Fidelidad a la escritura
Por María Antonieta Flores
Pocos poetas han establecido una exigente relación con el poema como en el caso de Eugenio Montejo (Caracas, 1938 – Valencia, 2008), cuya poesía está signada por lo que el poeta venezolano y autor de La máscara y la transparencia, Guillermo Sucre (1933) señaló como “la pasión constructiva y el casi perfecto control sobre el desarrollo del poema”, rasgo que habla de un pacto con la palabra marcado por una severidad vehemente que persigue la exactitud en el decir. Su obra es expresión de fidelidad y compromiso con el lenguaje y con un conjunto cerrado de imágenes cuyo valor esencial se potencia para expresar el universo y la vivencia de lo humano ante su realidad. Este sistema de imágenes que se puede apreciar desde su primer poemario, lo fue desarrollando a lo largo de su escritura. El poeta contiene la emoción en esa red de imágenes y la transforma en poema.
Esta fidelidad a un sistema de imágenes y símbolos conforman un mundo lírico totalizador a pesar de los pocos elementos que reiteradamente construyen el poema montejeano: la naturaleza, en especial la tierra, los pájaros y los árboles, la ciudad, la vida y la muerte, el eros; elementos contemplados con distancia y estoicismo sin dejar de estar marcados por una atmósfera melancólica. La geometría de lo circular, estructura que aparece de manera más evidente en sus últimos poemarios le permite desarrollar dos grandes temas clásicos: el tiempo y el espacio.
Ya en Elegos (1967) y de manera más evidente en Algunas palabras (1976) aparecen estas imágenes y temas; así, irá ahondando y profundizando en este territorio que le es propio. Paisajes “intactos en la tierra profunda” van conteniendo y recibiendo la mirada del sujeto que se reconoce sólo en relación con su realidad y el afuera. También, se manifiesta la mirada que dará sello particular a su voz: el diálogo con el cosmos. Serenidad y equilibrio marcan su discurso y con ello se emparenta con los cánones del clasicismo. Es de Algunas palabras, el poema “Sala de parto” que de alguna manera se continúa “En el pabellón de prematuros” de Adiós al siglo XX (1997).
Estos dos poemas son fundamentales para comprender su visión poética al margen de ser espacios poco poetizados por el discurso masculino. Son poemas que exploran el ámbito materno y al inicio de la vida. En el primero, se detiene en las madres, en el espacio de la gestación y el nacimiento; en el segundo, en los bebés que apresuran su aparición en el mundo. “En el pabellón de prematuros” es un poema largo urdido con ternura pero en ambos textos, las madres están cruzadas por sombras, nieblas y viento. Son madres afantasmadas. En “Sala de parto” se lee: “Las madres están sentadas en hileras / junto a los muros / y el viento las disuelve” y en el segundo, “Las madres entran y salen de la niebla / que el insomnio acumula entre sus párpados.” El poeta representa dos lugares vinculados al nacimiento y a la vida invocando también el misterio, lo ominoso y el dolor que encierra la aparición de la vida.
A lo largo de su obra no hay altibajos, la tensión poética se mantiene firme aunque quizás el punto donde esta tensión es llevada a extremos es en Trópico absoluto (1982), libro crucial en la poesía venezolana y que despertó veneración en la década de los ochenta.
No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.
En él, la universalidad a la que siempre ha aspirado el poeta, se define desde su condición caribeña y venezolana. Es un poemario que revela identidad y las raíces que nunca necesitaron ser demostradas porque no había dudas en torno a ellas —así como no la hubo con la afinidad lisboeña que descubrió gracias a sus lides diplomáticas. Libre de dudas acerca de su identidad se puede producir la transformación simbólica del legendario lugar inencontrable en un espacio psíquico y emocional: “Manoa no es un lugar / sino un sentimiento.”
Trópico absoluto pervive en el imaginario nacional sin dejar de proyectarse en la vivencia colectiva universal. Es un libro que mitifica el lugar y el espacio, lo eleva a símbolo, de allí lo de absoluto. Sus poemas, desde una perspectiva muy diferente, conectan con el más antiguo referente de la poesía nacional: la “Silva a la agricultura de la zona tórrida” de Andrés Bello.
