Con los años la memoria me traiciona
(Poemas inéditos en la traducción al español de Marco Antonio Campos)
CON LOS AÑOS LA MEMORIA ME TRAICIONA
cada día más. Pierdo de vista
las cosas más queridas, no recuerdo
ya donde están, tal vez las puse
en las gavetas equivocadas o bajo los libros
que no tomo ya hace tiempo. Estarán sobre la mesa,
esparcidas entre papeles amontonados
o enrolladas
bajo el librero del salón
donde ya hace tiempo no retiro el polvo,
porque tendría que inclinarme hasta el suelo
pero si ensayo a doblar las rodillas me crujen
y tengo un dolor terrible en la espalda
cuando me alzo apoyándome con los codos
en la mesa o en el brazo de la silla.
Se me borra el código numérico
del cajero automático. Lo he escrito en una hoja
oculto entre otros números,
pero no me acuerdo dónde lo puse:
si en el bolsillo interior del abrigo
o si lo he conservado en una caja,
o en la cartera que ya no uso
o en el cajón del escritorio.
Por más que hurgo en mi memoria
no encuentro ya el número del teléfono inalámbrico
o del celular de mi esposa
y la cosa que me da más miedo
es que me es difícil también con el mío.
¿Y los calcetines, los zapatos
que había guardado en el armario
con el tubo de crema y el cepillo?
Desaparecidos. Desperdicio mis mejores horas
a revisar en todos los rincones como
si alguien los hubiera escondido para llevarme la contra,
o porque piensa que están para estorbar,
o que es mejor sustituirlas con otras que sean útiles
o acaso busco cosas que no son
aquellas que estoy buscando, me parece que enloquezco,
a veces no recuerdo ni mi nombre
y esparzo billetitos dondequiera,
en casa o por las calles que recorro
con mayor asiduidad,
en los que escribo mi nombre.
LOS VIVOS NO SE OLVIDAN DE LOS MUERTOS
como a menudo se oye decir entre la gente,
son ellos que se olvidan de los vivos,
ya no piensan en nosotros, no he visto
a ninguno arrancarse la ropa o el cabello
por el desapego o sufrimiento
de no vernos más, de no oír
nuestras voces, de no abrazarnos
con la misma efusión de cuando eran vivos.
No sienten la necesidad de estarnos cerca,
son ingratos, y por más que nos empeñamos
en cantarles el réquiem cada noche,
antes de acostarnos, no surgen en el sueño,
o lo hacen sólo raramente,
no los he visto nunca. Estoy muerto para ellos,
soy como un extraño,
no los veo merodeando por la casa,
ni hurgar en los cajones de la cómoda,
ni quitar los vestidos de las perchas,
acostarse al lado mío en el sillón,
leer un libro, hacer los crucigramas,
ni se sientan ya a la mesa con nosotros
y aun si estamos vivos nos tratan como muertos.
Si para ponernos contentos vienen en medio de nosotros,
pero sólo en lo oscuro, no quieren ser recordados
como lo eran cuando vivos, son sólo fantasmas
que ni siquiera espantan ya a los niños.
Y no les importa aquello que perdieron,
ni lamentan dolores ni alegrías,
tienen ojos sin lágrimas y labios sin besos,
hay como una pared insuperable
entre muertos y vivos. Cada palabra dicha
de una y otra parte puede llegar distorsionada
y un mensaje de amor viene a menudo cambiado
por un gran improperio. No hay ningún coloquio
que pueda favorecer una cercanía
entre su mundo y el nuestro. Con todo nuestro esfuerzo,
no lograremos jamás volverlos a la vida.
CONSTRUIREMOS LA CASA EN LO ALTO DE UN ÁRBOL,
nuestra última casa, la más bella.
Clavaremos maderas en las ramas
para hacer el pavimento y alzaremos
otras para las paredes y el techo.
Habrá ventanas y un tragaluz
en el bajo techo donde conservar
leña seca en una chimenea
cuando llegue el invierno.
Pintaremos el cuarto de dormir
con un color rojo intenso que recuerde
el ardor de nuestros años juveniles
y que nos estimule en la edad tardía
a repetir los juegos veinteañeros.
Colorearemos todos los demás cuartos,
la cocina, el saloncito, la sala de estar,
con la tinta de las ramas cuando es verano,
para que la casa y el árbol se unan
en un indisoluble conjunto,
de brazos, piernas y frondas
y con nosotros se vuelva un solo cuerpo,
se levante hasta el cielo
donde el aire es más puro, más vasto el horizonte.
Cuando caiga la noche
el techo se cubrirá de puntos luminosos
y una brisa suave arrullará nuestro sueño.
Jalaré hacia arriba la escalera de cuerdas a lo largo del tronco
y ya no habrá regreso aquí a la tierra.
ESTÁ UN VIEJO ASOMADO A LA VENTANA,
se le deshace el futuro entre las arrugas,
no tiene casi presente y alimenta ilusiones
que la realidad destruye una a una,
sólo el pasado lo mantiene en vida
y se aferra a los recuerdos que con el tiempo
se hacen más difuminados e inconsistentes.
Sólo pocos resisten al hacha del tiempo
y tiene el vago sentimiento
de ser habitado por el silencio.
Es un viejo que se mira
dentro con los ojos apagados y no se encuentra
y siente que habita un cuerpo vacío
transcurre los minutos
a hilar la aguja de la muerte
en sus carnes fláccidas.
Cada día que pasa
se ve más jorobado y más canoso
las piernas se le acortan y tambalean
los huesos se reducen y desgastan
se hace siempre más pequeño e inseguro.
Aquel viejo ya no siente ningún dolor
si en familia le hablan
de la muerte de algún amigo íntimo,
o de un pariente próximo,
no sabe fingir
ni siquiera una lágrima.
Ha llegado a un punto
que ya no lo atormenta
aquello que podría pasar en una hora
si aún estará vivo o no,
y aquello que es aún peor,
no le interesa ni siquiera el pasado,
cierra la ventana y va a distenderse
sobre el sillón de al lado,
insiste en tener los ojos abiertos
pero hace ya mucho que se ha dormido.
QUIERO TENER UNA CASA
calafateada y con paredes dobles,
donde no me alcancen
las voces de los condóminos, los pasos rumorosos
de la señora del piso superior
que continúan hasta tarde en la noche
como un reo que arrastra las cadenas
sobre guijarros cortantes.
Una casa lejana del terruño,
con un gran patio
a un centenar de metros de la calle
circundada de encinas que amortiguan
el ruido de los coches.
Tapizaré el patio con hierba gruesa,
lo regaré a diario y rodaré
como lo hacía cuando nevaba
a lo largo de los escalones de Santa Chiara.
Una casa con las ventanas hechas
para recibir el cielo cuando es azul
y el agua de las nubes
para beber y para usar como ducha.
Quiero tener una casa donde el sol
aclare los días que he transcurrido
en este enorme edificio en donde habito
circundado por libros que nunca he deshojado,
donde me sienta finalmente libre
de todo saber inútil
con que he destruido el ánimo por años.
Donde crear mi paraíso,
completamente desnudo,
sin estar ya ligado a ninguno,
donde la muerte llegue sólo cuando quiera
y se siente conmigo en el peldaño del umbral,
me ilumine de ella y la colme
de atenciones y premuras
para que se sienta en su casa.