Enrique Lihn

O la poesía que piensa

 

Por Oscar Hahn

 

ENRIQUE LIHN PREVALECE

No he conocido a nadie cuya vocación creadora fuera más poderosa ni más variada que la de Enrique Lihn. Poeta, novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista, actor, pintor, dibujante y cineasta incipiente, en él la creatividad era una urgencia compulsiva, una fuerza implacable que lo impulsaba a mantenerse siempre en movimiento, como si tuviera las horas contadas. Un día cualquiera del año 1983, en uno de mis viajes a Chile, fui a visitarlo a su departamento de las Torres de Tajamar. Abrió la puerta, me estrechó la mano y unos minutos más tarde lo vi inclinado sobre una especie de caballete. “¿Qué estás haciendo, Enrique?”, le pregunté. “Estoy dibujando”, dijo. “¿Algo en particular?” “No. Cualquier cosa. Si no estoy dibujando, escribiendo o embarcado en algún proyecto, no puedo vivir en paz. Tengo la extraña sensación de que ya no me queda tiempo para nada”. Cinco años después, los médicos le detectarían un cáncer terminal. Fue como si de pronto ciertos versos suyos se le hubieran llenado de un nuevo sentido: “No hay tiempo que perder en este mundo / embellecido por su fin tan próximo”.

La primera vez que vi a Enrique Lihn fue el año 1959, en la casa que tenía Nicanor Parra en la Reina, en la parte alta de Santiago. Tres o cuatro estudiantes de la Universidad de Chile llegamos hasta ahí, invitados por el antipoeta. Lo que mejor recuerdo de esa reunión es la actitud inquietantemente ambigua de Enrique, que a ratos parecía hosco y malhumorado y a ratos celebraba a carcajadas las ocurrencias de Nicanor. Al anochecer regresamos juntos en un autobús, sentados todos en el largo asiento trasero. Traté de entablar un diálogo con él, pero había adoptado una actitud de indiferencia total hacia nosotros y respondía con monosílabos o con gruñidos. Era una situación tan incómoda, que cuando Enrique se bajó de la micro todos respiramos aliviados. “Qué tipo más pesado”, dijo uno de mis compañeros. Ésa era la imagen que mucha gente tenía de él. Con el tiempo descubriría que detrás de esa expresión suya de estar siempre oliendo algo desagradable se escondían una gran ternura y una enorme generosidad.

Unos diez años después yo estaba en Arica, en el casino de la universidad, conversando con unos colegas. Alguien se acercó y me dijo: “Te llaman por teléfono. Es un señor Lynch”. Pero no era “un señor Lynch”, sino el mismísimo Enrique Lihn. Había llegado de Santiago con el fin de cruzar la frontera con Perú, para tomar un vuelo a Arequipa, donde debía asistir a un Encuentro de Escritores. Yo mismo lo llevé en mi jeep. Para sorpresa de todos, en el aeropuerto de Tacna nos topamos con Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards que venían llegando de Arequipa y acababan de desembarcar del mismo avión que iba a abordar Enrique.

Durante los días que pasó en Arica descubrí una dimensión suya completamente insospechada para mí: su gran afecto por los niños. “¿Qué será de los niños que fuimos?”, pregunta en uno de sus poemas. A veces pienso que Enrique buscaba al niño perdido que él mismo fue alguna vez. Mucho tiempo después, y ya con cincuenta y ocho años a cuestas, Enrique Lihn el bohemio, el poeta maldito, me preguntaría a boca de jarro: “¿Sabes cuál es mi sueño dorado?” “No. No sé”. “Tener una familia. Casarme y tener un par de niños chicos”.

