La mecedora
LA MECEDORA
Los perros ladraban en el barrio cuando yo era niño. Eran perros flacos y sucios que vagaban por la calle y los zaguanes. Se metían de cabeza en los tinacos y flojos, como mendigos, echaban a huir con el rabo entre las piernas cuando algún rapazuelo los amagaba con un palo. Así eran los perros del barrio cuando yo era niño: flacos y sucios.
Eran los tiempos en que teníamos la mirada con la costumbre de ver al viejo jamaicano en la mecedora que estaba en el balcón y que él usaba cuando atardecía, cuando el crepúsculo echaba su baldada de colores sucios sobre las viejas casas de madera.
Allí había estado siempre para todos nosotros y para que nuestros ojos la miraran. Por la calle pasaban chivas y los busitos y de las cantinas salían los borrachos y las guarachas que llenaban la vida de nosotros. Sí, así éramos en el barrio, metidos en un mundo cerrado con nuestras maneras y sus repeticiones de existencia que se alargaban y sin darse cuenta se pendían con los ganchos de la mirada a la mecedora donde el viejo jamaicano aguardaba el anochecer.
Yo llegué a pensar, en ese cuadrilátero de paredes de pinotea vieja y apolillada donde crecía descalzo, que el vivir era como esos recreos de escuela, sin juegos, en donde el hambre nos empujaba para ir mirando en qué lugar robarnos algo de comer. Todos éramos la misma carne vulgar entre los callejones donde jugaban al bandido y al vaquero los niños que tiraban su raquítica desnudez al aire. Y las bocas violentas iban preparando el pecado en la piel de los adolescentes que ya empezaban a meterse en la vida como en unos pantalones rotos y pesados. Y de pronto, una mañana, sin darse cuenta, ya tenían el áspero oficio de hombres y se tiraban al tiempo sin moverse del barrio que los tenía amarrados como una maldición.
A veces me ponía los zapatos viejos que el abuelo dejó cuando se metió la muerte en el cuerpo flaco, puro pellejo, y caminaba por las mismas aceras en donde todos iban hacia el hombre que fumaba, andaba con putas y bebía ron en las cantinas que le daban la música de guarachas al barrio. Mientras, el viejo jamaicano aspiraba un poco del atardecer y haciendo en la garganta un sonido que ya todos teníamos en la memoria, arrojaba el gargajo amarillo y espeso sobre la calle sucia, llena de baches por donde pasaban las chivas como sobre un mar erizado de olas negras.
Entonces, invariablemente, tenía que aparecer Miss Caroline con su persona. Primero sus manos negras apartaban la cortina de encajes rosados que adornaba la puerta del cuarto y detrás de ellas aparecía su cuerpo voluminoso cargado de redondeces irrumpiendo en la tarde de la calle que tenía sus mismas gentes paradas en los mismos lugares (se recostaban sobre los postes gastados y ahí se quedaba hasta que sentían morirse y luego los hijos los reemplazaban hasta que vinieran los nietos. Y los postes nunca los cambiaban).
“Caroline, dos cosas solamente quiero en el mundo: tú y mi tierra lejana, mi Jamaica”. Y allí iba el balanceo de la mecedora donde no miraba a nadie. Luego tosía de nuevo y el gargajo hacía plas en la calle del barrio.
Miss Caroline pasaba a su lado; abría la rejilla que separaba el cuarto del balcón en donde los otros vecinos asomaban las caras a la calle; sus pasos estremecían el piso de padera y se encaminaba al retrete que estaba detrás de la casa vieja de madera. Después regresaba a su cuarto y me miraba con esos ojos saltones y amarillos que tenía en su cara gorda untada de grasa. Yo le sonreía agachando la cara con timidez porque así era yo cuando era niño.
Entonces, un día, el viejo como que se cansó y se dejó morir tranquilamente. Fue achurrando el cuerpo que tenía sentado sobre la mecedora en esa región del día donde estaba metido.
“Caroline, dos cosas realmente quiero en el mundo: Tú y mi tierra lejana, mi Jamaica”.
Me acuerdo exactamente el día que murió porque yo jugaba dentro del retrete y miraba por el agujerito que hice con un clavo, el cuerpo de Lucía que se bañaba y que tenía esas tetas lindas y paradas como puntas de trompo. Cuando me empezaban a venir las cosquillas del juego oí los gritos de Miss Caroline y me asusté. Me puse los pantalones y salí corriendo.
