Enrique Lihn

Monólogos

 

 

 

 

 

MONÓLOGO DEL PADRE
CON SU HIJO DE MESES

 

Nada se pierde con vivir, ensaya;

aquí tienes un cuerpo a tu medida.

Lo hemos hecho en sombra

por amor a las artes de la carne

pero también en serio, pensando en tu visita

como en un nuevo juego gozoso y doloroso;

por amor a la vida, por temor a la muerte

y a la vida, por amor a la muerte

para ti o para nadie.

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta

como a nosotros este doble regalo

que te hemos hecho y que nos hemos hecho.

Cierto, tan sólo un poco

del vergonzante barro original, la angustia

y el placer en un grito de impotencia.

Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza

del huevo, a plena luz, ligero y jubiloso,

sólo un hombre: la fiera

vieja de nacimiento, vencida por las moscas,

babeante y resoplante.

Pero vive y verás

el monstruo que eres con benevolencia

abrir un ojo y otro así de grandes,

encasquetarse el cielo,

mirarlo todo como por adentro,

preguntarle a las cosas por sus nombres

reír con lo que ríe, llorar con lo que llora,

tiranizar a gatos y conejos.

Nada se pierde con vivir, tenemos

todo el tiempo del tiempo por delante

para ser el vacío que somos en el fondo.

Y la niñez, escucha:

no hay loco más feliz que un niño cuerdo

ni acierta el sabio como un niño loco.

Todo lo que vivimos lo vivimos

ya a los diez años más intensamente;

los deseos entonces

se dormían los unos en los otros.

Venía el sueño a cada instante, el sueño

que restablece en todo el perfecto desorden

a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;

allí en ese castillo movedizo

eras el rey, la reina, tus secuaces,

el bufón que se ríe de sí mismo,

los pájaros, las fieras melodiosos.

Para hacer el amor, allí estaba tu madre

y el amor era el beso de otro mundo en la frente,

con que se reanima a los enfermos,

una lectura a media voz, la nostalgia

de nadie y nada que nos da la música.

Pero pasan los años por los años

y he aquí que eres ya un adolescente.

Bajas del monte como Zaratustra

a luchar por el hombre contra el hombre:

grave misión que nadie te encomienda;

en tu familia inspiras desconfianza,

hablas de Dios en un tono sarcástico,

llegas a casa al otro día, muerto.

Se dice que enamoras a una vieja,

te han visto dando saltos en el aire,

prolongas tus estudios con estudios

de los que se resiente tu cabeza.

No hay alegría que te alegre tanto

como caer de golpe en la tristeza

ni dolor que te duela tan a fondo

como el placer de vivir sin objeto.

Grave edad, hay algunos que se matan

porque no pueden soportar la muerte,

quienes se entregan a una causa injusta

en su sed sanguinaria de justicia.

Los que más bajo caen son los grandes,

a los pequeños les perdemos el rumbo.

En el amor se traicionan todos:

el amor es el padre de sus vicios.

Si una mujer se enternece contigo

le exigirás te siga hasta la tumba,

que abandone en el acto a sus parientes,

que instale en otra parte su negocio.

Pero llega el momento fatalmente

en que tu juventud te da la espalda

y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti

que la persigues

a salto de ojo, inmóvil, en una silla negra.

Ha llegado el momento de hacer algo

parece que te dice todo el mundo

y tú dices que sí, con la cabeza.

En plena decadencia metafísica

caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,

impecablemente vestido, con la modestia de un hombre

joven que se abre paso en la vida

dispuesto a todo.

El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde

en el cielo dejándolas a todas en su sitio.

De un tiempo a esta parte te mueves entre ellas como un

pez en el agua.

Vives de lo que ganas, ganas lo que mereces,

mereces lo que vives;

has entrado en vereda con tu cruz a la espalda.

Hay que felicitarte:

eres, por fin, un hombre entre los hombres.

Y así llegas a viejo

como quien vuelve a su país de origen

después de un breve viaje interminable

corto de revivir, largo de relatar

te espera en ti la muerte, tu esqueleto

con los brazos abiertos, pero tú la rechazas

por un instante, quieres

mirarte larga y sucesivamente

en el espejo que se pone opaco.

