Cementerio de Punta Arenas
INVERNADERO
¿Qué será de nosotros, ahora? ¿Nos sorprendió esa noche,
para siempre en el bosque
infundiéndonos el sueño de la herrumbre del pozo o
reencontramos en la tarde el buen camino familiar
y se nos hizo un poco tarde en el jardín un poco noche
junto al invernadero
las narices, las manos empavonadas de bosque, las manos
maculadas de herrumbre del brocal, el escozor en las
orejas flagrantes, el cuerpo del delito pegado a las orejas:
la picadura, el rastro de un insecto benigno?
¿O nos perdimos, realmente, en el bosque? Esto podría ser
como el claro del sueño:
nuestra presencia en la que no se repara si no como se
admite el recuerdo agridulce de los niños
bien entrada la noche, cuando en una penosa reunión
familiar todo el mundo se ha esforzado en vano
por retenerlo arriba, en la clausurada pieza de juegos. Porque
algo nos diría sin duda
este jardín que habla si estuviéramos despiertos; pero entre
él y nosotros (nos hemos entregado
a nuestra edad real como a una falsa evidencia)
se levantan los años empavonados del aire que entra al
invernadero lleno de vidrios rotos
vidriándonos la noche de un bosque inexpugnable.
Y allí afuera no hay nadie, todo el mundo lo diría si lo
preguntáramos en voz alta; y si se nos escuchase
preguntarlo; o si se consintiera
en recoger esta absurda pregunta. Nadie, salvo el reflejo
difuso de todos los rostros
en los vidrios intactos empavonados de nadie.
Las hojas nada dicen que no esté claro en las hojas. Nada
dice la memoria
que no sea recuerdo; sólo la fiebre habla de lo que en ella habla
con una voz distinta, cada vez. Sólo la fiebre
es diferente al ser de lo que dice.
Y allí afuera no hay nadie
Pero, ¿qué será de nosotros ahora?
MAYOR
El hijo único sería el mayor de sus hermanos
y en su orfandad algo tiene de eso
que se entiende por la palabra mayor. Como si también ellos
hubieran muerto
sus imposibles hermanos menores.
Mucho más riguroso que el luto repartido
es el suyo: la muerte lo cortó a su medida,
lo cosió, lenta, con extrema finura
mientras el padre se iba transfundiendo en el hijo,
lo envejecía a fuerza de crearlo a su imagen
—niño otra vez el hombre, hombre otra vez el niño—
en noches tan oscuras como el luto que llevan.
Y el hijo tiene algo de un hermano mayor
como si lo rodeáramos, nonatos, mientras él nace
por segunda vez
a una vida más grave que la nuestra.
Alguien se mira en él con los ojos cerrados,
gravita su silencio
sobre nuestras palabras sin objeto.
CEMENTERIO DE PUNTA ARENAS
Ni aun la muerte pudo igualar a estos hombres
que dan su nombre en lápidas distintas
o lo gritan al viento del sol que se los borra:
otro poco de polvo para una nueva ráfaga.
Reina aquí, junto al mar que iguala al mármol,
entre esta doble fila de obsequiosos cipreses
la paz, pero una paz que lucha por trizarse,
romper en mil pedazos los pergaminos fúnebres
para asomar la cara de una antigua soberbia
y reírse del polvo.
Por construirse estaba esta ciudad cuando alzaron
sus hijos primogénitos otra ciudad desierta
y uno a uno ocuparon, a fondo, su lugar
como si aún pudieran disputárselo.
Cada uno en lo suyo para siempre, esperando,
tendidos los manteles, a sus hijos y nietos.
CALETA
En esta aldea blanca de oscuros pescadores
el amor vive a dos pasos del odio
y la ternura, muerta, se refugia en el sueño
que agranda la mirada del loco del villorrio.
Amanecer: el mar se duerme bajo el sol
como un gigante ebrio después de una batalla;
alguien perdió la vida, anoche, entre sus manos
enguantadas de blanco, más crueles que la nieve,
Pero los compañeros del caído volvieron
en sus valvas ahítas de sangrienta semilla
y extienden en la arena sus trofeos agónicos.
Mediodía; a la mesa se sientan los tatuados
y sus mujeres les guardan las espaldas
atentas al peligro de sus gestos que ordenan
otro vaso de vino
más loco cada vez.
Luego, la guerra a vida entre los sexos
y los gañanes bajan a la playa
como a una amante más que escarnecieran
a remar en un sueño furioso de borrachos.
Varadero del sol herido a cielo
en la línea de fuego de las olas.
Es hora de ir al mar a capturar sus pájaros
si una riña de hombres, de perros o de gallos
no retiene en la orilla la jauría de barcas.
La noche trae un poco de alma a la caleta:
un poco de agua dulce que en los ojos del loco
se enturbia en el olvido de sí misma.
Alguien que no he podido olvidar se me agranda
como la ola a un mar preso de luna
y golpea mi cara por dentro hasta cegarme.
ELEGÍA A CARLOS DE ROKHA
No hubo dolor en el momento justo
de oír sobre tu muerte. Fue como si tú mismo la hubieras anunciado
en uno de esos absurdos llamados telefónicos que solías hacer
a tus amigos:
una broma sangrienta.
Y la inocencia que, a esas horas, se volvía irritante, la cigarra
de una voz chirriando
en la paja seca del día. No hubo dolor
pero sí, Carlos, la inmediata certeza
de que contigo se eclipsaba la noche
sobre el desierto de un día estable y es como si cayera
un poco de ceniza del cielo sobre tierras eriáceas.
Me he llamado a lo real. Pero qué peso insoportable
tendría ahora un guijarro sobre la palma de la mano. Todas,
todas estas pobres historias
diurnas no son sino desgarradoras. Aquí, también, esta visión confusa
y demasiado nítida de caras conocidas.
Si la vida no es más que una locura
lo que importan son los sueños y aun el delirio, la mentira piadosa
de las palabras en libertad arrojadas
al millar de los vientos nocturnos,
como en tu poesía: la oscuridad vidente:
palabras como brasas, balbuceos del fuego.
Tenías que morir acaso así, como quien
despierta de sí mismo en un acceso de sangre;
es sorprendente, pero natural,
la poesía ha muerto, entre nosotros, fue un sueño
tú sabes qué difícil de conciliar entre otros:
palabras y, en el fondo
sigue a la exaltación un cansancio profundo,
sólo una rabia negra que tiende a confundirse
con la oscuridad. Así
todo era destrucción para ti a ciertas horas
tan fácil recaer en la locura aullando
por un poco de paz en el exceso del bosque.
“Vuelvo al bosque” —escribiste a tu familia a una edad que
tendrías para siempre—
hijo el más pródigo de todos, tan dócil
como Isaac pero irrecuperable.
Abraham fue el victimado y el ángel
de la poesía enzarzado en las alas
mal te pudo salvar del autosacrificio
si él mismo era un temblor de hojas, un grito pánico.
Oveja negra como todas las noches
de una misma soledad de cuarenta y dos años.
No es verdad que extraviaras el camino, sólo cabía girar
sobre tus propios pasos en un desierto espeso.
Ella —la poesía— al menos fue tu sombra.
No iba a encender en el hueco de la mano
temblorosa, a la siga de un ciego blasfemante
ninguna luz que no fuera tempestad.
De La pieza oscura (1963)