Retrato en sepia
MARIANNE
Después de leer tantas cosas eruditas
estoy cansada, hija,
por no tener los pies más fuertes
y más duro el riñón
para andar los caminos que me faltan.
Perdona este reniego pasajero
al no encontrar mi ubicación precisa,
y pasarme el insomnio acodada en la ventana
cuando la lluvia cae,
pensando en la rabia que muerde
la relación del hombre con el hombre;
ahondando el túnel, cada vez más estrecho,
de esta soledad, en sí, un poco la muerte anticipada.
Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio,
que no se te achica la palabra en el miedo,
que me has visto morir en mí misma cada instante
buscando a Dios, al hombre, al milagro.
Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo
y no te importa,
ni te sorprende el nudo de sombra que descubres.
Todo se muere a tiempo y se llora a retazos,
has dicho,
sin embargo, es azul de cristal tu mirada
y te amanece fresca el agua del corazón;
quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las
cosas,
y entiendes en tu propio dolor al mundo,
porque ya sabes
que sobre todos los ojos de la tierra
algún día, sin remedio, llueve.
MOISÉS
De la transparencia nutricia del agua
provenimos.
Mosché, salvado de las aguas,
fue su nombre;
el relámpago de la cólera, su sombra.
Marcado al descuajar de su raíz
a un hombre,
vagó dentro de sí
perdido como gota de agua
en el vaso de la eternidad.
Huyó al desierto perseguido
por el remordimiento, el hambre,
la sed de los sentidos.
Los peñascos de soledad,
con sus ojos de misterio desorbitado,
custodiaron su camino;
el silencio enloquecido del desierto
despedazaba sus oídos.
Largamente luchó en su pesadilla
contra el alud de estrellas y de arena
hasta caer al fondo de su luz dormida
donde el señor limpió la cegadura de su frente.
Fueron las tierras de Madián
la sangre y el pan a compartir,
mientras se redondeaba la luz
temblando alrededor suyo.
Junto a Séfora vinieron días de plácida dulzura
Moisés erraba apacentando ovejas,
atravesando el rumor dorado del desierto.
Un día,
rumbo al monte de Dios,
trepó donde iluminaba al paisaje
un viento solitario;
allí retumbó la voz, zarzal de fuego:
Yo soy el que soy.
Tirado al suelo, se retorcía el cayado
—culebra vertebral de las pasiones—
al recogerlo, se recogió a sí mismo.
Se enderezó su yo, grandioso en poderío
y bajó Moisés como esplendor llameante
sellado,
con esa impalpable blancura
de los justos.
EL SUICIDIO
para Rubén Tamez Garza
Pienso en la fecha de mi suicidio
y creo que fue en el vientre de mi madre;
aún así, hubo días en que Dios me caía
igual que gota clara entre las manos.
Porque yo estuve loca por Dios,
anduve trastornada por él,
arrojando el anzuelo de mi lengua
para alcanzar su oído.
Su fragancia penetraba en mi piel
palabras que no alcanzo a entender,
que no voy a entenderlas, quizá…
Aprendí muy tarde a conocer varón,
lo sentí dilatarse con toda su soledad
dentro de mí.
Fue una jugada turbia,
un error sin caminos.
Fue descender al núcleo fugaz de la mentira
y encontrarme, al despertar, rodando en el vacío
bajo una sábana de espanto.
Fue lavarle la boca a un niño
con un puño de brasas
por llamar natural lo prohibido;
por arrastrar con cara de mujer madura,
ese carro de sol inútil: la inocencia.
Fue arrancarte las uñas de raíz,
arrastrarte,
meterte en la oquedad de la miseria, a bofetadas,
por el ojo hecho llama sombría, del demonio.
Padre
para Macedonio y Teresa
Al montón de polvo que te cobija
bajé esta tarde;
la sal de la llanura ardía
bajo el árido resplandor del silencio
y un tifón de soledad golpeaba
contra la flor caliza de los cerros.
Yo te hablé con esa ternura indómita
que rompe dignidades,
y me quebré de bruces en la tierra;
allí donde ningún extraño enjugaría
las pupilas ajadas de desvelo.
Lejos,
en muchedumbre hambrienta palpitaba la vida
ajena de tu muerte y de la mía…
¿Es que pronto no habrá una lágrima
para mojar tu ausencia,
una antorcha vehemente que te salve de tanta
nieve oscura?
RETRATO EN SEPIA
Obediente a la voz cósmica, agrio el destino,
yo fui levantada en torbellino de lamentos.
Yo fui la piedra de escándalo:
contra mí se reventaron las lágrimas
de todos mis hermanos. Yo fui
la piedra que tiritó en la puerta
y en los patios de las casas,
sin acceso al hogar que aglutina a los hombres.
