Comprender la luz
(Selección y traducción de Katherine M. Hedeen
y Víctor Rodríguez Núñez)
Labores de aguja
(de la secuencia “Rhiannon”)
Lo que recuerdo son los bordes del tapiz
que empezaron a desenredarse como el cielo del atardecer.
Pero primero aparecieron los campos, y una puntada por cada hoja
de hierba.
Y allí estaba yo, a caballo, fluyendo de la mano del artista.
Sentí la aguja darle forma a mi alma
–salvaje como la cola de un semental su brillante urdimbre.
Pasaron cien años.
Ahora escucho caballos, la música de los sabuesos.
Y el tiempo se quiebra como una hoja de cuchillo
que corta la luz diurna del vestido de una muchacha.
Pero ni todas las labores de aguja me pueden detener: Salgo
de la imagen hacia el mundo en llamas.
Comprender la luz
(a la memoria de Gwen John)
A veces, en la luz
terrible de las tardes de domingo,
ella examina cómo realmente parece;
esas medialunas bajo los ojos,
mientras el sol como el enterrador
le enrojece las mejillas.
Más temprano, durante misa,
con todos los habitantes de la luz rezando,
miró fijamente a la joven monja
en el banco más adelante
y pensó que era una niña casada con el luto.
A la luz de la lámpara la noche anterior
puso un pan y un cuchillo sobre la mesa.
Pero, antes de la comida, recogió su lápiz.
Esta noche a lo mejor termine
el dibujo, un gato sentado sobre una silla de una tienda de segunda,
mientras la chica del pelo color negro-sangre
levanta la cabeza de sus manos.
Una canción sobre la sopa
Mira, no canto a la sopa,
y ciertamente no al gusto de ese redentor,
ni a las estrellas de médula sobre la superficie
de la sopa y sus tentaciones para la lengua.
Escucha, porque todavía no canto la sopa,
ni las beatitudes del caldo que fruncen los labios
ni toda la arqueología del sabor,
ni la salmodia del vapor que se balancea sobre la estufa.
Pues, después de todo, la sopa es solo la sopa,
papas, carne y una jarra de caldo,
no hay nada exótico en el índice del Larousse
ni glosarios mediterráneos secados al sol.
No, sin duda, no canto la sopa.
A lo mejor algo recordado en parte,
como si fuera un instinto de lo indistinto.
Así que canto la cuchara, canto el cuenco
–las herramientas que convocan
a un ritual que pueden soltar
el alma secreta de la sopa.
¿Ves? Esta nunca fue una canción a la sopa,
sus soles superlativos y sus eclipses de sal.
Y en absoluto no tiene nada que ver con la cocina cálida
donde se ha puesto un lugar para mí.
Las diosas
Las diosas de Gales
–diosas de la escoba, la ulmaria y la flor de roble,
de los huesos secos y traqueteantes, las garras bien metidas en la piel–
no eran ustedes las que se bamboleaban
hace años en mi cabeza de alumna soñadora.
Yo adoraba las pequeñas haditas, el temblor
cotidiano de los mitos de Grecia y de Roma,
un arco iris un minuto, el siguiente un manantial o un árbol,
una vacilación entre dos mentes, dos formas corporales,
tratar de complacer a un hombre, esconderse de un dios,
cambiar sus nombres, sus seres, como se escoge el lápiz labial.
Eco, Eros, Psique –ninfas de la sexta forma,
ofreciendo risitas detrás del pelo recién lavado.
Llegué a nuestras diosas lentamente,
reluctante y adolorida, terca como unos gaticos que se ahogan.
Con cada morado que he visto, cada beso vano,
cada anillo caído, me convierto en la aprendiz Furia
–te olía la sangre en las manos, el calor del hierro,
escuchaba las calaveras de los niños dando golpes en la brisa.
Las diosas de los salvajes, locos, apesadumbrados,
del silencio enorme, de cosas terribles, no dichas
–están aquí esta noche en el sonido estrecho del noticiario,
dando vueltas en la sala en sus harapientas batas de seda,
una fatiga de hueso es un morado bajo los ojos umbrosos,
su piel indescifrable como viejas manzanas–
mas los relámpagos y truenos cantan por su pelo turbio,
sus delantales son nudos gigantescos alrededor de barrigas hundidas,
tréboles blancos de enojo todavía florecen en las huellas de sus zapatos.
En el vuelo de sus enaguas los reinos se estrellan y se van.
Historia
Había una vez
en un país sin nombre
antes de que se escribiera la historia
un rey, un rey del pueblo de los ciervos,
y una reina, una reina del pueblo de los caballos y los chivos,
y el cuerpo de ella era como el pliegue de leche que se vierte de un
cubo
y el cuerpo de él era tan resistente como los colmillos,
y se casaron cuando tenían siete años
y vivieron juntos medio siglo
y criaron a doce vástagos
y la reina bordaba en su recámara
y el rey mandaba su voz como un trueno por el bosque
y aunque no podían amarse
ella le acariciaba el pelo por el ojo de su aguja
y él le tocaba el seno cuando arrancaba una flecha a una cierva.
Al final
cuando se acabaron el oro y el vino rico en sangre
y también las sedas y regresaron los embajadores
a los países del jengibre y el índigo
este rey y esta reina murieron
y fueron enterrados
en el mismo lugar,
ella con su capa de pelo de caballo
y él, de acuerdo con la costumbre del pueblo de los ciervos,
con astas, tan oscuras como el hierro, sobre la cabeza
y la lluvia todavía cae sobre su tumba.
-Nuestra tierra de nadie
14 poetas galeses contemporáneos
Selección y traducción de Katherine M. Hedeen y Víctor Rodríguez Núñez.
Colección: Ladrones del tiempo
Uniediciones