Para olvidar
LLAMADO
Nomenclatura de lo frágil:
este cuerpo estremecido
bajo el rigor de la fiebre,
las astillas en cada coyuntura,
el fatigado aliento;
este dejarse vencer
de buena gana
sin oposición
bajo el trepidante
galope de la sangre.
Mas, si no pulsara la muerte
cada nervio,
si no faltaran el aire
y el sosiego de continuo,
no nos dejaríamos
rendir dóciles:
nos engulliría lo ilusorio
de esta porcelana
de bodegón,
inmutable y fría,
el arraigo a este dominio
de aserrín y vanidades.
Por eso, a tu llegada,
Muerte,
no he de rehuir tu llamado,
me dejaré tomar:
paloma presta al degüello.
Retornaré enamorada
a los ojos que no miré
por vez última,
abrazaré la noche
y desandaré el camino
de los trigales
tras la siega.
Nodriza que amamanta
a otra vida
lo que más amado
me fuera.
Nada temo.
Pero, antes, hacer mío
el más callado roce
de las horas
sobre mis pupilas,
transitar el musgo
descalzos los sentidos,
recorrer morosa
la marejada
de otro cuerpo.
Hacer del más mínimo
reducto de dicha
una celebración.
Oficiar el acto
donde el Nombre extienda
la albura del silencio
para reescribir
la propia historia.
Ser el milagro
de una palabra,
donde ya nadie
conjura tormentas
ni avanza sobre las aguas
por obra de la voz.
Ser gacela en brama,
hoguera danzante,
salvaje insurrección
contra el orden trivial
que gobierna las cosas.
Surtidor sobre este yermo
que escuece la carne.
Granada de tajo
derramada,
desangrada:
encendido néctar
al convite de los días por venir.
Dulce manjar a entraña.
Resucitada.
AHÍ DONDE LAS PESADILLAS…
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados.
(Mateo 5:6)
Ahí donde las pesadillas
no puedo amar,
debo conformarme
con la soledad de mis huesos,
el escándalo de su luz desierta,
el disparo de una niebla espesa,
y morir atravesada por una jauría de lava
adueñándose de los caminos.
Dejarme estrechar por la angustia
de un torbellino sin deriva
para beberme toda de espanto
en un licor de añejos porvenires.
Porque la desgracia vino,
se empozó en mi sangre,
la hizo su destino.
Y, maldita de silencios,
sembré la muerte.
Pero en la enhiesta
cicatriz de mi osario
reluce la vida,
tomada por el viento
cual vasija de ensalmos
contorneados por la noche.
Porque soy la furia insepulta
que me habita,
el escándalo de plagas
sobre la resurrección de mi cadáver
que aún busca el néctar de los insaciables,
los sedientos de justicia
a la espera
de redención.
PARA CREER
Somos dura coraza
sobre territorio en guerra,
prestos al hurto,
la avaricia, el cobalto
de la disección continua.
Pero tanta amenaza
esfuerza la carne,
la escuece en rigores,
somete el imperceptible
gramo de cendal
que es el alma
y la retrae.
Queda el reducto
de un invisible
tremor de alas
en pleno descampado:
la pavura.
Solo otra piel próxima
deshiela el ártico
de tan impenetrable ovillo.
Pulsa con la lengua
la celeste moldura
y enciende
la cúspide del placer.
No fuimos hechos
para andar a solas,
mendigando una cornisa
a los temporales.
Se nos desbarata
todo intento
por edificar trincheras,
en soledad.
Por ello cruzamos instantes
con otros campos minados
y, a ratos, cedemos las armas:
nos dejamos vencer.
Para mentirnos
que es posible
una conjunción de miradas,
la revocación final
del estatuto de las conveniencias.
Para creer,
dejar caer la coraza
y mostrar la palpitante
marejada de ese animal
herido que se debate,
pecho adentro,
aún vivo.
LA BELLEZA
Niña de polen
multiplicada en fulgores
al mínimo soplo.
Danza invisible
a los ojos de las horas.
Florece para nadie
sobre árido terruño,
pero defiende su aroma
ante las impetuosas
crines del viento.
Se confía a las alturas
y, por un instante,
abraza lo eterno.
Demasiado pronto
llega la noche
y bebe toda su luz
para apacentar estrellas.
Combada gracia
amanece.
Bajo la ráfaga de la mañana,
las multitudes
atropellan sin reparo
la anónima majestad
de su belleza.
NO LA MISMA
Pesa el tiempo,
la porción de carne y espina que somos,
la raíz que nos ancla a este revés del mundo,
en que nada es lo que parece
al vertiginoso ritmo de la podredumbre
y la convulsa travesía de la sangre.
Liviana,
me desarropo de esa piel de historias
que supuse ser algún día:
nada queda como probable de su existencia,
sólo memorias desteñidas que el viento desbarata
en otoños de inciertas mutaciones.
Las palabras, ramilletes de marchitos lirios,
desgajados en manos de la inocencia.
Los rostros, un señuelo de bondad
que, al final, ni voz ni fantasma.
Alguien en la lejanía susurra mi nombre.
Vuelvo el rostro,
pero ya no soy la misma.
PARA OLVIDAR
Dormir para olvidar
esta finitud de islas que somos
y retornar al día
en que los charcos no eran aciago imprevisto,
sino la osadía de un arlequín en pleno acto;
el amor, no un ave herida
de oscuros presentimientos,
sino el azul de un cielo extendido a perpetuidad.
No tener más memoria que la del viento
anunciando el advenimiento de una promesa.
No temer cada noche al espanto de sabernos
cada día más solos.