En 1975 Enrique llegó a Nueva York. Lo fuimos a esperar al aeropuerto con Pedro Lastra y Jaime Giordano. En ese tiempo yo estaba viviendo en College Park, en el estado de Maryland, y me encontraba visitando a Pedro en Long Island. Enrique se quedó en la casa de Pedro y yo regresé a Maryland. Unos días después llegó a College Park, en un autobús Greyhound, invitado por la Universidad de Maryland, donde yo estaba haciendo estudios de posgrado. Pedro me había advertido: “Tienes que estar muy atento cuando vayas a esperarlo, porque es seguro que Enrique no se baja y llega hasta Washington”. Sus palabras resultaron proféticas. El bus se detuvo, bajaron varias personas, pero de Enrique Lihn ni luces. “Perdió el bus”, pensé. La parada en College Park fue breve, ya que no era ni el destino final del viaje ni una parada importante. El vehículo se echó a andar lentamente. Entonces vi a Enrique haciéndome señas como loco desde una ventanilla. Di varios golpes a mano abierta en uno de los costados y el bus se detuvo. Se bajó Enrique y me abrazó con una expresión de gran alegría. “Qué bueno verte de nuevo”, me dijo.

 

***

 

En 1982 Enrique Lihn estaba viviendo en Santiago, en un departamento con entrada independiente que había arrendado en los altos de una casa, en la calle General Salvo. Sonó el teléfono. Enrique lo dejó sonar.

“¿No vas a contestar?”

“No pienso. Es un tipo que me ha estado molestando desde hace días”.

El teléfono seguía sonando.

“Pero, ¿quién es?”, le pregunté extrañado.

Me confidenció que había iniciado una romance con una joven periodista. El exmarido lo acosaba continuamente por teléfono o en persona.

A estas alturas el ruido del teléfono me estaba volviendo loco.

“Si quieres contesto yo y le digo que no estás”.

“No sé, no te quiero involucrar en este asunto desagradable”.

Levanté el fono.

“Necesito hablar con Enrique”, dijo la voz.

“Ya no vive aquí”.

“Yo sé que Enrique está ahí”, insistió el hombre, molesto.

“Ya le dije que no está”, repetí, y colgué el fono bruscamente.

“Me ha estado molestando toda la mañana”, dijo Enrique fastidiado. “Ojalá que no vuelva a llamar”.

A partir de ese momento el teléfono enmudeció.

“Qué raro. No ha vuelto a llamar. Ya me había acostumbrado a ese ruido y ahora lo estoy echando de menos”, dijo Enrique riéndose.

Sonó el timbre de la puerta. Enrique se paró a abrir.

“Debe ser mi hermano que quedó de llegar a esta hora”.

Desde la silla en la que yo estaba sentado podía ver la espalda de Enrique. Agarró el cordón con el que se abre la puerta mediante un tirón y se quedó ahí parado en lo alto, esperando a la persona que debía subir la escalera. De repente escuché dos balazos. Vi que Enrique se inclinaba hacia la derecha y que caía al suelo. A gatas me fui acercando hacia él, aterrado por la posibilidad de que al agresor se le ocurriera subir la escalera, pistola en mano. Cuando sentí pasos que corrían hacia la calle, bajé la escalera rápidamente y cerré la puerta con pestillo. A todo esto Enrique, pálido, ya estaba de pie.

“Enrique, ¿estás bien?”, le pregunté.

“No pasó nada. O el tipo tiene mala puntería o eran balas de fogueo”.

Revisamos cuidadosamente el departamento, pero no encontramos bala alguna.

“Sí”, dijo él. “Tienen que haber sido balas de fogueo. A ese imbécil no le da para más”.

Como Enrique había sufrido un infarto meses atrás, después desarrolló la teoría de que el plan del agresor había sido matarlo provocándole un ataque al corazón. Cronista en verso de su propia vida, no dejó pasar esta oportunidad e incluyó el incidente en un poema titulado “Ay infelice”. El romance, tan apasionado como conflictivo, dio origen al único libro suyo dedicado enteramente al tema amoroso: Al bello aparecer de este lucero. Tuve la suerte de discutirlo con Enrique. “Este es mi Mal de amor”, me dijo pasándome el manuscrito. “Cámbiale lo que quieras. Yo ya me cansé de él”.

Por esos mismos días Enrique se involucró con otra mujer joven, separada y con niños pequeños. Después de vivir varios años en los Estados Unidos, la muchacha acababa de llegar a Chile y estaba tirando líneas para radicarse en Santiago. Esta vez me sentí en la obligación de hacerle ver los peligros de la diferencia de edad. “Estás jugando con fuego, Enrique”, le advertí. “Esta niña te va a dejar por alguien menor que tú”. Pero Enrique hacía oídos sordos a mis consejos. La relación transcurrió con los altibajos previsibles, pero no por la edad, sino porque Enrique, de algún modo, seguía ligado a la musa del libro.