La piedra con la que los otros tropezaban
encendidos de vergüenza.
La piedra del destierro,
la que debió perderse en el fondo del légamo;
el labio sumergido en la hiel;
el receptáculo del sacrificio
en donde vaciaron la indiferencia, la cólera, el despecho.
Yo el perro sin dueño, rastreando compañía,
con la cabeza gacha, abatido de soledad.
Cuando me vaya
no querré aullar,
cojeando por los mismos caminos.
Quiero dispararme como flecha
hacia la dimensión que corresponda.
A mitad de la borrasca de este tiempo
debí hacer cantar al pájaro ciego en mi garganta,
sola, sobrecogida por el relámpago y el trueno,
calada hasta los huesos, bajo la tormenta.
Canté y canté, bebiéndome las lágrimas.
Sin ti, Marianne,
se me habrían enlutado, sin amor, los caminos.
ASALTOS A LA MEMORIA
Amanece,
en las macetas de la ventana arden los geranios.
Un vaho lechoso entra en el viento.
Corre el día hacia las dunas de la oscuridad.
Después de avanzada la noche
me desprendo
abajo quedan mi piel, mis huesos.
Me echo de picada a las profundidades,
atravieso el infierno,
toco la incandescencia de la luz
todos los pájaros se desatan.
De lejos llega el olor de dátiles
que espesan en los cazos de cobre,
el de polvorones recién horneados.
Es el aroma penetrante de mi infancia
el que nace, el que nace.
Al amanecer Alberto arrea las mulas con el bastimento
rumbo a las labores.
Una niña atisba por entre los leños de la cerca,
mientras en su corazón
se amotina un mar de diez años que quiere ser mujer.
Que se echa sobre la tierra y se identifica con ella.
Este polvo que escurre entre sus dedos
es su madre
es su cuerpo
es el olor de vida que exhalará
cuando llegue el mediodía.
Hoy, paloma desmañanada, vuelve a su cama,
se acurruca bajo las cobijas tibias,
se le desarrugan los sueños,
se alisa el viento
y duerme.
A la bisabuela le peinaban las trenzas con los dedos.
Vivió 110 años.
Plena en su lucidez.
Su cuerpo se achicó.
Nunca desmereció la mata de su pelo inmaculado
que crecía en abundancia
colgando en largas trenzas.
Una mañana rechazó la bandeja de panecillos
y el chocolate espumoso.
Pequeñita, se ovilló en el silencio
“La virgen me envolvió en un vapor azul,
me trajo el desayuno”,
dijo antes de bajar a esconderse
en los íntimos pliegues de la tierra.
Las lilas perfuman el primer viento de abril.
El árbol de la noche florece
y la tía Vense trenza mis cabellos.
Me hundo en el sueño.
Tía Vense, te amo.
estalactica de cristal.
Tu pelo se precipitaba en relámpagos miel y caoba
sobre mi cara
cuando el beso de buenas noches.
El ruido de voces en el cuarto contiguo me despierta.
La muerte desangra el vientre de mi madre,
las sábanas esponjadas de blancura se incendian.
Apenas clarea, ponen sobre mis manos un cesto,
al vaciarlo un feto se despeña,
La vida se encoge dentro de mí,
Tengo nueve años,
es el primer contacto con la muerte.
Y los veranos,
y el sol estancado a mitad del desierto.
La luz cantaba y se filtraba por todos los resquicios.
Algunas veces una noche de lluvia
y amanecía la tierra con olor a mastuerzo y humedad.
El mundo de mi madre era la correspondencia justa
entre los reinos de la tierra.
El abuelo leía en el firmamento los fenómenos
atmosféricos,
ubicaba las constelaciones
y era juez de un pueblo
donde no se mezclaba la sangre con extraños.
Los Guzmán de Lampazos
Los Benavides de Cerralvo
Los Ramos de Ciénega de Flores
Los Montemayor de Higueras
y se cerraba el círculo.
Los ojos grises de la abuela
hacían sentir su presencia matriarcal:
revisaba la llegada de los rebaños,
el ganado, la ordeña,
preparaba en el horno de adobe
los pasteles de maíz, las hojarascas,
esa multitud de olores y sabores con que se llena el
recuerdo.
EL HOMBRE
para Wenceslao Rodríguez
¿Qué ha visto el hombre?
Nada.
Ciego y desnudo llegó,
desnudo y ciego se irá
del polvo al polvo.
Un gesto de ternura podría salvar al mundo,
pero el hombre jamás bajó los ojos
a ese pozo de luz.
—Llorarás, le dijeron,
mas no es fácil llorar.
Llorar es desprenderse,
irse en ríos de uno,
y el hombre sólo sabe
devorar y perderse.
