Eugenio Montejo

La terredad de un pájaro es su canto

 

 

 

 

Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo

Mi hermano ha muerto, sus huesos yacen
caídos en el polvo. Sin ojos con qué llorar,
me habla triste, se sienta en su muerte
y me abraza con su llanto sepultado.

Mi hermano, el rey Ricardo, murió una mañana
en un hospital de ciudad, víctima
de su corazón que trajo a la vida
fatales dolencias de familia.

Mi madre estuvo una semana muerta junto a él
y regreso con sus ojos apaleados
para mirarme de frente. Aún hay tierra
y llanto de Ricardo en sus ojos.

Perdía voz –dijo mi hermana, tenía febricitancia
de elegido y nos miraba con tanta compasión
que lloramos hasta su última madrugada.
Mama es más pobre ahora, mucho más pobre.

Mi familia lo cercó. Él nos amaba
con la nariz taponada de algodones.
todos éramos piedras y mirábamos
un río que comenzaba a pasar.

Lo llevaron alzado como un ave de augurios
y lo sembraron en la tierra amorosa
donde la muerte cuida a los jóvenes.
Cuando bajó, sollozaba profundo.

El rey Ricardo está muerto. Sus pasos
de oro amargo resuenan en su sangre
donde caminan con fragor de tormenta.
Su nombre estalla en mi boca como luz.

Todos lo amamos, mi madre más que todos,
y en su vientre nos reunimos en un llanto compacto:
desde allí conversamos, como las piedras,
con un río que comienza a pasar.

 

 

 

Escritura

Alguna vez escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.

No más lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música secreta.

Dibujaré con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.

Con piedra viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes, columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca.

 

 

 

La terredad de un pájaro es su canto

La terredad de un pájaro es su canto,
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus alas pasajeras,
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber terrestre,
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.

 

 

 

Nana para una ciudad anochecida

Duerme a tus rectos edificios
que velan a la sombra de las piedras.
Ya la noche suelta sus búhos.
Es hora de recoger todos los autos.
Cierra los párpados del puente
para que el río descanse,
los vidrios de las ventanas que tiritan,
abriga tus estatuas.
Apaga las lámparas que beben
el rencor de los hombres fatigados.
Deja que las mujeres sueñen su deseo
en el susurro de los helechos.
Duerme al amargo insomnio de la muerte
que empaña los últimos espejos,
los muros de tus largos hospitales
llenos de ojos en blanco.
Tiende tus casas para que reposen
en las arenas desnudas.
No olvides la leche de los duendes,
los mendigos que espían por los zaguanes.
Apaga los incendios azules
de tus motores sonámbulos,
el odio mecánico del día,
la barahúnda feroz de la chatarra.
Duerme al árbol que nos atestigua,
al gallo en el filo de su canto,
adormécelo todo ahora que oscurece
y haz que duerma yo mismo,
que me desvelo mirando en cada calle
un oscuro cuchillo
y en el cuchillo un grito
y en ese grito una mancha de sangre.

 

 

 

Acacias

En la gélida noche rugen los huracanes.
“A Diotima”, Hölderlin

Estremecidas como naves
acacias emergidas de un paisaje antiguo
y no obstante batidas en su fuego
bajo la negra luz de atardecida
yo miro yo asisto
a este mínimo esplendor tan denso
yo palpo
la intermitencia de las arboladuras
su fuego girante delirante
enmarcadas en un éxtasis grave
como desposeídas lanzadas al abismo
así de grande
en un follaje poblado de sombras agitadas
las miro
frente a la piedad de mis ojos
bajo los huracanes de la Noche.

 

 

 

Caracas

Tan altos son los edificios
que ya no se ve nada de mi infancia.
Perdí mi patio con sus lentas nubes
donde la luz dejó plumas de ibis,
egipcias claridades,
perdí mi nombre y el sueño de mi casa.
Rectos andamios, torre sobre torre,
nos ocultan ahora la montaña.
El ruido crece a mil motores por oído,
a mil autos por pie, todos mortales.
Los hombres corren detrás de sus voces
pero las voces van a la deriva
detrás de los taxis.
Más lejana que Tebas, Troya, Nínive
y los fragmentos de sus sueños,
Caracas, ¿dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras,
ya no se ve nada de mi infancia.
Puedo pasearme ahora por sus calles
a tientas, cada vez más solitario;
su espacio es real, impávido, concreto,
sólo mi historia es falsa.

 

Eugenio Montejo (Caracas, 19 de octubre de 1938 - Valencia, 5 de junio de 2008). Fue un poeta y ensayista venezolano, fundador de la revista Azar Rey y ... LEER MÁS DEL AUTOR