Una tarde, mientras me encontraba en el departamento que había arrendado en Providencia, sentí que tocaban el timbre con insistencia. Abrí la puerta. Con aspecto abatido entró Enrique Lihn, se desplomó en un sillón y balbuceó: “Por favor, necesito un café”. Temblando de rabia me contó que su amiga había terminado con él y que lo había dejado por otro hombre, con el cual incluso pensaba casarse.

“No sabes cómo lo siento, Enrique. Pero yo te advertí que te iba a dejar por alguien más joven”. Enrique me miró, se paró de la silla, y se puso a caminar de un lado a otro del living, riéndose a grandes carcajadas fingidas, como un actor melodramático sobre un escenario teatral.

“¿Entonces quiere decir que no te importa?”

“Claro que me importa”, dijo él. “Lo que pasa es que me dejó por un tipo… ¡mayor que yo!”, gritó alzando la voz.

La situación me pareció tragicómica.

“¿Y quién es el galán?”, le pregunté con mucha curiosidad, aguantando la risa.

“Un viejo ridículo que debe estar cerca de los setenta. Y además beato y reaccionario. Un sujeto que está en las antípodas de lo que yo represento!”, vociferó con la cara roja de ira. Después de un largo rato, en el que me dediqué a hacerle bromas sobre lo irónico de todo este asunto, Enrique se calmó.

En mayo de 1987, una vez más de visita en Chile, recibí una llamada de Enrique desde su casa de la calle Passy. Con voz quejumbrosa y entrecortada me suplicó: “Óscar, por favor, necesito tu ayuda. Me siento muy mal”. Le dije que iría de inmediato. También había llamado a la casa de Pedro Lastra, que estaba en Santiago por unos días, para avisarle lo que estaba ocurriendo. “Voy a pedirle a Cecilia que vaya enseguida a verte”, le había dicho Pedro. Se refería a una de sus hijas que es doctora.

Cuando llegué a la casa de Passy, vi que Claudia Donoso, sobrina del novelista José Donoso, estaba esperando en la puerta. “Enrique tiene una obstrucción urinaria”, me explicó. “Pedro y Cecilia lo llevaron al Hospital de la Universidad Católica. Tengo el auto aquí. Si quieres te llevo”.

Después de alrededor de una hora de espera en el hospital, apareció Enrique caminando penosamente y se sentó a esperar que Cecilia y Claudia terminaran algunos trámites burocráticos. Lo primero que dijo fue que nunca en su vida había sentido una sensación tan grande de alivio y de placer físico como cuando le hicieron descargar la orina acumulada, que casi le reventaba la vejiga. El incidente provocó una serie de exámenes médicos posteriores que culminaron con la detección de un problema renal serio. Pero el médico le levantó el ánimo: “No se preocupe”, le dijo, “le extirpamos el riñón afectado, y ya está”.

La última vez que vi a Enrique Lihn fue el 19 de agosto de 1987, en la Plaza del Mulato Gil, después de la presentación de mi libro Flor de enamorados. Cuando terminó el acto, me acerqué a Enrique, que se había sentado en una mesa al aire libre con un par de amigos, y me despedí de él. “Nos vemos el próximo año”, le dije, mientras lo abrazaba. “O antes”, dijo él, aludiendo a un posible viaje suyo a Estados Unidos. Pero uno nunca sabe cuándo una simple despedida, aparentemente trivial, puede ser el adiós definitivo.

El 10 de Julio de 1988 la televisión de Iowa City estaba transmitiendo la Tercera Sinfonía de Mahler. Los elaborados juegos de cámara que hacía el director del programa me distraían terriblemente de la música misma, así que opté por sentarme de espaldas a la pantalla y prescindir de las imágenes. La orquesta interpretaba el cuarto movimiento. Recuerdo vivamente la voz de una mezzo-soprano cantando un texto de Nietzsche. Empecé a experimentar una intensa sensación de dolor espiritual. Bruscamente me paré del sillón y le dije a mi mujer: “Murió Enrique Lihn”. “Deberías llamar a Chile”, sugirió ella. Tomé el teléfono y marqué el número de Pedro Lastra en Santiago. Reconocí la voz de Juanita, su esposa. Después de saludarla le pregunté: “¿Está Pedro por ahí?” “Pedro fue a la casa de Enrique Lihn”, dijo Juanita. Y luego, acongojada: “Enrique acaba de morir”.