Apoyado en lejanos transeúntes

vas y vienes de negro; al trote, conversando

contigo mismo a gritos, como un pájaro.

No hay tiempo que perder, eres el último

de tu generación en apagar el sol

y convertirte en polvo.

No hay tiempo que perder en este mundo

embellecido por su fin tan próximo.

Se te ve en todas partes dando vueltas

en torno a cualquier cosa como en éxtasis.

De tus salidas a la calle vuelves

con los bolsillos llenos de tesoros absurdos:

guijarros, florecillas.

Hasta que un día ya no puedes luchar

a muerte con la muerte y te entregas a ella

a un sueño sin salida, más blanco cada vez

sonriendo, sollozando como un niño de pecho.

Nada se pierde con vivir, ensaya:

aquí tienes un cuerpo a tu medida,

lo hemos hecho en la sombra

por amor a las artes de la carne

pero también en serio, pensando en tu visita

para ti o para nadie.

 

 

 

 

MONÓLOGO DEL VIEJO CON LA MUERTE

 

Y bien, eso era todo.

Aquí tiene la vida, mírese en ella como en un espejo,

empáñela con su último suspiro.

Este es Ud. de niño, entre otros niños de su edad;

¿se reconocería a simple vista?

Le han pegado en la cara, llora a lágrima viva,

le han pegado en la cara.

Allí está varios años después, con su abuelo

frente al primer cadáver de su vida.

Llora al viejo, parece que lo llora

pero es más bien el miedo a lo desconocido.

El vuelo de una mosca lo distrae.

Y aquí vienen sus vicios, las pequeñas alegrías de un cuerpo

reducido a su mínima expresión,

quince años de carne miserable;

y las virtudes, ciertamente, que luchan

con gestos más vacíos que ellas mismas.

Un gran amor, la perla de su barrio

le roba el corazón alegremente

para jugar con él a la pelota.

El seminario, entonces,

le han pegado en la cara. Ud. pone la otra;

pero Dios dura poco, los tiempos han cambiado

y helo aquí cometiendo una herejía.

Véase en ese trance, eso era todo:

asesinar a un muerto que le grita: no existo.

Existen Marx y el diablo.

Recuerde, ese es Ud. a los treinta años;

no ha podido casarse

con su mujer, con la mujer de otro.

Vive en un subterráneo, en una cripta

de lo que se le ofrece, sin oficio,

esqueléticamente, como un santo.

Del otro mundo viene ciertas noches

a visitarlo el padre de su padre:

—Vuelve sobre tus pasos, hijo mío, renuncia

al paraíso rojo que te chupa la sangre.

Total, si el mundo cambia a cañonazos,

antes que nada morirán los muertos.

Piensa en ti mismo, instala tu pequeño negocio.

Todo empieza por casa i.

Mírese bien, es Ud. ese hombre

que remienda su única camisa

llorando secamente en la penumbra.

Viene de la estación, se ha ido alguien,

pero no era el amor, sólo una enferma

de cierta edad, sin hijos, decidida a olvidarlo

en el momento mismo de ponerse en marcha.

Ud. se pone en su lugar. No sufre.

¿Eso era el amor? Y bien, sí, era eso.

Tranquilo. Una mujer de cierta edad. Tranquilo.

Mírela bien, ¿quién era? Ya no la reconoce,

es ella, la que odia sus calcetines rotos,

la que le exige y le rechaza un hijo,

la que finge dormir cuando Ud. llega a casa,

la que le espanta el sueño para pedirle cuentas,

la que se ríe de sus libros viejos,

la que le sirve un plato vacío, con sarcasmo,

la que amenaza con entrar de monja,

la que se eclipsa al fin entre la muchedumbre.

Y bien, eso era todo. Véase Ud. de viejo

entre otros viejos de su edad, sentado

profundamente en una plaza pública.

Agita Ud. los pies, le tiembla un ojo,

lo evitan las palomas que comen a sus pies

el pan que Ud. les da para atraérselas.

