Enrique Lihn

Cementerio de Punta Arenas

 

 

 

 

 

INVERNADERO

 

¿Qué será de nosotros, ahora? ¿Nos sorprendió esa noche,

para siempre en el bosque

infundiéndonos el sueño de la herrumbre del pozo o

reencontramos en la tarde el buen camino familiar

y se nos hizo un poco tarde en el jardín un poco noche

junto al invernadero

las narices, las manos empavonadas de bosque, las manos

maculadas de herrumbre del brocal, el escozor en las

orejas flagrantes, el cuerpo del delito pegado a las orejas:

la picadura, el rastro de un insecto benigno?

 

¿O nos perdimos, realmente, en el bosque? Esto podría ser

como el claro del sueño:

nuestra presencia en la que no se repara si no como se

admite el recuerdo agridulce de los niños

bien entrada la noche, cuando en una penosa reunión

familiar todo el mundo se ha esforzado en vano

por retenerlo arriba, en la clausurada pieza de juegos. Porque

algo nos diría sin duda

este jardín que habla si estuviéramos despiertos; pero entre

él y nosotros (nos hemos entregado

a nuestra edad real como a una falsa evidencia)

se levantan los años empavonados del aire que entra al

invernadero lleno de vidrios rotos

vidriándonos la noche de un bosque inexpugnable.

 

Y allí afuera no hay nadie, todo el mundo lo diría si lo

preguntáramos en voz alta; y si se nos escuchase

preguntarlo; o si se consintiera

en recoger esta absurda pregunta. Nadie, salvo el reflejo

difuso de todos los rostros

en los vidrios intactos empavonados de nadie.

 

Las hojas nada dicen que no esté claro en las hojas. Nada

dice la memoria

que no sea recuerdo; sólo la fiebre habla de lo que en ella habla

con una voz distinta, cada vez. Sólo la fiebre

es diferente al ser de lo que dice.

Y allí afuera no hay nadie

 

Pero, ¿qué será de nosotros ahora?

 

 

 

 

MAYOR

 

El hijo único sería el mayor de sus hermanos

y en su orfandad algo tiene de eso

que se entiende por la palabra mayor. Como si también ellos

hubieran muerto

sus imposibles hermanos menores.

Mucho más riguroso que el luto repartido

es el suyo: la muerte lo cortó a su medida,

lo cosió, lenta, con extrema finura

mientras el padre se iba transfundiendo en el hijo,

lo envejecía a fuerza de crearlo a su imagen

—niño otra vez el hombre, hombre otra vez el niño—

en noches tan oscuras como el luto que llevan.

 

Y el hijo tiene algo de un hermano mayor

como si lo rodeáramos, nonatos, mientras él nace

por segunda vez

a una vida más grave que la nuestra.

Alguien se mira en él con los ojos cerrados,

gravita su silencio

sobre nuestras palabras sin objeto.

 

 

 

 

CEMENTERIO DE PUNTA ARENAS

 

Ni aun la muerte pudo igualar a estos hombres

que dan su nombre en lápidas distintas

o lo gritan al viento del sol que se los borra:

otro poco de polvo para una nueva ráfaga.

Reina aquí, junto al mar que iguala al mármol,

entre esta doble fila de obsequiosos cipreses

la paz, pero una paz que lucha por trizarse,

romper en mil pedazos los pergaminos fúnebres

para asomar la cara de una antigua soberbia

y reírse del polvo.

 

Por construirse estaba esta ciudad cuando alzaron

sus hijos primogénitos otra ciudad desierta

y uno a uno ocuparon, a fondo, su lugar

como si aún pudieran disputárselo.

Cada uno en lo suyo para siempre, esperando,

tendidos los manteles, a sus hijos y nietos.

 

 

 

 

CALETA

 

En esta aldea blanca de oscuros pescadores

el amor vive a dos pasos del odio

y la ternura, muerta, se refugia en el sueño

que agranda la mirada del loco del villorrio.