Hay un verso de La pieza oscura que no puedo releer sin un escalofrío. Es cuando Lihn declara que escribir significa “trabajar con la muerte codo a codo”. Porque, increíblemente, ese verso terminó por convertírsele en una experiencia real. Al conocer la noticia de que la muerte ya corría acompasadamente a su lado, Enrique emprendió una desesperada carrera junto a ella, y trató de mantenerla a raya escribiendo poemas, exorcizándola mediante la escritura. De este modo, él mismo se vio –ahora literalmente– “trabajando codo a codo con la muerte”. Hasta el extremo de que, cuando sintió que su cuerpo flaqueaba por efecto de la enfermedad y que ya no tenía fuerzas para sostener ni siquiera el más leve peso, pidió que le amarraran el lápiz a la mano derecha, y continuó su tarea: “Todavía aleteo / con el pescuezo torcido y las alas en desorden”, advirtió. Sólo entonces, con el lápiz transformado en una especie de prótesis, este heroico inválido pudo dar fin a su obra. Ejemplar y sobrecogedora lealtad de un escritor a su oficio. “Déjenme acabar en mi ley”, exigió también con firmeza, y rehusó las drogas que los médicos querían administrarle. Tal era su empeño en que nada obnubilara su lucidez, en que nada le impidiera contemplar los sucesivos rostros de la muerte que ya estaban desfilando frente a él, y de cuyos rasgos se proponía dar cuenta. Son los textos que, reunidos y transcritos por Pedro Lastra y Adriana Valdés, se publicarían póstumamente con el título de Diario de muerte. La leyenda del cisne que canta antes de morir se había hecho carne.

En el prólogo a Arte de morir, Lihn afirma: “La escritura es una catástrofe que se goza, una muerte que se vive”. ¿Cómo iba a saber que con esas palabras estaba presagiando los meses de su agonía, el duelo a pluma con su propia muerte? Encerrado en la pieza que se va poniendo cada vez más oscura, Enrique Lihn versifica esa querella entre la creación y la nada, y “el papel se cubre de signos, como un hueso de hormigas”. La muerte tira hacia su orilla para arrasar esos signos, pero la escritura resiste tirando hacia el lado de la vida. Hasta que la cuerda se rompe. Y cuando la muerte cree que por fin puede cantar victoria, se equivoca de plano. Porque el canto de la muerte no ha prevalecido nunca. Lo que prevalece es el canto de los poetas.

 

 

ENRIQUE LIHN O LA POESÍA QUE PIENSA

Varios ensayistas han puesto de relieve la agudeza crítica de Enrique Lihn, que preside no sólo su prosa sino también sus versos, hasta el punto de ser una poesía que piensa la realidad y que se piensa a sí misma. Por otra parte, Lihn nunca quiso hacer una poesía intransitiva, es decir, que fuera una pura combinación verbal tejida con figuras retóricas, sino lo que él denomina una poesía “situada”. Consiste en contar hechos que ocurren en un espacio “real”, vistos desde la perspectiva de un yo confesional. Su maestría consiste en utilizar las diversas herramientas que ofrece la narrativa, pero sin sobrepasar las fronteras que separan a la poesía del cuento o de la novela.