El cuerpo de Miss Caroline se convulsionaba entre los brazos de las vecinas y lanzaba estridentes chillidos y sofocos que nosotros guardamos en la memoria para hablar de ella años después cuando murió. Me acuerdo que mi madre lloraba y me sacaron del cuarto porque a cada vaivén que hacía Miss Caroline hacia atrás, hacia la cama, levantaba la falda y mostraba eso mismo que tenía Lucía cuando se bañaba, pero más abultado, como una pelota.
Después lo enterraron. Todos fueron detrás de la carroza fúnebre dejando al barrio y al momento que ya estaba descomponiéndose con la tarde. Las cantinas aguantaron un poco sus guarachas, y los hombres hablaron del difunto, de lo bueno que había sido (si fue malo alguna vez, nadie se acordó). Algunas mujeres lloraron mientras que del balcón caían como piedras los gritos y gemidos de Miss Caroline que decía adiós a su marido.
Pero antes habían sido unos días cortos con poco que decirnos. En los días pasaban y pasaban las gentes y el viejo jamaicano sacó la mecedora por vez primera. Era uno de esos muebles de estilo viejo con asentadera y respaldar de mimbre, con bordes redondos y curvos, vieja como él. La puso en el balcón al lado de la puerta de su cuarto y, mientras pasaban las chivas, se sentó a vivir para nosotros. Desde entonces ya nadie lo vio llegar, al anochecer, con su lonchera en la mano flaca y negra. Ya nadie lo vio con su caminar lento de perro cansino.
Después supimos que lo habían jubilado de su trabajo en la Zona del Canal y así se estableció definitivamente en la vida de todos nosotros, de cada uno de nosotros como un anteojo que nunca nos quitábamos. Luego vino el hábito de lo que su boca decía en el vaivén de la mecedora. Era lo que nos delataba su existencia que formaba parte de la nuestra en el barrio con su aburrido irse hasta el velorio de cada uno de nosotros.
“Caroline, dos cosas solamente quiero en el mundo: tú y mi tierra lejana, mi Jamaica”.
Todos sabíamos que Miss Caroline lo amaba. Siempre ella llevaba ese amor en las manos y en los ojos. Una vez que mis padres reñían me puse a llorar y mi padre dijo: “Por eso es que le tengo envidia al vecino, tiene una mujer que, como Miss Caroline, lo quiere de verdá, lo atiende de verdá”. Yo no sabía de eso, no lo sabía y corrí al balcón para quitárselo a Miss Caroline, al viejo jamaicano y llevárselo a mis padres para que no hicieran tanto escándalo, para que no me hicieran llorar. Pero me quedé mirando al viejo que mecía su cuerpo mientras que la silla hacía cras-cras, cras-cras. No sé lo que yo iba a hacer porque el ruido de metía por todo el aire, por todo el barrio y en la carne que me creció hasta que de pronto ya no lo escuchaba y no me importaba decirle nada porque ya se había muerto y yo tenía otra voz y unas ganas raras por las mujeres, y Miss Caroline me hizo señas desde la puerta del cuarto para que yo entrara.
Se lo dije a mi padre y no me creyó. Así había sido: Miss Caroline me tomó de la cosa con la que yo jugaba en el retrete, y sus manos gordas y brillantes me sacaron el dolor con el poquito de sangre mientras decía: “Amadeus, Amadeus”. Yo tuve miedo. Por eso se lo dije a mi padre, y mi padre no me creyó. Después, cuando se me olvidó el dolor y me acordé de lo que tenía Miss Caroline bajo la falda y que me enseñaba cuando murió su marido, empecé a agitarla por el agujero del baño.
Sobre este cuerpo mío pasaron muchos, muchísimos días y este cuerpo con sus manos me los traje y los puse en la mecedora cuando Miss Caroline me llamó de nuevo. Me habló para que dijera lo del viejo jamaicano, lo que él siempre decía. Yo no quería, me daba miedo. Entonces me dio un dólar y yo me dejé empujar hasta la cama y luego cerraba la puerta de ese cuarto que tenía el olor del viejo y como algo de su vida. Miss Caroline me besaba mientras decía: “Amadeus, Amadeus”.
Yo no me acuerdo cómo me puse allí, quién me empujó, quieto, envuelto en la mirada de los ojos grandes y amarillos de Miss Caroline. Yo entendí que había algo nuevo en mi vida cuando me gustó lo que Miss Caroline hacía conmigo. Luego fue la agitación y el nerviosismo de la carne y el sudor y los misterios de su cuerpo que empezaron a caer bajo la cama, envueltos en el olor.
