

Presentamos dos textos claves del reconocido autor chileno de su libro Poesía de paso (1966, Premio Casa de las Américas).
Enrique Lihn
NIEVE
Cómo te gustaría suspender esta peregrinación solitaria
y retomarla luego que pase, compañera de viaje, la fatiga
del extranjero para el cual todo se mezcla a ella,
aun en medio del mayor encantamiento.
Como ayer mientras el viejo Brueghel montaba para ti su tabladillo,
nada menos que en el Museo Real de Bellas Artes;
ángeles y demonios, y sin embargo habías perdido tantas veces
esa misma batalla minuciosa
que ahora el pincel mágico del viejo la libraba
del otro lado de un espejo oscuro. Retuviste el aliento,
en honor a lo real, para dejarlo hacer
su trabajo de siempre sin un nuevo testigo.
La nieve era en Bruselas otro falso recuerdo
de tu infancia, cayendo sobre esos raros sueños
tuyos sobre ciudades a las que daba acceso
la casa ubicua de los abuelos paternos:
peluquerías en las largas calles; espejos, en lugar de puertas, rebosantes
de pintadas columnas giratorias;
tiendas, invernaderos, palacios de cristal, la oveja que balaba,
mitad juguete mitad inmolación
del cordero pascual, y reconoces
el Boulevard du Jardin Botanique, por alguna razón tan
misteriosa como la nieve.
¿Dónde está lo real? No hiere preguntarlo ni importa que
uno sepa de memoria
las exactas respuestas del maestro y los suyos
entre los cuales vive tu voluntad. No importa.
Entiendes bien que el solipsismo es una coartada
del poder contra el espíritu. Pero aquí, en el más absoluto
aislamiento, se es víctima de impresiones curiosas,
a la vuelta de una esquina que nunca parece exactamente la misma
como si las calles caminaran contigo, participando de tu desconcierto.
Estabas advertido: había que viajar en compañía, pero en
cambio viniste del otro lado del mundo
para mirar tu soledad a la cara
y lo demás que ahora no interesa.
Esta forma del ser, obstinada en impugnarlo; celosa de toda
ambigüedad, la conoces
como Edipo a la Esfinge, horma de su zapato.
Nieva en Bruselas y en tus falsos recuerdos. Piensas: “es mi fatiga.
Ella es la que no se extraña de nada”.
El viejo cierra a las cinco su caja de Pandora. Demasiado
temprano, ya lo sabes.
Como si dispusiera de lo eterno, otra vez, la noche se da el
lujo de caer lentamente
sobre la Gran Plaza que ha encendido su torre
en un dorado Oficio de Tinieblas,
y es tu familiaridad la sorprendida
con un mundo en que el logos fue la magia.
Piedras transfiguradas por las manos del hombre
hasta hacerse tocar por los ángeles mismos:
ocios del gótico tardío. No,
nada te habría encaminado a lo oscuro que te significara
la recuperación de una embriaguez perdida
con los años de triste aprendizaje.
Pero, en fin, habías bebido unos vasos de cerveza por lo que
pudiera ocurrir y fue el temor
de que nada ocurriera sino sólo en ti mismo
el primero en empujarte en esa dirección.
Rue des Chanteurs, rue de la Bienfaisance; los nombres
cambian de sonido y lugar
igual, en todas partes, permanece,
bajo luces distintas esa tierra de nadie, lindando con el Reino de las Madres:
su viejo cómplice y enemigo de siempre.
Tu distracción tomaba la forma de la nieve, ahora ese lejano resplandor
que todo lo cubría vagamente, hasta la aparición articulada
de la mujer, en su pequeña vitrina, como ahogada en una luz incierta.
Y sonreía sólo para sí misma.
No fue ella, por cierto, la anfitriona; allí estaba la otra,
esa que reconocerías entre miles, cuyo nombre ha cambiado tantas veces,
pronta a participar, por un momento, en el diálogo. Sólo lo
justo para hacerse presente
como si nunca nada pudiera comenzar.
CIUDADES
Ciudades son imágenes.
Basta con un cuaderno de escolar para hacer
la absurda vida de la poesía
en su primera infancia:
extrañeza elevada al cubo de Durero*
y un dolor que no alcanza a ser él mismo,
melancólicamente.
Dos ratas blancas giran en un círculo
a la velocidad de la neurosis;
después de darme vueltas sesenta días justos
en el gran mundo como en una jaula,
me concentro en un solo pensamiento:
ratas que giran.
Blanca, velluda, diminuta esfera
partida en dos mitades que brincan por juntarse,
pero donde fue el tajo, la perpleja lisura,
y el dolor, ahora están esas patitas,
y en medio de ellas sexos divisorios,
sexos compensatorios.
Nos salen cosas donde fuimos seres
aparte enteramente, enteramente aparte.
Once minutos de odio, total… cinco minutos.
Ciudades son lo mismo que perderse en la calle
de siempre, en esa parte del mundo, nunca en otra.
¿Qué es lo que no podría dar lo mismo
si se le devolviera al todo, en dos palabras,
el ser mezquinamente igual de lo distinto?
Sol del último día; ¡qué gran punto final
para la poesía y su trabajo!
En el gran mundo como en una jaula
afino un instrumento peligroso.
* El poliedro de Durero.