El libro que instaló a Enrique Lihn como una figura central de la poesía chilena del siglo XX fue La pieza oscura, que incluye poemas escritos entre 1956 y 1962. Hay en ellos una prosodia singular, un esquema rítmico y una modulación que solo son de Lihn. De ese libro vale la pena detenerse en dos poemas emblemáticos: “La pieza oscura” y “Monólogo del viejo con la muerte”. El tema del primero es el confuso y perturbador despertar de la sexualidad que experimentan dos parejas de niños encerrados en una habitación, que tanto puede ser un espacio físico como un espacio mental. La escena está vista desde la perspectiva de uno de ellos, ya adulto, el que se pregunta: “¿Qué será de los niños que fuimos?” La infancia que regresa desde el pasado no sería más que una construcción de la memoria en el ámbito del poema. Porque el hecho concreto es que esos niños ya no existen como personas reales en el presente del poeta. Sin embargo, deja abierta la posibilidad de que permanezcan en este mundo como fantasmas que sobreviven en el interior del individuo o que circulan en su entorno, como puede verse en “El bosque en el jardín”. El otro poema es “Monólogo del viejo con la muerte”. La Parca se dirige a un anciano y va repasando y recordándole distintas etapas de su vida. El destinatario no dice ni replica nada. El discurso de la muerte termina así: “Basta, cierre los ojos; / no se agite, tranquilo, basta, basta. / Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte”. Aunque la situación comunicativa sugiere la presencia de dos personajes, no es un diálogo sino un monólogo. La voz de la muerte es al mismo tiempo la voz del viejo: el hablante y su interlocutor son uno y el mismo. Un acierto de Lihn que lo aparta radicalmente de los numerosos poemas en los que la muerte aparece distanciada, alienada, como si tuviera una existencia independiente del ser humano.

En 1966 Poesía de paso obtuvo el Premio Casa de las Américas de Cuba, lo que le dio visibilidad internacional. En ese libro Enrique Lihn desarrolla el motivo del viaje, que persistirá en varias de sus publicaciones posteriores, como Escrito en Cuba, París, situación irregular, A partir de Manhattan o Estación de los desamparados. Lihn es un testigo incisivo y mordaz que puede “leer” esas ciudades desde su otredad, y entender el conflicto entre el centro –llámese París, Nueva York o Barcelona- y los márgenes latinoamericanos. Sobre ese trasfondo, el poeta se ve a sí mismo como “un europeo de segundo o de tercer orden. No por mediocridad sino por fatalidad histórico-cultural. Porque Hispanoamérica está todavía por fundarse”, dice. Superpuesto al temperamento crítico ya señalado, hay en Lihn una especie de fascinación por lo sórdido. No por nada cita los siguientes versos de T. S. Eliot: “El millar de imágenes sórdidas que constituyen tu alma”. Y no por nada me dijo una vez: “Lo que me atrae de Nueva York es su sordidez”. Esto es evidente en A partir de Manhattan. Lihn describe los poemas de ese libro como “una galería de retratos esperpénticos y fantasmagóricos que uno puede reunir observando a los pasajeros del metro”. Hay en esos versos, y en algunos de los que escribió sobre Barcelona, una amalgama de lo sórdido, lo grotesco y hasta de la náusea, que lo llevan a decir: “El estilo es el vómito”.

A pesar de sus varios peregrinajes por el extranjero, Lihn declara: “Nunca salí del horroroso Chile”. Para él hay un Chile violento, ocupado por su propio ejército, y un Chile insuficiente y mezquino, anclado en su historia personal. La suma de estos dos Chiles constituye un peso intolerable, que lo hunde en el rencor, la frustración y la impotencia. Es por eso que el poema termina con un verso desolador: “Nunca salí de nada”.

Un día Enrique me mostró un dibujo de Burne-Jones que lo tenía obsesionado. Representaba el bello rostro de una dama del siglo XIX, con esa mezcla de elegancia, sensualidad y misterio, típica de los prerrafaelitas ingleses. Lo había pegado en la pared, junto a su cama. Me contó que una mujer mucho más joven que él, con la que había iniciado una relación amorosa, era idéntica a la figura del dibujo. “A los cincuenta y dos años mi corazón late más allá del infarto / bajo la presión de una criatura de ojos translúcidos”, escribiría después. Y también: “Posaste una y otra vez para Edward Burne-Jones / De eso hace más de cien años”. Cronista en verso de su propia vida, ese romance, tan apasionado como conflictivo, dio origen al único libro de Lihn dedicado enteramente al tema amoroso: Al bello aparecer de este lucero, en el que rinde homenaje al poeta sevillano del siglo XVI Fernando de Herrera. Dos escrituras distantes en el tiempo y antagónicas en concepción estética pero que sin embargo dialogan con toda naturalidad. Pero ésta, como otras historias suyas de amor y desamor, de encuentros y desencuentros, termina en el desencanto, cuando el enamorado descubre que la musa “no era Venus, la estrella vespertina / no era Venus, la estrella matutina.  / Era una lucecilla intermitente / no nacida del cielo ni del mar”. Años antes, en “Seis soledades”, ya había dicho que las mujeres “son mi gran resentimiento, / mi secreción de rencorosas glándulas / mi pan, mi soledad de cada día”.