Y los lugares que poetiza Montejo nos asoman a su otro gran tema: el tiempo, y éste sólo ocurre en relación a un espacio, sean las imaginadas Manoa e Islandia, o Caracas, la ciudad que caminaba y habitaba, o los lugares poblados por árboles. Allí se le revela el tiempo como algo trascendente diferente al cronológico y lineal transcurrir que marca los actos cotidianos. En Adiós al siglo XX, el tiempo marca su compás de manera irrefutable por lo que el libro es el inicio de una despedida de la vida, la cual continuará en sus libros siguientes. No es sólo el cambio de siglo lo que rige a este libro, es la sensación de la cercanía de la muerte. La relación con el tiempo se evidencia a medida que los años transcurren y en sus últimos poemarios hay un claro sentido de pérdida y nostalgia al igual que una mayor conciencia del transcurrir. “El tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo”. La muerte, el otoño, la sensación de finitud están más presentes en esta etapa: “No ha muerto. Cambió de ruta el tiempo/ que pasaba a su lado.”
Quien trata con el tiempo, trata con la muerte.
El enraizamiento, la relación y el respeto por la herencia y sus ancestros guían su obra. Este es otro aspecto que da solidez a sus poemas: no se ha desprendido del árbol de la tradición para concretar su propia voz, sino que se ha reconocido como parte de una voz ancestral que lo precede, de una lengua, de una cultura.
La emoción lírica de su voz es tensión contenida. Jamás quiso escribir como anglosajón o francés, su tradición era la del español a pesar de su afinidad con el ámbito portugués. A Montejo no le interesa la novedad ni la moda, le interesa la voz, una voz vinculada a una tradición. En un discurso portador del signo clásico de lo permanente, reelabora las diversas corrientes literarias de la tradición que lo antecede. Por esta razón, en su discurso las tendencias se integran, las voces líricas que lo acompañan han sido incorporadas para verterlas transformadas en humus de su propia y particular voz.
Su dominio estricto de las formas tradicionales las ha revelado por vía de la heteronimia. Su virtuosismo en este asunto lo ha demostrado en libros como El hacha de seda bajo el heterónimo de Tomás Linden. Y esta exigencia debe ser ejemplar para quienes intentan el poema de manera despreocupada o al arbitrio del capricho. Si en este poemario utiliza el soneto magistralmente, en otro revela sus vínculos con expresiones populares como la copla bajo un ejercicio heteronímico que el tiempo no ha demostrado sustancial en la recepción de su obra, conocida la identidad del autor ya desde el mismo momento que el libro sale a la luz. Y esto quizás ocurre porque es una heteronimia desmontada, deconstruida e irónica. Lo cierto es que los lectores han preferido siempre la voz que firma bajo el nombre de Eugenio Montejo y no hacen distinción. La heteronimia de Montejo (Blas Coll, Tomás Linden, Sergio Sandoval, Eduardo Polo) ha devenido en acto expreso y lúdico entre autor y lectores.
Su ya mencionada fidelidad a la palabra lo lleva a escribir en su poema “El molino” (1997) a modo de plegaria: “Borra las letras del poema en que he mentido, / la palabra que no nació como una uña / de mi carne”. Así, expresa la necesaria coyunda entre el poeta y la escritura, hecho sólo posible desde la verdad personal. Su propuesta estética parte de lo genuino, ámbito que exige lealtad y rigor. El poeta se reconoce entre dos mundos y su transitar entre ellos está dado por un vínculo precario pero ineludible: “no a la intemperie sino dentro de mí mismo, / errando de lo visible a lo invisible,”. Y en estos versos establece una poética opuesta a la que plantea al poeta en el descampado, enfrentado a la intemperie del mundo y de la realidad percibida, un yo expuesto y sin protección. Ese “dentro de mí mismo” es el lugar que habita el poeta y desde su mundo interior establece un diálogo con lo visible y aquello que no lo es. Montejo es un poeta de la interioridad.
En su poesía, la huella de Antonio Machado y Borges se manifiestan no sólo en la forma de construir la universalidad a través de lo propio y cercano, sino que se emparenta con ellos en el distanciamiento que asume ante lo poetizado. La conciencia poética ha guiado su escritura y lo demuestra en “Pasaporte de otoño” (1997), un poema que puede considerarse síntesis de su obra y de su posición existencial:
Soy el mismo de ayer que siempre he sido,
el que llamó a la puerta de setiembre
al ver sus ojos de oro. Y recorrió Manoa
sobre el errante caballo de sus muertos.
El que hablaba en secreto con los árboles
y amó a Islandia de lejos, sin conocerla.
El mismo siempre del alba hasta el crepúsculo,
aunque mi sombra ya caiga a la derecha…
Y más el mismo que ha soñado algún día
contemplar la profunda belleza de todo;
la verdad de una luz alzando el aire
donde rostros y seres y cosas flotaran;
alzándome los ojos para ver un instante
lo bello intacto en cada gota de materia,
lo bello cara a cara en su fuerza terrestre;
no sólo en una flor, una doncella, en todo:
–la profunda belleza de todo,
con la misma visión que tuve en mi previda
y me alumbró ya no sé dónde hasta nacer,
como tal vez nunca se alcance en este mundo
aunque por siglos nos aplacen la muerte.
