

Presentamos tres textos claves del legendario poeta argentino.
Evaristo Carriego
Aquella vez que vino tu recuerdo
La mesa estaba alegre como nunca.
Bebíamos el té: mamá reía
recordando, entre otros,
no sé qué antiguo chisme de familia;
una de nuestras primas comentaba
-recordando con gracia los modales,
de un testigo irritado- el incidente
que presenció en la calle;
los niños se empeñaban, chacoteando,
en continuar el juego interrumpido,
y los demás hablábamos de todas
las cosas de que se habla con cariño.
Estábamos así, contentos, cuando
alguno te nombró, y el doloroso
silencio que de pronto ahogó las risas,
con pesadez de plomo,
persistió largo rato. Lo recuerdo
como si fuera ahora: nos quedamos
mudos, fríos. Pasaban los minutos,
pasaban y seguíamos callados.
Nadie decía nada, pero todos
pensábamos lo mismo. Como siempre
que la conmueve una emoción penosa,
mamá disimulaba ingenuamente
queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre!
¡Bien que la conocemos!… Las muchachas
fingían ocuparse del vestido
que una de ellas llevaba:
los niños, asombrados de un silencio
tan extraño, salían de la pieza.
Y los demás seguíamos callados
sin mirarnos siquiera.
Ratos buenos
Está lloviendo paz. ¡Qué temas viejos
reviven en las noches de verano!…
Se queja una guitarra allá a lo lejos
y mi vecina hace reír al piano.
Escucho, fumo y bebo en tanto el fino
teclado da otra vez su sinfonía:
el cigarro, la música y el vino
familiar, generosa trilogía…
…¡Tengo unas ganas de vivir la riente
vida de placidez que me rodea!
Y por eso quizás, inútilmente,
en el cerebro un cisne me aletea…
¡Qué bien se está cuando el ensueño, en una
tranquila plenitud, se ve tan vago!…
¡Oh, quién pudiera diluir la luna
y beberla en la copa, trago a trago!
Todo viene apacible del olvido
en una caridad de cosas bellas,
así como si Dios, arrepentido,
se hubiese puesto a regalar estrellas.
¡Qué agradable quietud! ¡Y qué sereno
el ambiente, al que empiezo a acostumbrarme,
sin un solo recuerdo, malo o bueno,
que, importuno, se acerque a conturbarme!
Y me siento feliz, porque hoy tampoco
ha soñado imposibles mi cabeza;
en el fondo del vaso, poco a poco,
se ha dormido, borracha, la tristeza…
Las manos
A todas las evoco. Pensativas,
cual si tuvieran alma, yo las veo
pasar, como teorías que viniesen
en las estancias líricas de un verso.
Las buenas, las cordiales, generosas
madrecitas de olvidos en los duelos,
las buenas, las cordiales, que ya nunca
las volvimos a ver, ni en el recuerdo.
Las manos enigmáticas, las manos
con vagos exotismos de misterio,
que ocultan, como en libros invisibles,
las fórmulas vedadas del secreto.
Las manos que coronan los designios,
las manos vencedoras del silencio,
en las que sueña, a veces, derrotado,
un tardío laurel de luz el genio.
Las pálidas, con sangre de azucenas,
violadas por los duendes de los besos,
que vi una vez, nerviosas, deslizarse
sobre la gama azul de un florilegio.
Las manos graves de las novias muertas,
rígidas desposadas de los féretros,
leves hostias de ritos amatorios
que ya nunca jamás comulgaremos;
Esas manos inmóviles y extrañas,
que se petrificaron en el pecho
como una interrogante dolorosa
de la inmensa ansiedad del postrer gesto.
Las crueles que saben el encanto
del fugaz abandono de un momento.
Las exangües, las castas como vírgenes,
severas domadoras del deseo.
Las santas, inefables, las ungidas
con mirras de perdón y de consuelo:
amadas melancólicas y breves
de los poetas y de los enfermos.
Las románticas manos de las tísicas,
que, en la voz moribunda de un arpegio,
como conjuro agónico angustiado,
llamaron a Chopin, desfalleciendo…
Las manos que derraman por la noche
los filtros germinales en el lecho:
las que escriben las cláusulas fecundas
sobre las carnes que violó el invierno.
Las manos sin amor de las amadas,
más frías y más blancas que el pañuelo
que se esfuma en las largas despedidas
como paloma del adiós supremo.
¡Las únicas, las fieles, las anónimas,
las manos que en los ojos de algún muerto
pusieron, al cerrarlos, la postrera
temblorosa caricia de sus dedos!
Las manos de bellezas irreales,
las manos como lirios de recuerdos,
de aquellas que se fueron a la luna,
en la piedad del éxtasis eterno.
Las místicas, fervientes como exvotos,
inmaterializadas en el rezo,
las manos que humanizan las imágenes
de los blondos y tristes nazarenos.
Y las manos que triunfan del olvido,
¡esas, blancas como el remordimiento
de no haberlas besado, ni siquiera
con el beso intangible del ensueño!