En los años 1981 y 1982 el modelo económico impuesto por el gobierno militar hizo crisis. Muchos industriales y comerciantes debieron huir del país y otros fueron a parar a la cárcel. No era raro ver en el centro de Santiago a familias enteras –madre, padre, hijos y abuelos– pidiendo limosna en grupos. Del “milagro económico” se había pasado directamente a la corte de los milagros. En Santiago esto se hizo aún más visible en el Paseo Ahumada, la calle del mismo nombre que el gobierno, durante el falso boom de la economía, había convertido en un paseo peatonal. Al producirse el colapso financiero, el antes rutilante Paseo Ahumada se transformó en el lugar favorito de toda clase de cesantes, mendigos y vendedores de los objetos manufacturados más inverosímiles. Después de extender un género en el suelo, se instalaban a ofrecer sus mercaderías a precios ínfimos, con riesgo para su salud y para su libertad, porque los carabineros se dedicaban a perseguirlos y a hostilizarlos con perros policiales. El Paseo Ahumada llegó a constituirse en un microcosmos del país entero.

     De este contexto surge uno de los libros más sorprendentes de Enrique Lihn: el que se titula justamente El Paseo Ahumada. Esta obra quiso ser el correlato de la miseria a la que habían sido empujados miles de compatriotas por el gobierno militar. Tiene formato de tabloide y utiliza el papel de diario más barato. Las tapas también son de papel ordinario y la impresión, con titulares en letras negras y rojas, recuerdan a esos volantes que se distribuyen para anunciar la llegada de algún circo pobre. Los títulos de los poemas proceden directamente de las frases que los vendedores y mendigos ponían en pequeños carteles para atraer la atención del público, como por ejemplo “Su limosna es mi sueldo. Que Dios se lo pague”. El “héroe” del libro es uno de los personajes más populares del Paseo: el Pingüino, un retardado mental, ciego y epiléptico, que sobrevivía con lo que le daban los transeúntes por sus conciertos de percusión con cajas de cartón y tarros vacíos, los que el Pingüino golpeaba entusiastamente con un palo.

La presentación oficial del libro fue realizada en el mismísimo Paseo Ahumada en noviembre de 1983. Enrique Lihn leyó los poemas y los ofreció a la venta como si hubiera sido uno más de los menesterosos instalados en el “pedestrian mall”. Pero igual que sus prójimos del Paseo, fue humillado y encarcelado hasta que la bulliciosa y persistente protesta de sus amigos escritores y artistas, en la puerta misma del cuartel de carabineros, consiguió que lo pusieran en libertad, previo pago de una multa. El Paseo Ahumada, de Enrique Lihn, ha quedado como testimonio político de uno de los períodos más negros de la dictadura.

“Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo”, dijo alguna vez Roberto Bolaño. Así es, y de ese cuestionamiento no se libra ni siquiera la mismísima poesía. Lihn llegó a llamarla “la musiquilla de las pobres esferas”. Si en un poema titulado “Rimbaud” envidia al poeta francés porque “botó esta basura” y “le dijo no a este ejercicio / a esta masturbación desconsolada”, en otro texto, escrito durante los meses de su enfermedad, encontró argumentos aún más fuertes contra las precariedades del lenguaje. Dice: “Nada tiene que ver el dolor con el dolor / nada tiene que ver la desesperación con la desesperación / Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas”. Enrique Lihn tenía una curiosa relación amor-odio con la poesía. El mismo poeta que la descalifica con ira es el que pronuncia el célebre verso: “Porque escribí, porque escribí estoy vivo”.

