Elizabeth Bishop

En la aldea de los pescadores

 

 

 

 (Versión en español de Jeannette Clariond)

 

 

 

En la aldea de los pescadores

A pesar del frío atardecer,
en una de las casas
un viejo remienda su red
en la casi invisible caída de la noche;
brilla el oscuro marrón-púrpura
de su gastada lanzadera.
Es tan fuerte el olor a bacalao
que lloran los ojos y se humedece la nariz.
Las cinco casas visten pronunciados tejados
y angostos travesaños
que conducen a desvanes
para el ir y venir de las carretillas.
Todo es plata: la pesada superficie del mar,
que lenta asciende como si temiera derramarse,
es opaca, pero lo plateado de los bancos,
las nasas langosteras y los mástiles, esparcidos
entre dentadas rocas salvajes,
revelan la aparente translucidez
de los vetustos, diminutos edificios de musgo esmeralda
que crecen junto al mar.
Los barriles desbordan
hermosas escamas de arenque
y las cestas de pescado repletas
de lechosas e iridiscentes conchas
e iridiscentes pequeñitas moscas cintilando.
Ladera arriba, tras las casas,
plantado en el rocío disperso de la hierba,
yace un cabestrante de viga raída,
con dos descoloridas manivelas
y manchas de sangre seca, como la melancolía,
donde el hierro ya se oxidó.
El viejo, amigo de mi abuelo,
acepta un Lucky Strike.
Hablamos del descenso en la población
de bacalao y arenque
mientras espera que llegue la barca arenquera.
Brillan las escamas como lentejuelas en su chaleco y su pulgar;
ha escamado, su esencial belleza,
tantos peces con ese viejo cuchillo negro
cuya hoja es casi roma.

Abajo, en la orilla del agua, donde arrastran
las barcas hacia la rampa
que entra al mar, esbeltos plateados
troncos horizontales
sobre grises piedras, descienden
a intervalos de más de un metro.

Frío oscuro profundo y absolutamente diáfano,
elemento intolerable a los humanos,
a los peces y a las focas… tarde tras tarde
he visto aquí a una foca en particular.
Despertaba su curiosidad. Le interesaba la música
y creía, como yo, en la total inmersión;
así que solía cantarle himnos baptistas.
También le cantaba «Fortaleza todopoderosa es nuestro Dios».
Erguida desde el agua me miraba
atenta, sacudiendo su cabeza.

Desaparecía y de pronto volvía a emerger
en el mismo sitio, con cierto desgaire,
como si actuara en contra de su voluntad.
Fría oscura profunda y absolutamente diáfana
la claridad grisácea del agua helada… al fondo, tras nosotros,
los graves, altos abetos.

Azulados, reunidos en sus sombras,
miles de árboles navideños esperan
la Navidad. El agua pareciera suspendida
sobre el azul gris de las redondas piedras.
He visto una y otra vez el mismo mar, el mismo
leve e indiferente mecerse sobre las piedras,
gélido y libre por encima de las piedras,
sobre las piedras y luego sobre el mundo.
Si hundieras la mano en él,
de inmediato te dolería la muñeca;
lastimaría tus huesos y ardería tu mano
como si el agua fuese la transmutación del fuego
alimentada de piedras para arder en la oscura llama gris.
Si lo probaras, al principio te sabría amargo,
después, salado, luego seguro te quemaría la lengua.
Es como imaginamos el conocimiento:
oscuro, salado, claro, móvil, plenamente libre,
extraído de la fría y áspera boca
del mundo, nacido de rocoso seno,
siempre fluye y se retrae; y como
nuestro conocimiento es histórico, transcurre y pasa.

 

 

El mapa

La tierra reposa en el agua; su color es verde sombrío.
Las sombras, acaso agua no profunda, en la orilla
dejan ver extensas huellas de algas en el arrecife
donde el sargazo se extiende del verde al claro azul.
¿O acaso se inclina la tierra para calar al mar desde el fondo,
atrayéndolo, sereno, hacia sí?
¿Por el fino, arenoso, dorado borde
arrastra la tierra al mar desde el fondo?

