Enrique Volpe. Primavera de Guerra, Año 1944

 

Presentamos un texto clave del reconocido autor chileno de origen italiano.

 

 

 

Enrique Volpe

 

 

Primavera de Guerra, Año 1944

Aquí. en este cementerio abandonado en las colinas,
donde cada una de estas cruces viejas es un desafío al infinito
si mis ojos ya devorados por el gusano pudieran contemplar un relámpago
como si fuese un árbol seco que se incendia entre las nubes de la primavera,
o si mi oído pudiese percibir el melodioso silbido de la sierpe
que acecha a la perdiz, o el rumor de las pezuñas de los desordenados
rebaños de cabras que invaden la quietud, desanudada
la violencia de los torrentes de años y sombras que se petrificaron
en mis venas que ya son polvo, quizás podría despertar de la larga modorra
para iniciar un dialogo con esas voces que se multiplican en la dolorosa fertilidad del silencio.

Mis labios están aun apegados al pocillo de la hiel y la cicuta.
En la desamparada soledad de este cementerio de guerra, donde aún no hallan reposo
mis huesos cansados de todas las miserias, cada tumba
es una pobre reliquia olvidada por la historia
El pálido acacio de los mares y el efímero florecer de la maleza invasora saben
de patrióticos discursos farsantes. ¿En que espejo no terrestre
podría contemplar mi verdadero rostro de resurrecto
sin sentir la vergüenza de haber sido un hombre?
La primavera del año 1944 con su polen de luto fecundaba el árbol bastardo de los frutos
de la muerte.
Quizás un día alguien escriba esta historia de la épica infame como si pretendiera
cavar un pozo
en la zona mas inhóspita de un desierto de mitos. Esa primavera
parecía que todos los relojes se habían detenido en las torres.
Las esferas señalaban la hora incierta para llegar a un único limite.
Las fuentes de la leche se estaban agotando en los pezones de la profanada loba de
bronce y en el viento del Norte se desmoronaban los emblemas dorados
de los antiguos emperadores. Sobre los escombros de las ciudades bombardeadas,
la lenta ondulación del sol parecía el harapo de una basta bandera desgarrada.

¿Se hicieron óxido de silencio las campanas de la sangre?

¿Hay un ángel que venga a encender en mis cuencas vacías una antorcha de soles marchitos?
¿Quién derribará la enorme puerta? Ya son pocos los que pueden recordar
a los pobres muertos colgando de los palos del telégrafo
y a los fanáticos rebaños de marionetas que vestían camisas negras
que, con látigos, aceite de ricino y otros instrumentos de tortura, habían desplazado
las imágenes de los verdaderos héroes y de los santos.
¿Quién puede soplar un cuerno de caza ante la presencia invisible de los antepasados?
¿Quién en monótona cadencia dialectal puede entonar las canciones
que se cantaban en los días dichosos de las nupcias y de las vendimias.
Se abrían demasiadas fosas y nacían pocas flores en esa primavera.
Cada hombre trataba de sacarse la máscara ocasional para iniciar
un monólogo con su propia conciencia.
¿Habéis vencido? ¿Quién ha vencido?
Pienso en el manto de tinieblas tejido sobre los huesos de los héroes anónimos de la
resistencia, que cayeron en las tierras altas donde la pezuña del ciervo inquieto
horada las raíces de las estrellas, allá en las selvas de castaños de Val Sesia, donde el
canto alegre de las alondras es el signo indiferente de la metamorfosis de la naturaleza.

La sombra crepuscular de la Bella Época era una paloma que picoteaba una larga espiga quemada,
cautiva dentro de una jaula de odios, o el numero mágico en un reloj
que se calcinó en la memoria de los ancianos. ¿Quién soterró en su propio corazón las
reliquias mas veneradas?. En los caminos que antaño recorrieron los trovadores errantes o las carretas cargadas
con gavillas de arroz o frescas verduras, estaba la huella infamante de los invasores,
pero aún nosotros no podíamos cantar la gesta de nuestra tierra liberada,
decir al modo gentil de los poetas épicos: En la roja urna de agua
de estos ríos que descienden de las montañas, yacen los huesos derrotados del bárbaro invasor…
En la terrible vitrina con vidrios empañados que es la historia, los carniceros
condecorados con cruces gamadas
exhibían a modo de crueles trofeos de caza las cabezas ensangrentadas
de los corderos sacrificados en los rituales de una sádica pasión.
Todo el pasado y todo el presente en las manos de los ladrones,
para nosotros solo la negación de un trozo de pan y el chasquido humillante de la fusta de
nervios de buey alzada
sobre las espaldas, y el constante recuerdo de nuestros muertos.
Ahora en esta soledad sin armonía que es mi sepulcro, pienso que cualquier rincón del
mundo es propicio para el encuentro del hombre con su muerte.
En cada una de las tumbas de este cementerio la mano calcinante del tiempo
escribió un epitafio con letras invisibles. ¿Florece el árbol de los oráculos en el mudo
lamento de los difuntos?
¿Para que seguir recordando, si todas las memorias nacen de la muerte?

Si alguien llega al borde de mi tumba y sobre la lápida esparce una flor,
debe pensar que ese gesto piadoso es solo el breve destello de una luz demasiado antigua,
que arderá para siempre en el corazón destruido de un hombre que soñó con la
muerte como con una amante mucho tiempo esperada.
Aquí los días ya no cuentan; los años fueron pasando como un regimiento
de sombras desordenadas,
buscando el territorio inexplorado de una batalla inconclusa.
No importa mi nombre; solo soy un muerto más que monologa
con esa imagen veloz y única que fue el acto final de un drama anónimo,
mientras que la nueva primavera enciende como pequeñas linternas de soles, que
velozmente han de marchitarse.