Nadie lo reconoce, ni Ud. mismo

se reconoce cuando ve su sombra.

Lo hace llorar la música que nada le recuerda.

Vive de sus olvidos

en el abismo de una vieja casa.

¿Por qué pues no morir tranquilamente?

¿A qué viene todo esto?

Basta, cierre los ojos;

no se agite, tranquilo, basta, basta.

Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte.

 

 

 

 

MONÓLOGO DEL POETA CON SU MUERTE

 

Y ahora te toca a ti: el poeta y su muerte;

no es una buena escena ni aun para el autor

de los monólogos: nada ocurre en ella

de especialmente emocionante. El rostro

mismo del miedo que uno pensaría

todo un teatro de máscaras,

no es más que este pie equino, un sapo informe,

un puñado de hongos.

 

Tu misma enfermedad, nunca se supo

quién de los dos el cuerpo, quién el alma

hasta su floración en una noche

en que al gusto habitual a tierra de hojas

de tu lengua, sentiste con horror

que se mezclaba al polen venenoso,

y tus pies te llevaron a la rastra

por el camino de tus hospitales.

 

Cuánta inocencia ahora

que la muerte prepara tu bautismo

en las aguas servidas de la sangre

una y mil veces transformadas en vino,

quiere que tú te mires en ellas sollozando,

como si todo tu pasado fuera

algo por verse allí

en ese triste espejo que volvía a trizarse

cada siete años, con tu cara adentro.

Todo lo tuyo fue —dicen las trizaduras—

altos y bajos de la mala suerte.

 

Quienes van a morir en esta pieza

de hospital, ya lo saben los unos de los otros;

lo repiten, lo aprenden, lo recitan, lo aúllan.

El silabario del dolor circula

de cama en cama, los recuerdos tiemblan

juntos, como en un ghetto de Varsovia.

(Médicos que parecen gaviotas, alcatraces,

vuelan sobre un cardumen de termómetros,

y las horribles golondrinas ruedan

con las alas zurcidas a la espalda

y los pies húmedos de escupitajos.)

Nadie, si lo quisiera, podría hacerse trampas

pensando que es un juego esta partida

ni sacar un horrible solitario

la memoria sajada de los unos

supura, abiertamente,

toda la porquería inolvidable,

la de los otros se extravía y canta

salmos del cloroformo tangos dodecafónicos

algodonosos y sanguinolentos.

 

Pero tú, sustraído al delirio común

por un miedo que ya no tiene nombre

ni otra figura que la tuya propia,

vas a morir con dignidad, se dice.

Quizás, como no aceptes de la muerte otra cosa

que, por entretener a las visitas,

unos tropiezos de bufón danzante

junto al trono del rey del humor negro

Y pues ahora que te asisten plenos

poderes como a Ubú o Chaplin, los imbéciles

sólo atinan a irse

como si se sentaran en las brasas,

tu soledad es cada vez más tuya,

precisas no mezclarte con la chusma, distraes

la mirada paseándola por el vago rebaño

de las camas, te miras el ombligo del mundo.

Todo el orgullo que se diga es poco.

 

De los recuerdos de tu infancia, no más

juega tu corazón, como en un viejo patio

casi vacío, con los más tranquilos.

Cedes —toda prudencia— al sueño que soñabas

cuando era el despertar de un niño a la dulzura

de la convalecencia, entre las manos

maternales

Piensas en los hermanos Grimm y en Andersen.

Sabes, crees saber que, pasajero

de un tren-cisne-dragón-globo aerostático,

vas salvando el escollo de la noche, y el aire

libre, la luz del otro extremo del túnel,

te murmura al oído: “ahora estás sano y salvo”.

¡Un día al fin! Tu madre, toda suave lectura,

vuelve para aventar del patio los recuerdos

turbulentos, que gritan: ¡El muerto, el muerto, el muerto!

con las orejas y las manos sucias.

 

 

 

Enrique Lihn (Chile, 1929 - 1988). Poeta, novelista, ensayista y crítico literario. Figura imprescindible de la poesía latinoamericana durante la segun ... LEER MÁS DEL AUTOR