintel del comedor con otra cara
y Márgara, con verme, se dio cuenta.
Las cuatro se pararon con un grito.
Algo de envidia, aunada a cierto miedo,
les impidió reconvenirme.
El viejo había escogido al más pequeño,
le había ofrecido a él su última cara.
Fue de la mano de la mía
que halló el camino al otro mundo.
Mi cara estaba en algún lado entre los muertos,
le oí decir a Márgara después,
y no le dije que era la suya
la que el abuelo se llevó consigo.
Ícaro
Cuando le dieron su pase de abordar
vieron que su maleta no pesaba nada.
Tuvo que abrirla. Estaba vacía.
¿Por qué su maleta viene vacía?, le preguntaron.
No tuve tiempo de hacer la maleta, dijo.
¿Por qué la trajo si viene vacía?
No me gusta viajar sin maletas.
También su equipaje de mano venía sin nada
y lo revisaron con ayuda de los perros.
Lo observaron durante el vuelo: rubio,
casi albino, muy alto, ensimismado y tímido.
La azafata, al servir el almuerzo,
le preguntó de mala forma si iba a comer.
Asintió, pero sus brazos demasiado largos
le impidieron manejar los cubiertos,
no probó casi nada y pegó la cara al vidrio.
Había pedido asiento de ventana
y su vecino gordo se fijó en el gesto
que estremecía sus hombros:
el gesto de alguien que se sacude
una adherencia que lo agobia,
un tic entre pueril y arcaico.
Era evidente que sufría por la estrechez
y, apenas descubrió un asiento libre,
el gordo emigró, no soportando ese calvario.
Más tarde se apagaron las luces
y pidieron que cerraran las cortinas,
pero él no quiso, absorto en mirar las alas.
Tuvieron que llamar al oficial en segunda.
Me mareo, dijo, si no miro las alas,
o tal vez dijo me muero.
Fueron sus primeras palabras en el vuelo
y también las últimas. Al fin lo convencieron
de no perjudicar la oscuridad de la cabina.
Para que se durmiera le ofrecieron una almohada extra.
Lo hallaron muerto después de la película.