Lisa y tranquila se esparce la sombra de Terranova.
Amarilla la de Labrador donde el esquimal soñador
la aceitó. Podemos navegar estas hermosas bahías,
bajo un cristal como si de pronto parecieran florecer
o como si fueran pulcras celdas para peces invisibles.
Los nombres de los puertos se precipitan hacia el mar,
los nombres de las ciudades cruzan los montes vecinos
—aquí el impresor advierte una sensación similar
a la exaltación que excede su causa—.
Estas penínsulas palpan el agua entre el pulgar y el índice
como las mujeres al sentir la suavidad de los paños.

Más suave que la tierra es el agua de los mapas
cuando entrega a la tierra la conformación de sus olas:
la liebre de Noruega corre agitada hacia el sur,
los litorales escudriñan el mar, donde descansa la tierra.
¿Se le asigna o elige cada país su color?
Lo que mejor convenga al carácter o a sus aguas nativas.
En topografía no existen preferencias; lo mismo es norte que oeste.
Más sutiles que los de la historia son los colores de los cartógrafos.

 

 

Fin de marzo

Para John Malcolm Brinnin y Bill Read: Duxbury

Hacía viento y frío, y no era el mejor día
para dar un largo paseo por la playa.
Todo tan apartado, tan distante
y retraído: lejos la marea, recogido el océano,
solas o en pares las aves marinas.
El frío, desordenado viento marino
entumecía la mitad de nuestro rostro;
interrumpía las formaciones alineadas
de los gansos canadienses
y nos devolvía el casi imperceptible sonido
del oleaje vertical y su brisa acerada.

El cielo, más oscuro que el agua,
era color jade, como sebo de carnero.
Con botas de goma seguimos las huellas
de los perros en la húmeda arena, enormes huellas (tan grandes
que parecían más de león). Recorrimos
distancias infinitas en un irisada línea blanca,
que abandonaba el oleaje para hundirse
una y otra vez, hasta desaparecer:
una espesa maraña blanca, de estatura humana, a flote,
alzándose en cada ola, como un fantasma empapado
que de pronto se precipitaba hasta deslavarse…
¿hilo de cometa? Pero sin cometa.

Quería llegar a la casa de mi protosueño,
mi criptosueño, aquella caja torcida
sobre pilares, de tejas verdes,
algo parecido a una alcachofa, solo que
más verde (¿hervida con bicarbonato?),
protegida contra las mareas primaverales por una cerca
de… ¿eran durmientes?
(Aquí las cosas parecen irreales.)
Quisiera retirarme y hacer nada
o casi nada, para siempre, en dos cuartos vacíos:
mirar con binoculares, leer libros tediosos,
viejos, gruesos, voluminosos libros y escribir notas inútiles,
hablarme a mí misma y, en días de niebla,
ver resbalar diminutas gotas, densas de luz.
Y por la noche, un grog à l’américaine.
Lo flamearía con un fósforo de cocina
y una hermosa, diáfana llama azul
se reflejaría en la ventana.
Tiene que haber una estufa; hay una chimenea,
ladeada, sostenida por alambres,
y, tal vez, electricidad
—cuando menos, habría otro alambre
para unir todo débilmente
con algo derruido tras las dunas—.
Luz para leer —¡perfecto!— pero imposible.
Y ese día el viento sopló demasiado frío
tanto como para alejarse
y, por supuesto, la casa resguardada por tablones.

De regreso, el otro lado de nuestros rostros se heló.
Salió el sol apenas un minuto.
Solo un minuto, fijo en los biseles de la arena,
monótonas, rociadas, esparcidas piedras
fulgieron multicolores
y las más altas proyectaron largas sombras,
propias: luego, las atrajo de nuevo hacia sí.
Habrían quizá jugueteado con el sol león,
solo que ahora él se hallaba detrás:
un sol que había recorrido la playa en la última bajamar,
dejando la impronta de majestuosas, enormes huellas,
y tal vez habría derribado una cometa tan solo por jugar.

 

 

 

-Harold Bloom
La escuela de Wallace Stevens
Un perfil de la poesía estadounidense contemporánea
Versión en español de Jeannette Clariond
Vaso roto ediciones, 2011 

https://emea.vasoroto.com/products/la-escuela-de-wallace-stevens

 

bloom steven

Elizabeth Bishop (8 de febrero de 1911 - 6 de octubre de 1979). Fue una de las más altas voces de la poesía norteamericana. Discípula y en cierto modo her ... LEER MÁS DEL AUTOR