 

 

ENRIQUE LIHN Y LOS SONETOS DEL ENERGÚMENO

En los años 60 y 70 escribir sonetos en Chile era arries­garse a ser internado en una colonia de leprosos literarios. Que lo hicieran poetas como Pablo Neruda, que en 1959 había publicado sus Cien sonetos de amor, era indiferente, porque Neruda era considerado un autor de otra época, pero que un poeta joven de esos años, en pleno reinado de la antipoesía, escribiera sonetos, aunque fuera ocasionalmente, era percibido como un ana­cronismo. Más tolerante había sido la generación del 50, que contaba entre sus miembros a dos eximios sonetistas: Miguel Arteche y Armando Rubio. Enrique Lihn se ha­bía atrevido tímidamente con esa forma en su primer li­bro Nada se escurre (1949), pero cuando publicó Por fuerza mayor en 1974, tuvo que pensarlo dos veces antes de incorporar los sonetos en los que había estado trabajan­do.

En Conversaciones con Enrique Lihn (1980), de Pedro Lastra, Lihn confiesa que en cierto modo pidió la anuencia de Nicanor Parra: “Nicanor Parra me decía que por muy buenos que me resultaran a mí, estaba utilizan­do una forma gastada y que era un error escribir sonetos y no, por ejemplo, décimas”. ¿Por qué Parra le daba el visto bueno a la décima, esa estructura también clásica, y no al soneto? Quizás porque la poesía popular chilena, y por cierto su hermana Violeta, habían validado su uso. Pero Enrique Lihn, con la independencia que lo caracte­rizaba, hizo oídos sordos al consejo de Parra e incluyó cuatro secciones de sonetos en Por fuerza mayor. Lastra le había preguntado: “¿Y por qué el soneto en tu caso?”. Lihn da dos explicaciones.  La primera tiene que ver con un propósito suyo que ya se vislumbra en el cuento “Huacho y Pochocha” y que es poner de relieve el carác­ter artificial, prefabricado, del lenguaje oral y escrito. La segunda alude a la situación del país durante la dictadu­ra: “Yo empleé el soneto también para hablar desde el terror, en la represión; no para denunciarla ni documentarla sino para encarnarla”. Esa pequeña cárcel que es el so­neto, representaría a la cárcel mayor en la que se había convertido Chile.

Si uno repasa el índice de Por fuerza mayor, obser­va que el mismo Lihn distribuyó sus sonetos en cuatro grupos: 1. “Sonetos del energúmeno”, 2. “Sonetos mor­tales”, 3. “Sonetos de sociedad”, y 4. “Sonetos de amor”.  De esos 46 poemas Lihn conservó 30 en París, situación irregular y agregó uno nuevo: “Esa casa sin puertas ni ventanas”, que habría integrado la serie de “Sonetos mor­tales”. Originalmente los sonetos del energúmeno eran 12, pero Lihn sólo traspasó 7 a París, situación irregular.

Estos son sonetos “fechos” al hispánico modo, y muy particularmente al modo del Francisco de Quevedo de los versos satíricos. En Lihn, eso sí, hay un sarcasmo malhumorado; una voz enfadada, desenfadada, que despotrica contra el mundo y va configurando la imagen del personaje que habla: es el energúmeno, el Terrible Tetas Negras, basado en una persona real, a quien Lihn nunca conoció, pero de cuya existencia se impuso por las historias que le contaban sus amigos, entre ellos Alejandro Jodorowsky.  Como puede verse en la entrevista que cierra el libro de Leonidas Morales La poesía de Nicanor Parra (1972), también Parra des­cribe la voz que se escucha en algunos antipoemas como la de un “energúmeno”. Sin embargo, hay una diferencia notoria. El personaje de Parra, más que un energúmeno, es un pillo de siete suelas. El mismo Parra dice que “el resultado es positivo, de afirmación vital”, y que la risa de su energúmeno “no es una risa deprimente sino salu­dable”. La risa del personaje de Lihn, en cambio, es amar­ga, corrosiva, ácida, deprimente y nada saludable. El Tetas Negras llega a los oídos de Lihn a través de la oralidad, y Lihn lo devuelve a la palabra a través de la poesía. Cierto, el energúmeno es el protagonista de estos sonetos, pero la palabra es co-protagonista, porque es el arma o el instrumento que utiliza el Tetas Negras para conquistar, para embaucar, para fanfarronear. Con la pa­labra seduce a las mujeres y engaña a los incautos, y con ella el personaje se jacta de lo que hace, y declara que le importa un bledo la opinión de los demás: “Quiero en todo ganar el mil por ciento / y pasármelo todo por las bolas”, dice desafiante. Como él mismo lo reconoce, sin duda el Tetas Negras tiene “una lengua de víbora afama­da”. La ira del energúmeno lo lleva a utilizar vocablos que suenan agresivos tanto en su aspecto fónico como en sus connotaciones, o que son soeces de plano: “Vaca”, “bolas”, “puto”, “puta”, “caca”, “maracas”, “coco”, “recojones”, “cagadas”, y que, a menudo, aparecen al fi­nal de los versos, por lo que su belicosidad se duplica por efecto de la rima consonante.

