Fabio Morábito

Yo, que he olvidado las palabras

 

 

 

 

[Yo, que he olvidado las palabras]

 

Yo, que he olvidado las palabras

de los rezos,

enciendo el purificador de aire

por la noche

y su zumbido

da un toque lírico a los muros de mi cuarto.

También quien reza,

me imagino,

reforma el aire de su cuarto con su rezo,

lo pasa por un filtro,

pero prefiero este zumbido neutro,

que es fe en estado puro,

a las palabras de los rezos,

que circunscriben una fe

y estrechan el espíritu.

Porque rezamos para recrear

la combustión del fuego

alrededor del cual nacieron

los primeros círculos

y las palabras con apenas un pretexto,

un vehículo.

Con el murmullo de los labios

regresa otro murmullo

que le dio forma a nuestro oído.

Nuestras plegarias son el eco

del trabajo de las llamas

que levantaban de la nada un muro,

un muro vivo, el único

capaz de hacer a nuestro alrededor un templo.

Enciendo el purificador de aire

con el mismo desamparo de esas noches,

de esas cuevas,

enciendo mi plegaria absurda, atea,

porque los labios ya no me responden.

 

 

 

 

[Hay hermanos que no aprenden]

 

A mi hermano

 

Hay hermanos que no aprenden

con la edad a caminar parejos,

a nivelar sus años en la calle.

Uno se apura y se adelanta,

y el otro, pisando

el surco abierto por su hermano,

se ensimisma,

tomando el surco como propio,

aligerando la tarea del que abre paso,

de modo que el favor es mutuo:

el de adelante se hace cargo del trayecto

y deja al otro libre de soñar

y especular,

quizá de ver más lejos,

y el soñador, al emular

los pasos del hermano que se apura,

los absorbe

para que el otro sienta cada paso propio envuelto

en otros pasos que lo siguen,

que lo disculpan

y lo exoneran de pisar,

que borran cada paso suyo

para que vuele y no camine.

 

 

 

 

[Los perros ladran a lo lejos]

 

Los perros ladran a lo lejos.

Junto con ellos soy

el único sin sueño en el planeta.

Me ladran a mí,

despiertos por mi culpa.

Mi estar despierto los encoleriza

y su cólera me espanta.

Somos los únicos

que no dudan

de la redondez de la tierra.

Los otros, los dormidos,

han renegado de Copérnico,

por esta única vez

se han reclinado sobre un mundo plano.

Por única vez, todas las noches,

y así amanecen,

creyendo que la tierra no da giros.

No pueden conciliar el sueño

sobre una superficie triste,

sobre un planeta equis.

Mejor oír ladrar los perros

que amanecer neolíticos.

Más vale no pegar el ojo

que claudicar al universo.

 

 

 

 

Sin oficio

 

Yo que no tengo oficio

excepto traducir,

que más que oficio es una astucia,

miro a los albañiles

que en lo bajo

conocen todo o casi todo

del cemento;

trabajan duro,

mezclándose con orden

a la luz del día.

Levantan de la nada

una materia audible,

ven cómo el simple lodo

se transforma

para imprimirse en él

la voluntad común.

Conforme el edificio crece,

suben de altura,

pisan su propia obra,

no tienen dudas,

saben que el mundo existe

y que es difícil,

que cada piso cuesta

y cada metro exige

un sacrificio.

Lo saben sin pensarlo,

con cada músculo que tienen,

por eso vuelven a sus casas

tan livianos,

sin pesadumbre,

y mientras unos fuman,

los otros no desvían los ojos

de la acera,

están cansados,

dejaron todo en los ladrillos,

que se enfrían.

 

 

 

 

[Mi abuelo expiró ante mí]

 

Mi abuelo expiró ante mí,

el más pequeño de los nietos

el más insulso de la casa

que se dijo, mirándolo morir:

¡es igualito a la tía Márgara!

Salí del cuarto y fui a pararme

bajo el dintel del comedor

donde mis tías tomaban té, empequeñecidas

por su costumbre de ignorarme.

Iba a decirles del abuelo,

pero no malgasté el tesoro que tenía

y me di el lujo de volver con él

y ver una vez más el parecido con mi tía.

 

¡En menos de un minuto

ya no era él sino un extraño

y no se parecía a ninguno de los míos!

Volví bajo el dintel del comedor con otra cara

y Márgara, con verme, se dio cuenta.

Las cuatro se pararon con un grito.

 

Algo de envidia, aunada a cierto miedo,

les impidió reconvenirme.

El viejo había escogido al más pequeño,

le había ofrecido a él su última cara.

Fue de la mano de la mía

que halló el camino al otro mundo.

Mi cara estaba en algún lado entre los muertos,

le oí decir a Márgara después,

y no le dije que era la suya

la que el abuelo se llevó consigo.

 

 

 

 

Ícaro

 

Cuando le dieron su pase de abordar

vieron que su maleta no pesaba nada.

Tuvo que abrirla. Estaba vacía.

¿Por qué su maleta viene vacía?, le preguntaron.

No tuve tiempo de hacer la maleta, dijo.

¿Por qué la trajo si viene vacía?

No me gusta viajar sin maletas.

También su equipaje de mano venía sin nada

y lo revisaron con ayuda de los perros.

Lo observaron durante el vuelo: rubio,

casi albino, muy alto, ensimismado y tímido.

La azafata, al servir el almuerzo,

le preguntó de mala forma si iba a comer.

Asintió, pero sus brazos demasiado largos

le impidieron manejar los cubiertos,

no probó casi nada y pegó la cara al vidrio.

Había pedido asiento de ventana

y su vecino gordo se fijó en el gesto

que estremecía sus hombros:

el gesto de alguien que se sacude

una adherencia que lo agobia,

un tic entre pueril y arcaico.

Era evidente que sufría por la estrechez

y, apenas descubrió un asiento libre,

el gordo emigró, no soportando ese calvario.

Más tarde se apagaron las luces

y pidieron que cerraran las cortinas,

pero él no quiso, absorto en mirar las alas.

Tuvieron que llamar al oficial en segunda.

Me mareo, dijo, si no miro las alas,

o tal vez dijo me muero.

Fueron sus primeras palabras en el vuelo

y también las últimas. Al fin lo convencieron

de no perjudicar la oscuridad de la cabina.

Para que se durmiera le ofrecieron una almohada extra.

Lo hallaron muerto después de la película.

Fabio Morábito   (1955). Vive en la Ciudad de México y ha escrito, con este, seis libros de poesía, género que ha alternado meticulosamente con ... LEER MÁS DEL AUTOR