

Presentamos un texto del imprescindible autor chileno.
Enrique Lihn
POR TU NOMBRE
Perdonarás que mañana estas palabras no sean para otros ojos
nada más que una mirada distraída
—los tuyos mismos, quizá—. Te las ofrezco
despojadas del mejor de los atributos retóricos: no compiten
con el canto del ruiseñor ni de ninguna manera
rompieron el silencio, mi constante y enemigo punto de apoyo.
Además, como nada ha ocurrido, espero poder llamarte
en estas líneas, Adriana, por tu nombre.
Aún, querida, ignoro lo que te voy a decir, pero quizá sientas como yo
cuando te asomas a la gran terraza sobre el mar, algo así:
el verano que me hiciste tan bello y terrible (y estos adjetivos recuerdan
necesariamente a un ángel), empieza a declinar a la manera
de una especia particular de catástrofe.
No me resisto a las expresiones patéticas,
siempre, es claro, de pésimo gusto, y que duelen por añadidura.
Sin duda hablo de uno de esos momentos de crisis
en que cualquier neurótico pierde el equilibrio
de su enfermedad, y en este caso la pérdida eres tú.
A lo mejor, entonces no ves nada desde allí
sino la ausencia del sol en un día de febrero:
insidioso mes que baja con abrigo a la playa
repitiendo en todos los tonos: señoras y señores,
tengan la bondad de retirarse, como un empleado municipal.
Y si puedo reintroducir la desolación en esta imagen,
hazme el favor de recordar
todo lo que hizo de la infancia un lugar que siempre cerraban a destiempo
antes de que comenzara la verdadera función o terminara en
realidad el día de fiesta.
Perdonarás que te implique en todo esto: “noticias
de ninguna parte” como si, donde no hubo historia alguna
y “en breve territorio, en suelo ajeno” compartiéramos un lugar
bajo el sol opaco; pero aquí, entre estas palabras con las que
intento reemplazarte
a falta de ti, puedes incluso ceder a unas dos o tres lágrimas
que con las mías mezcladas brotaron de unos mismos ojos
como el célebre soneto.
Es una impresión muy conocida pero siempre sorprendente
y excesivamente feliz, la de no saber
quien de los dos es el otro cuando ocurre
lo que podría llamarse, amor, por su nombre
si ese nombre fuese un balbuceo que alguien quisiera oír.
En la memoria —reconocido sitio de lo no vivido— y en mi torpe lenguaje
lleno de habilidades superfluas, tú o yo, pero más bien el
sujeto de estas oraciones
que no es ni el uno ni el otro sino ambos a la vez presentes por el esfuerzo
de reunirse en esta criatura de la que forman parte;
eso, ahora bajo tu apariencia, mientras todo a su alrededor
luce como en un trasatlántico, acogedor y sólido,
recuerda que no era ése el viaje de su elección.
La pasajera se sabe de memoria el itinerario
pero la memoria sufre en un punto una indisposición pasajera
pues, en fin, insistentemente hay algo que no recuerda:
un lugar no acogido por los hechos pero que si bien antes era sólo
la posibilidad de introducir con su nombre una variante en el viaje,
ahora también pertenece a un inexistente pasado,
Es algo de lo que parece difícil desprenderse
por su modo de inexistir pero que produce molestias,
una especia de alegría inseparable de la asfixia.
Tiene incluso una existencia física, abunda en las señales de
una doble identidad:
la de ella y la del otro, pero no puede ser.
Perdonarás que este monólogo de dos gravite ahora
—como a una inclinación imperceptible del barco—
sobre esa criatura monstruosa, perdida en lo que no es;
pues se nos parece todavía más que nuestras dobles imágenes separadas,
pero no puedo verla como no sea por los rastros
que deja en el papel: todas estas palabras
de una torpeza particular porque no tratan de nada
pero que son sin embargo o tal vez imperdonables.