Me atrevo a afirmar que Enrique Lihn era el escritor chileno, en prosa o en verso, más lúcido con respecto a su propia obra. Muchas veces alcanzó una conceptuali­zación brillante, que cualquier crítico habría envidiado. En el caso que nos ocupa, no hay que olvidar que Lihn teoriza desde o en el contexto de la dictadura militar, y es por eso que el soneto le parece “una armadura lingüística represiva”, una especie de camisa de fuerza que lo lleva a patalear y a hacer movimientos bruscos para poder ex­presarse. Es decir, quiere ser un correlato de la represión que vive el país. “No empleé el soneto para conmemorar el prestigio histórico de esa forma. Lo hice porque me convenía mostrar la palabra expuesta a esa violencia for­mal”, dice. Sostiene, además, que el energúmeno es “el tirano, el opresor, y el parásito que se alimenta del terror del oprimido”. Es entonces una poesía contestataria que funciona desde premisas muy distintas a las de la poesía de protesta convencional. Neruda quería que los oprimi­dos hablaran por sus palabras y su sangre; Lihn deja hablar al opresor. Es un mecanismo psíquico curioso, muy semejante al del torturado, que se identifica o se hace dependiente del torturador. A primera vista podría pare­cer que Lihn, con sus reflexiones, está tratando de forzar una particular lectura de los sonetos, pero lo que hace en realidad es justificar por qué escogió esa forma métrica supuestamente reaccionaria. En vez de decirles a sus potenciales detractores: “La opinión de ustedes me la paso por las bolas”, como lo habría hecho el energúmeno, re­curre a una compleja disquisición teórica, legitimada por objetivos sociales que se materializan en el poema de una manera inusual.

Aunque Enrique Lihn decidió separar los “Sonetos del energúmeno” de los “Sonetos de sociedad”, en estos últimos también se escucha la voz del energúmeno y se reitera la preocupación por los abusos de la palabra. Solo que ahora, en vez de jactarse de su autoritarismo verbal, el energúmeno denuncia a aquellos que se valen de la palabra y la despojan de sentido, para convertirla en mera cháchara o charlatanería. Son personajes de la sociedad que pertenecen a la misma especie zoológica que el loro: “el loro, el loro, igual a tanta gente”. O se asemejan a la cacatúa, a la que llama “oradora de plumas erizadas”. Si en su libro de 1969 la noción de poesía era desprovista de grandeza por Lihn y no pasaba de ser “la musiquilla de las pobres esferas”, ahora no sólo la poesía sino incluso el habla humana es objeto de una crítica demoledora. Modificando la idea aquella de que el lenguaje es lo que nos separa de los animales, Lihn tiene la convicción de que el lenguaje, sometido a un proceso de devaluación social, ha terminado por aproximarnos a los animales.

Nicanor Parra le dijo a Enrique Lihn que escribir sonetos era un error; pero la lectura de los sonetos de Lihn demuestra que el error habría sido no escribirlos. Porque en poesía no hay nada obsoleto a priori. En verso clásico o en verso libre solo la mala poesía es un error.

 

 

-Enrique Lihn, Nicanor Parra y Oscar Hahn.

 

Lihn Parra Hahn

 

 

Enrique Lihn (Chile, 1929 - 1988). Poeta, novelista, ensayista y crítico literario. Figura imprescindible de la poesía latinoamericana durante la segun ... LEER MÁS DEL AUTOR