Ella cuidaba que los vecinos nunca me vieran entrar a su cuarto cuando ya estaba en su mirada y en la ansiedad de su cuerpo redondo.
Nunca metió la mecedora. Allí recibió sol, lluvia y tiempo. Allí permaneció más de tres años hasta que mi cuerpo se puso sobre ella y mi boca se negó a decir las palabras. Fue en ese lugar del tiempo cuando nos acostamos por primera vez mientras yo me daba cuenta de que el viejo estaba aún allí, en el olor. Fue cuando me levanté asustado de la cama. Ella me rasgó la camisa y trató de retenerme arañándome el cuerpo diciendo:
-Amadeus, Amadeus.
En lo que era el barrio y su gente yo hacía algo más que moverme y jugar a la rayuela, buscar mangos en la Zona o tirarles bagazos de naranjas a los viejos. Antes que Miss Caroline lo supiera ya yo me había dado cuenta de que algo había quedado tras de mí. Algo como un vestido viejo que me hubiera quitado, como una piel que ya no me quedara.
Pero vino lo que tenía que suceder: los vecinos hablaron con palabras que decían que Miss Caroline y de mí. Y así fue el final de todo aquello; mi padre me haló con brusquedad por un brazo mientras que mi madre, iracunda, corría al balcón y desde el lugar donde lloraba escuché las voces altas de mi madre y los débiles balbuceos de Miss Caroline.
Así el barrio.
Mi padre me prohibió ir al balcón, pero yo no dejaba de pensar en lo que Miss Caroline tenía bajo la falda en ese cuarto lleno del olor del viejo.
Cuando estaba en la calle miraba hacia el balcón, hacia la mecedora quieta, integrada en las palabras caídas sobre ellas. Al ver a Miss Caroline que salía del cuarto me escondía, con una cosa que me daba en la cara que se me ponía roja entre los zaguanes.
Luego no me di cuenta. Habían pasado meses y me olvidé de la zurra que me dio mi padre y no podía estar tranquilo, aunque mirara a Lucía por el agujero del baño y me entregara al juego de mi cuerpo. Pensaba siempre en Miss Caroline tendida en esa cama manchada del olor del viejo. El olor estaba en los pantalones que el difunto dejó sobre la silla el día que murió, estaba en la cama, allí en la misma sábana que arropó sus últimos sudores, en la bacinilla cuya costra amarillenta señalaba la orina que dejó su cuerpo.
Cuando ya no aguanté fui al balcón y hablé con Miss Caroline que levantaba las manos y las alargaba hacia mí para que no fuera más allá de ellas, para que me detuviera al frente de lo que ella decía y que dividía ese blanco atardecer. Pero luego sus labios se alargaron y sonrió porque yo estaba sentado en la mecedora y arrojaba un gargajo verde sobre la baranda del balcón. La mecedora hacía cras-cras cras-cras. El viejo dijo: “Caroline, dos cosas solamente quiero en el mundo: tú y mi tierra lejana, mi Jamaica”.
Yo no sé cuándo lo dije. Me encontraba jugando a la rayuela con el Cholo y lo miré cuando se mecía.
Los vecinos mantenían el uso de ver con los ojos que nunca cambiaban, que heredaban los hijos, y Miss Caroline se acercó al viejo y me levanté de la mecedora. Los dos cuerpos entraron. El viejo estaba con su olor y me parecía que de un momento a otro su boca diría las palabras. Miss Caroline aguardaba en la cama. Yo me acerqué y ella musitó levemente, con ternura: “Amadeus, Amadeus”.
Miss Caroline me empezó a acariciar mirándome directamente a los ojos. Aquellos ojos saltones y amarillentos tomaban una expresión de un amor intenso y dulce. Fue cuando me vi las manos negras y arrugadas, y dejé que ella me abrazara con furia y desesperación.
“Amadeus, Amadeus”, gritaba y empezó a llorar sobre mi hombro. Yo le acaricié el rostro grasiento y me hice más de ella, más de Miss Caroline. Ella sonrió con beatitud y murmuró: “Amadeus”.
Entonces yo le dije: “Caroline, dos cosas solamente quiero en el mundo: tú y mi tierra lejana, mi Jamaica”.
Así, con el acento antillano que tenía el viejo.