El instante y la belleza son dos elementos que Eugenio Montejo conjuga desde la esencia humana. A lo largo de su obra, ha sabido cultivar lo que se le ha otorgado: un don poético de fina arquitectura y de fiel enraizamiento en la tradición hispana. Desde ese lugar que lo define con solidez es leal a su propuesta estética y el poema es expresión de lo genuino, de una verdad que reside en el interior. Montejo encuentra el camino y nos lo muestra: “Uno se borra, pero llega a sí mismo” y esta ha sido la búsqueda y el hallazgo que emprendió a través del poema y que nos deja como legado. Leer y releer a Eugenio Montejo es una tarea perentoria para asomarse a los misterios de la poesía y la creación que materializan una belleza sonora legítima y permanente.
Poemas de Eugenio Montejo
La Tierra giró para acercarnos
La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
Pasaron noches, nieves y solsticios;
pasó el tiempo en minutos y milenios.
Una carreta que iba para Nínive
llegó a Nebraska.
Un gallo cantó lejos del mundo,
en la previda a menos mil de nuestros padres.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.
Adiós al siglo XX
a Álvaro Mutis
Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías…
Mi siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.
La casa
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
se construye la casa,
entre murmullos y silencios.
Hay que acarrear sombras de piedras,
leves andamios,
imitar a las aves.
Especialmente cuando duerme
y en el sueño sonríe
—nivelar hasta el fondo
no despertarla;
seguir el declive de sus formas
los movimientos de sus manos.
Sobre las dunas que cubren su sueño
en convulso paisaje,
hay que elevar altas paredes,
fundar contra la lluvia, contra el viento,
años y años.
Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
y atamos el caballo.
Al fondo de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir,
ya no sabemos,
porque al entrar nunca se sale.
Los árboles
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
Terredad
Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.
Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables;
livianos con otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.
Manoa
No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.
Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
-siempre más lejos.
Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
sino un sentimiento.
A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.
Cementerio de Vaugirard
Los muertos que conmigo se fueron a Paris
vivían en el cementerio Vaugirard.
En el recodo de los fríos castaños
donde la nieve recoge las cartas
que el invierno ha lacrado,
recto lugar, gélidas tumbas, nadie, nadie
sabrá nunca leer sus epitafios.
Un alba en escarchas de mármol
y el helado aguaviento
soplando sobre amargas ráfagas,
Alba de Vaugirard, rincón donde la muerte
es una explosión interminable. Piedras, huesos, retama.
¿Quién oía el tintinear de sus pailas
a la sagrada hora del café
cuando son interminables sus chácharas?
¿Qué silencio tan hondo allí suplía
el cantar de uno solo de sus gallos?
Muertos de sol, de espacios, de sábanas,
muertos de estrellas, de pastos, de vacadas,
muertos bajo tierra a caballo.
Los muertos que conmigo se fueron a París
vivían en el cementerio Vaugirard,
estéril pabellón de graníticas tapias.
¿Qué queda allí de esa memoria
ahora que la última luz se ha embalsamado?
¿Qué recordarán sus camaradas
de sus voces, de sus humildes hábitos?
Alba de Vaugirard, niebla compacta,
amistad con que la luna clavetea las lápidas,
¿qué quedó allí de aquellos huéspedes
agradecidos de tanta posada?
¿Qué noticias envían ahora lejanos
a los caídos, a los vencidos, a los suicidas olvidados?
Un alba en escarchas de mármol
y el helado aguaviento
soplando sobre amargas ráfagas.
Oscuro lugar donde la muerte
es una explosión interminable
sobre recuerdos, átomos, retama.
¿Qué permanece de tanta memoria?
¿Quién llega ahora a oír sus chácharas
cuando la nieve recoge las cartas
que el invierno ha lacrado? Nadie, nadie
sabrá nunca leer sus epitafios.
Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo
Mi hermano ha muerto, sus huesos yacen
caídos en el polvo. Sin ojos con qué llorar,
me habla triste, se sienta en su muerte
y me abraza con su llanto sepultado.
Mi hermano, el rey Ricardo, murió una mañana
en un hospital de ciudad, víctima
de su corazón que trajo a la vida
fatales dolencias de familia.