 

Amanecer: el mar se duerme bajo el sol

como un gigante ebrio después de una batalla;

alguien perdió la vida, anoche, entre sus manos

enguantadas de blanco, más crueles que la nieve,

Pero los compañeros del caído volvieron

en sus valvas ahítas de sangrienta semilla

y extienden en la arena sus trofeos agónicos.

 

Mediodía; a la mesa se sientan los tatuados

y sus mujeres les guardan las espaldas

atentas al peligro de sus gestos que ordenan

otro vaso de vino

más loco cada vez.

Luego, la guerra a vida entre los sexos

y los gañanes bajan a la playa

como a una amante más que escarnecieran

a remar en un sueño furioso de borrachos.

 

Varadero del sol herido a cielo

en la línea de fuego de las olas.

Es hora de ir al mar a capturar sus pájaros

si una riña de hombres, de perros o de gallos

no retiene en la orilla la jauría de barcas.

 

La noche trae un poco de alma a la caleta:

un poco de agua dulce que en los ojos del loco

se enturbia en el olvido de sí misma.

Alguien que no he podido olvidar se me agranda

como la ola a un mar preso de luna

y golpea mi cara por dentro hasta cegarme.

 

 

 

 

ELEGÍA A CARLOS DE ROKHA

 

No hubo dolor en el momento justo

de oír sobre tu muerte. Fue como si tú mismo la hubieras anunciado

en uno de esos absurdos llamados telefónicos que solías hacer

a tus amigos:

una broma sangrienta.

Y la inocencia que, a esas horas, se volvía irritante, la cigarra

de una voz chirriando

en la paja seca del día. No hubo dolor

pero sí, Carlos, la inmediata certeza

de que contigo se eclipsaba la noche

sobre el desierto de un día estable y es como si cayera

un poco de ceniza del cielo sobre tierras eriáceas.

 

Me he llamado a lo real. Pero qué peso insoportable

tendría ahora un guijarro sobre la palma de la mano. Todas,

todas estas pobres historias

diurnas no son sino desgarradoras. Aquí, también, esta visión confusa

y demasiado nítida de caras conocidas.

Si la vida no es más que una locura

lo que importan son los sueños y aun el delirio, la mentira piadosa

de las palabras en libertad arrojadas

al millar de los vientos nocturnos,

como en tu poesía: la oscuridad vidente:

palabras como brasas, balbuceos del fuego.

 

Tenías que morir acaso así, como quien

despierta de sí mismo en un acceso de sangre;

es sorprendente, pero natural,

la poesía ha muerto, entre nosotros, fue un sueño

tú sabes qué difícil de conciliar entre otros:

palabras y, en el fondo

sigue a la exaltación un cansancio profundo,

sólo una rabia negra que tiende a confundirse

con la oscuridad. Así

todo era destrucción para ti a ciertas horas

tan fácil recaer en la locura aullando

por un poco de paz en el exceso del bosque.

“Vuelvo al bosque” —escribiste a tu familia a una edad que

tendrías para siempre—

hijo el más pródigo de todos, tan dócil

como Isaac pero irrecuperable.

Abraham fue el victimado y el ángel

de la poesía enzarzado en las alas

mal te pudo salvar del autosacrificio

si él mismo era un temblor de hojas, un grito pánico.

Oveja negra como todas las noches

de una misma soledad de cuarenta y dos años.

No es verdad que extraviaras el camino, sólo cabía girar

sobre tus propios pasos en un desierto espeso.

Ella —la poesía— al menos fue tu sombra.

No iba a encender en el hueco de la mano

temblorosa, a la siga de un ciego blasfemante

ninguna luz que no fuera tempestad.

 

De La pieza oscura (1963)

Enrique Lihn (Chile, 1929 - 1988). Poeta, novelista, ensayista y crítico literario. Figura imprescindible de la poesía latinoamericana durante la segun ... LEER MÁS DEL AUTOR