Enrique Solinas

El Rostro de Dios

 

 

 

Magnificat

 

Hoy desperté y mi cuerpo

tenía olor a flores,

a perfume de orgasmo y alegría.

 

Los animales obedientes acompañaban

el transcurrir violento y ciudadano.

El tráfico en las calles se partía en dos

cada vez que deseaba cruzar

hacia la otra orilla.

 

Voces diversas escuché

y entendí todas las palabras del mundo.

Dos marcas rojas en mis manos

anunciaron la transformación.

 

“Soy santo”, me dije, “soy santo”.

 

“En el exceso de la vida

y la muerte

está la redención.”

 

 

 

El Rostro de Dios

 

Esa mujer,

extendida hasta nunca debajo de la sábana

no muestra signos de respiración.

Apenas es el resto de una imagen,

el personaje principal en bastidores

no disponible para despedidas.

Hacia los costados,

sus brazos se alargan y tocan el infinito.

Las manos se apoyan en oriente y occidente

sin ganas ya,

sin intención.

 

Descorro la sábana y al mismo tiempo

vuela una mosca como ninfa sorprendida.

He aquí la cuestión:

sus labios entreabiertos y la piel extraña

contrastan con el gesto de una sonrisa,

y el único signo de vitalidad

es la mosca

que ha bebido toda su respiración.

 

Si la mujer sonríe es porque sabe algo

que nunca terminó de decir.

Si la mujer sonríe

es porque nos ha engañado

y nunca sabremos el motivo.

Pasa el tiempo como la vida pasa,

como pasa lo bello y lo triste.

Luego la abrirán en dos

para saber la causa de su fallecimiento.

Luego,

su rostro cambiará y será otra,

alguien desconocido.

 

Ahora sé que éste es el rostro de Dios:

una mujer que se va y la mosca que sonríe,

compartiendo la misma despedida.

Tan sólo nos queda

cubrir el cuerpo de la desesperanza

y contemplar el aire de la noche,

fatal y divino.

a mi madre, in memoriam

 

 

 

La noche en el jardín

 

Una pequeña música nocturna

en forma de viento.

Los chicos cazan luciérnagas

y ponen las manos

como para rezar.

 

Como si Dios fuera una luciérnaga

y se dejara atrapar

para romper el silencio.

 

Como si el milagro fuera que Dios

sea una luciérnaga

 

para no sentirnos

 

tan solos.

 

 

 

Bucólica

 

El olor de tu cuerpo, amigo mío,

me recuerda al color de la infancia.

Una pradera con demasiado sol

cuando no estoy triste,

cerca del río

en donde alguien dibuja mi ciudad.

 

Nada es tan importante ni inocente

como pensar en un día perfecto:

vaca y pasto,

los pájaros que nos sobrevuelan

como a San Francisco;

algunas flores,

sendero de amapolas;

el cielo quieto y azul,

como de utilería.

 

Sé que pronto ya no estarás aquí.

Todo es inmediato.

Sé que pronto

te ocultarás detrás del sol.

 

Disfrutemos ahora de este día,

que el mañana no es cierto.

 

Brillemos como el agua en la noche,

tan sólo para la memoria.

 

 

 

Nido vacío

 

Sentado en la noche puedo ver

un nido que pronto desaparecerá.

 

Desde el poste de luz

ha caído un pájaro

hasta su cielo.

El padre acompaña resignado

al que no estaba listo

para volar.

 

Llama dos o tres veces, luego

permanece inmóvil.

Su cuerpo es esa nada que brilla;

esa oración

de olvido sin palabras;

esa canción

oscura

al aire libre.

 

Tengo frío en los pies,

mañana

alguien barrerá el cielo.

 

¿Cómo es posible olvidar

tanta belleza abandonada?,

pienso.

 

¿Qué ha de ser de nosotros

cuando nos suceda lo mismo?

Enrique Solinas (Buenos Aires, 1969). Es escritor, docente, traductor e investigador. Desde 1989 colabora con publicaciones de Argentina y del exterior. Com ... LEER MÁS DEL AUTOR