Mi madre estuvo una semana muerta junto a él
y regreso con sus ojos apaleados
para mirarme de frente. Aún hay tierra
y llanto de Ricardo en sus ojos.
Perdía voz –dijo mi hermana, tenía febricitancia
de elegido y nos miraba con tanta compasión
que lloramos hasta su última madrugada.
Mama es más pobre ahora, mucho más pobre.
Mi familia lo cercó. Él nos amaba
con la nariz taponada de algodones.
todos éramos piedras y mirábamos
un río que comenzaba a pasar.
Lo llevaron alzado como un ave de augurios
y lo sembraron en la tierra amorosa
donde la muerte cuida a los jóvenes.
Cuando bajó, sollozaba profundo.
El rey Ricardo está muerto. Sus pasos
de oro amargo resuenan en su sangre
donde caminan con fragor de tormenta.
Su nombre estalla en mi boca como luz.
Todos lo amamos, mi madre más que todos,
y en su vientre nos reunimos en un llanto compacto:
desde allí conversamos, como las piedras,
con un río que comienza a pasar.
Escritura
Alguna vez escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.
No más lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música secreta.
Dibujaré con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.
Con piedra viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes, columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca.
La terredad de un pájaro es su canto…
La terredad de un pájaro es su canto,
lo que en su pecho vuelve al mundo
con los ecos de un coro invisible
desde un bosque ya muerto.
Su terredad es el sueño de encontrarse
en los ausentes,
de repetir hasta el final la melodía
mientras crucen abiertas los aires
sus alas pasajeras,
aunque no sepa a quién le canta
ni por qué,
ni si podrá escucharse en otros algún día
como cada minuto quiso ser:
más inocente.
Desde que nace nada ya lo aparta
de su deber terrestre,
trabaja al sol, procrea, busca sus migas
y es sólo su voz lo que defiende
porque en el tiempo no es un pájaro
sino un rayo en la noche de su especie,
una persecución sin tregua de la vida
para que el canto permanezca.
Nana para una ciudad anochecida
Duerme a tus rectos edificios
que velan a la sombra de las piedras.
Ya la noche suelta sus búhos.
Es hora de recoger todos los autos.
Cierra los párpados del puente
para que el río descanse,
los vidrios de las ventanas que tiritan,
abriga tus estatuas.
Apaga las lámparas que beben
el rencor de los hombres fatigados.
Deja que las mujeres sueñen su deseo
en el susurro de los helechos.
Duerme al amargo insomnio de la muerte
que empaña los últimos espejos,
los muros de tus largos hospitales
llenos de ojos en blanco.
Tiende tus casas para que reposen
en las arenas desnudas.
No olvides la leche de los duendes,
los mendigos que espían por los zaguanes.
Apaga los incendios azules
de tus motores sonámbulos,
el odio mecánico del día,
la barahúnda feroz de la chatarra.
Duerme al árbol que nos atestigua,
al gallo en el filo de su canto,
adormécelo todo ahora que oscurece
y haz que duerma yo mismo,
que me desvelo mirando en cada calle
un oscuro cuchillo
y en el cuchillo un grito
y en ese grito una mancha de sangre.
Acacias
En la gélida noche rugen los huracanes.
“A Diotima”, Hölderlin
Estremecidas como naves
acacias emergidas de un paisaje antiguo
y no obstante batidas en su fuego
bajo la negra luz de atardecida
yo miro yo asisto
a este mínimo esplendor tan denso
yo palpo
la intermitencia de las arboladuras
su fuego girante delirante
enmarcadas en un éxtasis grave
como desposeídas lanzadas al abismo
así de grande
en un follaje poblado de sombras agitadas
las miro
frente a la piedad de mis ojos
bajo los huracanes de la Noche.
Caracas
Tan altos son los edificios
que ya no se ve nada de mi infancia.
Perdí mi patio con sus lentas nubes
donde la luz dejó plumas de ibis,
egipcias claridades,
perdí mi nombre y el sueño de mi casa.
Rectos andamios, torre sobre torre,
nos ocultan ahora la montaña.
El ruido crece a mil motores por oído,
a mil autos por pie, todos mortales.
Los hombres corren detrás de sus voces
pero las voces van a la deriva
detrás de los taxis.
Más lejana que Tebas, Troya, Nínive
y los fragmentos de sus sueños,
Caracas, ¿dónde estuvo?
Perdí mi sombra y el tacto de sus piedras,
ya no se ve nada de mi infancia.
Puedo pasearme ahora por sus calles
a tientas, cada vez más solitario;
su espacio es real, impávido, concreto,
sólo mi historia es falsa.