No conoce más muros
que los que cercan su ciudad en sombras
y hasta allí ha bajado a envejecer,
a morir en sí mismo,
a sepultarse testarudo,
mientras la soledad circula por su cuerpo
como el viento por una casa en ruinas.
Yo insisto,
un gesto de ternura podría…, de pronto,
me irrito, tiemblo, río, me quebranto.
Yo soy el hombre.
AVISPERO
para Fernando Medina
Cualquier cosa es mejor
a este avispero en llamas que me aguija,
porque aquí, donde estoy, me duele todo:
la tierra, el aire, el tiempo,
y este volcanizado sueño a ciegas, sucumbiendo.
Anoche sollozaba por un vaso de luz,
hora tras hora ardí de sed
y amanecí vacía.
Otra noche fue el sobresalto dulce, el de la sangre;
enardecida fue de la jaula al látigo,
del látigo al silbido
agresivo y caliente de las venas,
amanecí amargada.
Otra vez,
me adentré un amor como montaña;
gacela estremecida vagué temblando húmeda de
lágrimas
Mansamente en silencio,
ahíta de ternura,
bebí luz de cristal entre los sueños,
se me quebró en la entraña, me cortaba,
y me quedé en tinieblas…
Cuántas cosas he dicho,
palabras que se arrancan por no llorar de rabia.
Ya no puedo dormir sobre la misma almohada
aunque los ojos sueñen;
me repudio al decirlo,
pero cualquier cosa es mejor
a este avispero en llamas en que vivo.
ENTRE LA SOLEDAD RUIDOSA DE LAS GENTES
para Wenceslao Rodríguez
Busco un hombre y no sé si sea para amarlo
o para castrarlo con mi angustia.
Tengo hambre de ser
y me siento frente a la ventana
a masticar estrellas
para que este dolor de estómago sea cierto.
La verdad es que duele en los nervios
todo el cuerpo, esta noche, hasta los tuétanos.
En la casa contigua
grita una mujer las glorias de la Biblia
y no conoce a Dios.
Su voz huele a vinagre, a aceite de ricino,
y Dios no huele a eso.
Entre mil olores reconocería el suyo.
Algo que no digiero me ha hecho daño esta tarde.
He visto a otros más humildes que yo.
No quiero reconocerme en ellos.
De tanto huir se me han caído las palabras
hasta el fondo del miedo:
no salen, rebotan dentro como canicas, suenan sordas.
Sin querer, me doy cuenta que me he quedado en la ruina.
Me falta lo mejor antes de irme: el Amor.
Y es tarde para alcanzarlo,
y me resulta falso decir:
—Señor, apóyame en tu corazón
que tengo ganas de morir madura.
Nadie madura sin el fruto.
El fruto es lo vivido y no lo tengo:
lo busco ya tarde,
entre la soledad ruidosa de las gentes
o en el amor que intento, y doy, y espero,
y que no llega.
RETORNO DE ELECTRA
para Fernando Medina
De ti lo habría amado todo:
tu cabeza como luz de topacio en el hastío,
el llanto, la caricia, la palabra brutal,
la soga que amansara mis ímpetus cerriles
y, sobre todo, el hijo.
Ese mar
que juntara la turbulencia de nuestras dos
avideces.
Ese mar donde irían haciéndose profundos
de ternura los ojos.
Pero ni tú ni yo vivimos el momento propicio para
amarnos.
De paso en paso, un abismo,
en cada oreja, una espina,
en cada latido, un monte de zozobra
quebrantando el resuello.
Y de qué sirve odiar, forzar,
hacerse añicos dentro
si todo es ir buscándonos,
arropándonos para evadir el cierzo
de la muerte que llega.
Lucha por subsistir,
por mirar nuestro polvo crecerse en otro polvo
para encontrar de nuevo la oquedad amorosa
que libre a los sentidos
de la asfixia más pura de la muerte:
la soledad.
Pero hay quienes nacimos para morir en nuestro
propio cuerpo.
No hay puertas. No hay ventanas.
Las ventanas incitan sin saciarnos.
Las puertas nos liberan.
Mas no hay puertas ni ventanas.
Hay la fiebre en los ojos
que va tras de la luz estremeciéndose.
Hay la sangre a galope.
El desvaído paso recorriendo las calles aturdidas
de sinfonolas, magnavoces, estridencias de claxon.
Y el viento barriendo hojuelas doradas de elote
en el mes de junio.
Y la fresca respiración de un cine
donde ruedan botellas de cocacola
y envolturas de Milky Way,
y la arena caliente del aire sofocado.
Y el amor, ¿dónde?
Y los amantes, ¿dónde?
Y tú, amor, viento, canto… ¿dónde?